Los procedimientos legales llevan mucho tiempo, y los jueces tienden a ser puntuales con sus horas. La vista se aplazó hasta las cinco en punto y se me encargó que llevara a Kitty de vuelta a Lenox Hill. Maxine había desaparecido después de su declaración, pero los dos abogados se movían nerviosos, haciendo ruidos de abogados. La cuestión era que nadie estaba preparado por ocuparse de Kitty las veinticuatro horas del día. Maxine tenía negocios inmobiliarios. Frank trabajaba como constructor de parques y tenía un amante muriéndose de sida. Yo tenía una hija y un libro que entregar en una fecha fija; mi marido tenía otros casos de que ocuparse que, a diferencia de éste, pagarían sus gastos; mi padre tenía que volver a casa con mi madre y hacer como si no hubiera estado donde de hecho había estado porque mi madre, aunque había pasado mucho tiempo, todavía acusaba a su hermana de tratar de seducirle. ¡La sorpresa que se habría llevado de haber venido al juzgado! Mi tía no recordaba quién era mi padre. Ni siquiera era capaz de ponerle nombre a la cara que llevaba conociendo desde hacía sesenta y tres años.
De regreso del juzgado, acompañaba a Kitty en la furgoneta del hospital, en la que también iba su cuidadora.
– ¿No nos podemos parar a tomar una copa? -preguntó Kitty-. Por lo menos, podríamos cenar en algún sitio, ¿no? ¿Puedo ir contigo a tu casa?
Dentro de dos horas me esperaban en una cena de homenaje a un amigo, pero de repente sentí ganas de llevarme a Kitty conmigo o no asistir a la cena. Imposible. Kitty estaba agotada, confusa, y llevaba una ropa sin orden ni concierto que le había llevado Maxine (una blusa de seda con manchas, unos zapatos que no hacían juego, medias mal puestas, un abrigo de pieles apolillado). De modo que pasaría la noche en el hospital. Mañana la llevaría a su casa, buscaría a alguien que se ocupara de ella, y luego ya veríamos lo que pasaba.
De vuelta a la celda de seguridad (que Kitty no se daba cuenta de que era una celda), le quité los zapatos y le froté las doloridas plantas de los pies.
– Dios te bendiga -dijo. Y luego-: ¿Cómo se llama este hotel?
– El hotel de los corazones rotos -dije yo.
– Un nombre curioso -dijo Kitty.
– ¿Dónde está el teléfono? -le pregunté a la enfermera. Me miró como si yo estuviera loca,
– Esta es la zona de seguridad -dijo, impaciente.
– Pues a mí me parece la habitación de un hotel -dijo Kitty.
Por entonces yo ya me estaba retrasando, pero no me podía marchar.
– Vamos a tomar una copa -seguía diciendo Kitty una y otra vez y otra. Cada vez que lo decía, yo me reía. Me reí tanto que estaba a punto de llorar. Son las peticiones repetidas de los que no tienen memoria lo que los hace tan difíciles. Consideramos sus repeticiones como insultos, lo que es una estupidez nuestra. Si al menos pudiéramos librarnos del ego y vivir momento a momento como los muy viejos y los muy jóvenes. Imagínese que se existe en un estado donde uno repite y repite las cosas porque cada segundo no se relaciona con los demás.
– Vamos a tomar una copa -dijo Kitty, una vez más. Era su ritual de por las tardes, y se aferraba a él como a una balsa salvavidas cuando había desaparecido todo lo demás. Inútil decirle que la bebida había contribuido a destrozarle la memoria. No le importaría; ni siquiera recordaba lo que era tener memoria.
Cenamos en el nido del cuco. Los pacientes entraron en la cafetería a por sus bandejas.
– Hola, Kitty. ¿Cómo te va? -suelta un hombre de ojos enormes, cojo, con zapatillas de papel.
– Te presento a mi sobrina, la famosa escritora -les dice ella a todos y a nadie en concreto. Me hormiguean las mejillas de vergüenza. Hasta con la mente dañada, Kitty pedía reconocimiento de mi fama. Qué broma invocar algo tan voluble como la fama en medio de toda esta mutabilidad humana.
Nada nos salva de envejecer, pienso. Ni la fama, ni el talento, ni el encanto personal, ni la riqueza, ni el ingenio. Lo absurdo de la insistencia sobre mi fama en cierto modo me daba vergüenza. En esta casa de locos, me sentía unida a Kitty. Sus meteduras de pata eran también las mías.
Dios santo, qué tarde era. Mi amigo, mi hija, mi marido, todos me esperaban. Como de costumbre, estaba dividida entre exigencias encontradas, y notaba que no podría responder a ninguna de ellas adecuadamente.
En el ascensor, una mujer se puso a hablar conmigo, como a veces hacen las mujeres.
– Mi mejor amiga -dijo- tuvo otro ataque. Trató de suicidarse otra vez. La han vuelto a traer aquí.
– Mi tía -dije yo- tiene Alzheimer -la mujer asintió con la cabeza con simpatía. Aquí nadie era famoso. Sólo dos mujeres que se ocupan de otras dos mujeres, como tantas veces les pasa a las mujeres.
– Buena suerte -dijo ella.
– Lo mismo te digo -dije yo.
La luna estaba llena y la noche era gélida. Me envolví en la bufanda y el abrigo y bajé por Lexington Avenue hacia mi apartamento.
Era una mujer libre, pero ¿por cuánto tiempo? Algún día tampoco yo sería capaz de salir andando de un hospital. Y entonces, ¿qué sería de mí?
No quería pensar en eso.
Se suponía que el tribunal decidiría sobre el caso de Kitty al día siguiente, pero había otro caso más urgente. Eso me permitió llamar a Kitty al hospital y llevármela a casa. Muchas personas lo desaconsejan, pero encontré que tenía que mantener mi promesa y llevarla a casa, tanto si Kitty lo recordaba como si no.
Siempre es más fácil encontrarles residencia a las personas desde un hospital que desde casa. De modo que me pesaba mi promesa, pero muchas veces mantener las promesas supone problemas. Por la tarde, estaba de vuelta al hospital para liberar a Kitty, con su documentación, sus medicinas, sus andrajosas posesiones. La llevé a su casa de Chelsea con una rechoncha cuidadora haitiana que se llamaba Chloe.
La casa estaba hecha un lío, la cocina asquerosa, con espacios vacíos en las paredes donde habían estado los cuadros. Parecía que habían saqueado parcialmente el apartamento. Muebles desechados de mis padres, una estantería, el viejo caballete manchado de pintura de mi abuelo, estaban dispersos por la habitación. Los gigantescos y luminosos paisajes de Kitty que una vez habían dominado la casa, habían sido descolgados y muchos habían desaparecido. Kitty no se fijó en nada de eso. Estaba auténticamente contenta de encontrarse en un sitio que todavía identificaba como «mi casa».
Chloe se tumbó inmediatamente en un sofá al tiempo que encendía la tele, dejando en claro que ella no haría más que cumplir estrictamente con sus obligaciones. Sólo como broma, le pedí que fuera a por unas recetas de Kitty y me ayudara a limpiar la cocina. Se negó decididamente.
– No está previsto que hagamos esas cosas-dijo. Era como una canguro, nada más, aunque a una tarifa que haría enrojecer a una canguro.
Kitty andaba por allí dudando, con miedo a quitarse el abrigo. Hice que se sentara, que se pusiera un calzado cómodo -unas zapatillas chinas de tela- y que tomara una taza de té.
En ese momento Maxine irrumpió con Frank y el novio de éste, Adrián, y dos guapos atletas de los Hampton.
– Hola, querida -le dijo Maxine a Kitty-. Tenemos una furgoneta abajo. Vamos a coger algunos cuadros para poder hacer allí una exposición tuya -con eso, los dos atletas de los Hampton se pusieron a agarrar lienzos, portafolios, un león de tamaño natural que llevaba en el apartamento de Kitty desde que vivía allí. (Kitty es Leo, de modo que este león que rugía era su talismán.)
– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó Kitty-. Ese león es mío.
– No, cariño, este león es mío -dijo Maxine-. Lo compré yo.
– No lo compraste tú -dijo Kitty.
– Claro que lo compré.
De repente recordé todo el Sturm und Drang de hace una docena de años cuando Kitty y Maxine «rompieron» y Maxine echó a Kitty de las dos casas que ella había ayudado a amueblar y renovar (una en Chelsea, la otra en Southampton), comprándole este modesto piso y pasándole algo de dinero.
– ¡ No te lleves mi león! -dijo Kitty-. ¡Es lo único que me queda!
– Sólo lo estoy poniendo a salvo de ti, cariño -dijo Maxine, mientras los atletas cargaban con el último símbolo de la identidad de Kitty.
Horrorizada ante el descaro de todo aquello, yo estaba en silencio, sorprendida.
– Ya sé que eres su heredera, pero me gustaría que dejases de hacer como si ya estuviera muerta -quise decir. O-: Por el amor de Dios, ¿es que no puedes esperar?
Y Maxine, que notaba mi desagrado, agarró un libro enorme con los dibujos a tinta de mi abuelo y lo puso en mis manos temblorosas.
– Ocúpate de esto -dijo-. Mantenlo a salvo -el cuaderno de dibujo estaba lleno de representaciones alucinatorias de la infancia de Papá en Odessa. Más recuerdos de gente para mi autobiografía. Lo agarré.
Y entonces los atletas cargaron con el león.
Maxine iba y venía, trayendo cosas de comer, anunciando a Kitty que no se podía quedar porque era su cumpleaños y la iban a «llevar a cenar».