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Yo había llegado a ese matrimonio sólo porque había llegado a un sitio donde no me daba miedo estar sola. Descubrí que me gustaba la compañía de mí misma más que salir con alguien por salir. Valorando al máximo mi soledad, segura de mi capacidad para mantenerme a mí misma y a mi hija, de pronto conocí a un alma gemela y un amigo.

Famosa por escribir sobre relaciones que se inflamaban con el sexo y luego se convertían en agua de borrajas, me llevé una sorpresa con esa persona.

La conversación inició el fuego. Al principio el sexo fue desastroso; falta de erección en los momentos menos oportunos y condones abandonados encima de la colcha. Existía tanto miedo al compromiso por ambas partes que el éxtasis parecía irrelevante. En lugar de eso, hablábamos y hablábamos. Encontré que aquella persona me gustaba antes de darme cuenta de que la quería, lo que para mí era algo nuevo. Me largaba -a California, a Europa- sólo para llamarle desde sitios lejos de su alcance. Notábamos que nuestra relación era tan fuerte que parecía que habíamos pasado juntos toda la vida.

¿Se ha atrevido alguien a escribir sobre los desastres del sexo seguro en la época del sida? ¿Se ha atrevido alguien a decir que la mayoría de los hombres prefieren llevar condones colgados del cuello para prevenir el mal de ojo que ponérselos en la polla? ¿Ha registrado alguien los traumas de unos amantes de edad madura que han pasado por todo, desde la virginidad técnica de los años cincuenta a la glotonería sexual de los sesenta, a la salud y buena forma de los setenta (una conocía a sus amantes en los gimnasios), a la decadencia de limusinas largas y vestidos cortos y hombres que personificaban a Masters del Universo de los ochenta, al terror al sida en guerra con la excitación natural de los noventa?

Y luego están las eternas cuestiones del amor y el sexo. ¿Puede haber amistad entre hombres y mujeres mientras las hormonas se impongan? ¿Cómo se relaciona el sexo con el amor… y el amor con el sexo? ¿Estamos encasillados en nuestra sexualidad… o sólo es la sociedad la que insiste en eso? ¿Qué es hetero? ¿Qué es gay? ¿Qué es bisexual? ¿Importa algo de esto en lo más profundo de nuestras almas? ¿Deberíamos librarnos de estas etiquetas para intentar estar realmente abiertas a nosotras mismas y a los demás?

¿Qué me estaba pasando en la segunda mitad de mi vida? Estaba volviéndome regresiva, y eso me gustaba. Estaba recuperando el humor, la intensidad, el equilibrio que había conocido en mi infancia. Pero lo estaba recuperando con un dividendo. Llámese serenidad. Llámese sabiduría. Sabía lo que importaba y lo que no importaba. El amor importaba. El orgasmo instantáneo no importaba.

Echo una ojeada a mi alrededor a los cincuenta años y veo a las mujeres de mi generación con problemas para hacerse mayores. Están perplejas, y la respuesta a su perplejidad no es otro libro sobre las hormonas. El problema va más allá de la menopausia, los estiramientos de la piel de la cara, o si hay que follarse a tíos más jóvenes. Tiene que ver con toda una imagen de la identidad en una cultura enamorada de la juventud y sin ningún amor hacia las mujeres como seres humanos. Estamos aterradas a los cincuenta años porque no sabemos en qué demonios nos vamos a convertir cuando ya no somos jóvenes y guapas. Como en todas las etapas de nuestra vida, no hay modelos que nos sirvan. Veinticinco años de feminismo (y reacción), luego feminismo de nuevo, y todavía estamos al borde del abismo. ¿En qué nos vamos a convertir ahora que nos han abandonado nuestras hormonas?

Puede parecer que, en los últimos años, se ha producido una avalancha de libros de fiar dedicados a las mujeres de edad madura, pero ¿hasta qué punto han cambiado las cosas? ¿Podemos deshacer con facilidad cincuenta años de preparación para la autoaniquilación de la edad madura?

Imagino que estoy confusa; también tú lo estás. Después de todo, somos la generación flagelada (pendiente de patente): criadas para ser Doris Day, cuando teníamos veinte años anhelábamos ser Gloria Steinem; luego nos vimos condenadas a educar a nuestras hijas en la época de Nancy Reagan y Lady Di. El sexismo (como el pie de atleta) todavía florece en sitios oscuros, húmedos.

¡Qué montaña rusa ha sido! Nuestro sexo se puso y pasó de moda según la marea subía y bajaba y subía y bajaba y volvía a subir, según el feminismo aumentaba y disminuía y aumentaba y disminuía y aumentaba otra vez, según la maternidad era bendecida, luego condenada, luego bendecida, luego condenada y luego bendecida otra vez.

Educadas en la época del aborto ilegal (cuando un embarazo en el instituto o la universidad significaba el fin de las ambiciones), nos hicimos mayores con la Revolución Sexual, un acontecimiento esencialmente inventado por los medios de comunicación, pronto reemplazado por el viejo y querido puritanismo norteamericano cuando se produjo la epidemia del sida. La tragedia de perder a tantos de los de más talento de nuestra generación se convirtió, como era predecible, en una excusa para atacar a la fuerza vital y a su mensajero, Eros. El sexo estaba de moda, estaba pasado de moda, otra vez de moda, otra vez pasado de moda; un nuevo giro en lo que Anthony Burgess llamó «el viejo mete y saca» en La naranja mecánica.

La cuestión era: nosotras, las flageladas, no nos podíamos apoyar en nada para nuestra vida social o erótica.

Piensa en los consejos con los que crecimos. ¡Luego piensa en el mundo en el que hemos crecido!

– ¡Que no se enteren de tus sentimientos!

– ¡ No dejes que los hombres sepan lo lista que eres!

– Si él tiene la leche, ¿por qué iba a comprar la vaca?

– Es tan fácil querer a un rico como a un pobre.

– Al hombre se le conquista por el estómago.

– Un hombre persigue a una chica hasta que ella le atrapa.

– Los diamantes son los mejores amigos de una chica.

Si hubiéramos sido lo bastante idiotas como para vivir la vida de la que nuestras madres y abuelas hicieron refranes, todas seríamos vagabundas rebuscando en los cubos de basura. Si hubiéramos sido lo bastante idiotas como para vivir la vida que recomendaban las revistas y las películas de los años sesenta y setenta, todas estaríamos muertas de sida.

Educadas para creer que los hombres nos protegerían y mantendrían, nos encontramos con frecuencia protegiéndolos y manteniéndolos a ellos. Educadas para creer que deberíamos cuidar a nuestros hijos a tiempo completo (por lo menos cuando eran pequeños), encontramos con frecuencia que quedarse en casa debido a la maternidad es un lujo que pocas nos podemos permitir. Educadas para creer que la feminidad consistía en tolerancia y conciliación, con frecuencia encontramos que nuestra propia supervivencia -en el divorcio, en el trabajo, incluso en nuestra casa- depende de que revisemos esas ideas de feminidad y nos aferremos ardientemente a nuestras propias necesidades.

Siempre nos encontramos divididas entre las madres que tenemos en la mente y las mujeres que necesitamos ser sencillamente para seguir vivas. Con un pie en el pasado y otro en el futuro, pasamos vacilantes por el primer amor, la maternidad, el matrimonio, el divorcio, la propia carrera, la menopausia, la viudez; y sin saber nunca qué o quién se supone que somos, roturamos un nuevo territorio en cada ocasión.

Hemos sido pioneras de nuestras propias vidas, y el precio que pagan las pioneras es la incomodidad eterna. La recompensa es el pasmoso orgullo de nuestra identidad conseguida con tanto dolor.

– ¡Lo conseguí! -exclamamos con cierta sorpresa y asombro-. ¡Yo lo conseguí! ¡Tú también puedes!

¿Cambiaron los hombres o cambiaron las mujeres? ¿O fueron los dos? Mi padre y mis abuelos, aunque eran sexistas, nunca habrían abandonado a sus hijos para bailar con una mujer más joven. Puede que hayan sido unos cerdos. A lo mejor no eran de fiar. Pero por lo menos eran cerdos que alimentaban a su familia. Estaban para echar una mano, proporcionando también un tipo de seguridad desconocido hoy. ¿Por qué la generación de hombres que les siguió no tuvo semejantes escrúpulos?

¿Les dejaron muy sueltos las mujeres? ¿O fue la historia? ¿O tuvo lugar un cambio enorme entre los sexos que todavía no reconocemos y al que ni hemos puesto nombre?

Según las mujeres se hacían más fuertes, los hombres parecían hacerse más débiles. ¿Era esto apariencia o realidad? Según las mujeres adquirían pequeñas parcelas de poder, los hombres iban comportándose paranoicamente, como si les hubiéramos inutilizado por completo.

¿Tienen que mantenerse en silencio todas las mujeres para que hablen los hombres? ¿Deben quedarse sin piernas las mujeres para que anden los hombres?

Las mujeres de mi generación están llegando a los cincuenta años en un estado de perplejidad y rabia. No ha llegado a pasar ninguna de las cosas con las que contábamos. El suelo sigue sin estar fijo bajo nuestros pies. Cualquier psicólogo o psicoanalista te dirá que lo más difícil de soportar es la inconsistencia. Y hemos tenido un grado de inconsistencia en nuestras vidas personales que volvería esquizofrénico a cualquiera. Probablemente nuestras abuelas fueron más capaces de enfrentarse a la expectativa de la opresión de lo que nosotras hemos sido capaces de adaptarnos a nuestra tan valorada libertad. Y en cualquier caso, nuestra libertad es discutible. Nuestra «libertad» todavía es una palabra que podemos poner entre comillas para provocar la risa.