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«La auténtica verdad» -ando detrás de eso. Y es evidente que vivimos en una época en que lo documental, o lo que implique un testigo, tiene para nosotros la fuerza que tenía la literatura. Las novelas y recuerdos que adoptamos como guías de nuestra vida tienen la cualidad de la inmediatez, de la verdad auténticamente contada, a expensas de la falsa modestia, la vergüenza o el orgullo.

Es difícil contar la verdad sin la protección de una máscara, «una autobiografía debe ser tal que a uno le demanden por libelo» -como dijo Thomas Hoving, aparentemente sin darse cuenta de a quién estaba parafraseando. Mary McCarthy, en sus Memorias intelectuales, da la fuente. Es George Orwelclass="underline" «Una autobiografía que no diga nada malo sobre su autor no puede ser buena.» McCarthy confiesa más pecados de los que nunca la podrán culpar sus detractores: y quedamos hechizados. Pero entonces había muerto, algo que en una mujer siempre es más agradable que si está viva.

El miedo a la crítica me ha silenciado muchas veces en mi vida de escritora. Y la crítica muchas veces ha sido encarnizada, personal e hiriente. Pero la crítica -como todas saben, desde Aphra Behn a George Sand, desde George Eliot a Mary McCarthy- es una de las primeras cosas que debe aprender a soportar una mujer que escribe. Ella no escribe de experiencias que la cultura dominante celebra como «importantes» y, como cualquier escritor, no escribe con ninguna garantía. Acostumbrarse a que la ridiculicen probablemente sea la labor más importante de una mujer que escriba.

Al escribir, muchas veces me he engañado ingenuamente diciéndome que no lo iba a publicar (o que sólo lo publicaría con seudónimo; puede que incluso con un pseudónimo masculino). Más tarde, me decidía a firmar el libro debido a cartas encantadoras que recibía de mis lectores o a la necesidad por parte del editor de una marca registrada. Pero durante el proceso de la escritura sólo podía ser libre, sólo podía quitarme del hombro al censor -¿mi madre?, ¿mi abuela?- prometiéndome que nunca dejaría que esas palabras vieran la publicación.

Escribí Miedo a volar de ese modo, y muchos libros que siguieron (incluido éste). Escribir ha estado muchas veces acompañado del terror, de silencios, y luego de tremendos estallidos de risas privadas que de pronto hacen que todo el miedo parezca que merece la pena.

Pero la gran compensación de tener cincuenta años en una cultura que no es amable con las mujeres mayores, es que a una le importa menos la crítica y tiene menos temor al enfrentamiento. En un mundo que no hicieron las mujeres, la crítica y el ridículo nos persiguen todos los días de nuestra vida. Habitualmente son señales de que estamos haciendo algo raro.

¿Son los cincuenta años demasiado pronto para iniciar una autobiografía? Claro que sí. Pero puede que los ochenta años sean demasiado tarde.

A los cincuenta años es cuando el tiempo empieza a parecer corto. La sensación del paso del tiempo últimamente se ha acelerado por la epidemia del sida y la muerte de tantos amigos todavía con treinta y tantos años, y cuarenta y tantos y cincuenta y tantos. ¿Quién sabe si habrá un tiempo mejor? El tiempo siempre es ahora.

A los diecinueve años, a los veintinueve, a los treinta y nueve, incluso -las diosas me ayuden- a los cuarenta y nueve años, creía que un hombre nuevo, un amor nuevo, un traslado a otra ciudad, a otro país, en cierto modo supondría un cambio en mi vida.

Ahora ya no.

Sé que mi vida interior es algo que tengo que conseguir yo, tanto si tengo un compañero en la vida como si no. Sé que otra aventura amorosa, loca, apasionada, sólo sería una distracción temporal; aunque «temporal» signifique dos o tres años. Sé que mi alma es lo que tengo que alimentar y desarrollar; que sola o con un compañero, las dificultades para alcanzar tu propia cima no son muy diferentes.

En una relación, todavía se requiere autonomía, aislamiento, intimidad. Sin una relación, todavía se necesita propia estima y amor propio.

Escribo este libro desde un lugar de aceptación propia, rabia purificadora y risa ronca.

Soy lo bastante mayor para saber que la risa, y no la rabia, es la auténtica revelación.

Asumo que no soy distinta a ti.

Quiero escribir un libro sobre mi generación. Y para escribir sobre mi generación y ser brutalmente honrada, sólo puedo empezar conmigo misma.

Miedo a los cincuenta

De modo que aquí estoy, en el balneario, con Molly, encarando mi quincuagésimo cumpleaños y sintiéndome espantosamente deprimida. Ya nunca volveré a ser la persona más joven de la habitación, ni la más guapa. Nunca seré Madonna, o Tina Brown, o Julia Roberts. Durante años ésos fueron mis valores -tanto si lo admitía ante mí misma como si no-, pero ya no me puedo aferrar a tales valores.

Todos los años me asalta otra cosecha de bellezas en las calles de Nueva York. Con la cintura más pequeña y el pelo más rubio, y dientes perfectos, con más energía para competir (y menos cinismo con respecto al mundo), el curso de 1994, o 1984,1974, reemplaza inexorablemente a mi curso: Barnard, 1963, ¡hay que ver! Más de treinta años desde que dejé la universidad. La mayoría de mis contemporáneos son grandpéres, como diría mi hija. Me enseñan fotos de bebés en las fiestas, los retoños de los retoños.

Al haber empezado tarde, todavía no tengo nietos, pero tengo un par de sobrinas nietas gateando por Líbano, Lausana y el condado de Litchfield. Las hijas de mi hermana mayor me llevan cada vez más cerca al estado de abuela. Ya soy de la generación de los mayores y no siempre estoy segura de que me guste. Lo que se pierde parece a veces más claro que lo que se gana.

La asombrosa energía de las mujeres después de la menopausia (prometida por Margaret Mead) está aquí, pero no está el optimismo para alimentarla. El mundo parece incluso más sujeto por la garra del materialismo y la apariencia. Imagen, imagen, imagen es todo lo que se ve. Y en cuanto imagen, me estoy volviendo decididamente borrosa.

¿Qué ha pasado con nuestros veinticinco años de protestas por no querer ser unas Barbies de plástico? ¿Qué ha sido de la rabia del psicoanálisis de los mitos de la belleza de Naomí Wolf, o de la violencia al celebrar que somos unas brujas de Germaine Greer, o de Gloria Steinem mostrándonos cómo aceptar graciosamente la edad y volverse por fin al propio interior?

¿Es toda nuestra angustia (y el intento de auto-transformación) algo más que un alimento para los programas de debate cuando la cultura de los jóvenes viene empujando de modo inexorable? ¿Somos algo más que una pandilla de tías mayores hablando entre ellas en una sauna, animándose entre ellas? Escribimos y hablamos y nos empolvamos, pero la obsesión por la novedad y la juventud {¿renacuajos?) no parece cambiar. El nuestro es un mundo de imágenes cambiantes de vídeo más reales y más potentes que las meras palabras. La edad de la televisión está aquí, y nosotros, los de las palabras, somos una reliquia de un pasado en el que la palabra podía cambiar el mundo porque todavía se escuchaban las palabras.

Ahora la imagen lo es todo. Y el tiempo de la imagen siempre es el AHORA. La historia ya no existe en este espectáculo de luz y sonido.

Ésos eran algunos de mis pensamientos cuando me movía por el balneario de las Berkshires con Molly, haciendo ejercicios de aerobic, aqua-trimming, marcha y demás rituales para ponerse en forma, y evitando mi propia imagen en el espejo. Molly me arrancaba de la cama para cada clase y perdí los mismos pocos kilos que siempre pierdo (y vuelvo a ganar), bebía agua, se me abrieron los poros y me sentí recuperada; pero la melancolía todavía no desaparecía. (Encaraba la eterna cuestión: ¿estirarme la piel o no, antes de la gira del próximo libro?)

Peor que mi desesperación por mi inevitable declive físico (y si me «adaptaba» a él o no) era mi desesperación por el pesimismo de la edad madura. Nunca más, pensé, entraría en una habitación y conocería a un hombre delicioso que me cambiaría la vida. Recordaba que las aventuras más locas empezaban con un brillo en la mirada y una oleada de adrenalina, y la excitación a la que llevaban inevitablemente. Al evitar la excitación y abrazar la estabilidad, al repudiar mi tendencia a tirar mi vida por la borda cada siete años, también me había calmado. Quería contemplación, no aburrimiento; sabiduría, no desesperación; serenidad, no parálisis. La energía sexual a la que siempre he recurrido para el siguiente libro, lo aventurero de una vida que nunca se asentaba, había empezado a parecerme imprudente y alocado a los cincuenta años. Por fin me había «instalado» para cultivar mi jardín. Ahora lo único que necesitaba hacer era imaginar dónde estaba mi jardín y qué cultivar en él.

Porque ése, después de todo, es el problema, ¿verdad? Una nunca puede «prepararse» de verdad para la mortalidad y la muerte, aunque pueda operarse la papada y las bolsas de los ojos. Una puede tener un aspecto brillante, pero en la vida siempre hay cicatrices. El verdadero problema tiene que ver con cómo crecer hacia dentro en una sociedad que crece inexorablemente en otra dirección, cómo alimentar la espiritualidad en medio del materialismo, cómo marchar al ritmo del propio tambor cuando el rock alternativo, el rap y el hip-hop te ahogan.