– ¿Se puede saber qué quieres ahora? -susurró-. Ya te he dado lo que me pediste.
Ursula salió al pasillo.
– Te tengo cogido por los huevos, gilipollas. -Susurró también ella-. No sabes qué ganas tengo de contarles a mis padres o a los demás vecinos lo chungo que eres. Estoy segura de que ni siquiera la señorita King sabe realmente cómo eres…
– ¿Qué quieres? -la cortó Cillian.
Sabía que después de la amenaza llegaría el chantaje.
La niña dudó. Posiblemente no lo había pensado.
– Una película porno. -Fue lo primero que se le pasó por la cabeza. Hasta ella misma se sorprendió, pero la situación no daba para reconsideraciones de última hora.
Cillian no cuestionó la elección.
– ¿Sólo eso?
Ursula fue rápida:
– Sólo eso de momento.
El pacto estaba cerrado.
– Vale, ahora vete a la cama.
Todo había sido muy rápido y aparentemente fácil. Ursula quiso asegurarse de que no le estaba engañando.
– Pero que se vea todo.
– Ya lo he entendido.
Sin más, la niña desapareció dentro del piso y cerró la puerta. Cillian se quedó solo en el pasillo. Miró a un lado y a otro. Nadie más parecía haberse enterado de ese peculiar encuentro.
«Si sobrevivo, tengo que tomar medidas», se dijo a sí mismo.
Y por fin se dirigió hacia los ascensores.
Abrió la puerta de la azotea a las 4.45 de la madrugada. En camiseta y pijama, el frío era insufrible. Otra vez se había depositado un ligero manto de nieve sobre el techo del edificio. Cillian caminó a paso rápido hasta la barandilla. Esta vez no contempló el panorama. Miró directamente abajo. El coche rojo estaba unos diez metros a su derecha. Caminó hasta llegar a la altura del coche. Entonces se subió a la barandilla y aguantó el equilibrio. Se quedó agachado hasta tomar la decisión definitiva.
«Razones para volver a la cama.» Llegaron rápidas, sin orden de importancia: «Hace frío, tengo un buen trabajo, he encontrado algo que puede hacer sufrir a Clara, no es serio morir con la bolsa de la ropa sucia».
Con la excepción de la carta de la abuela, eran prácticamente las mismas razones de la madrugada anterior. Así pues, todo el peso recaía en el descubrimiento que había hecho esa noche.
«Razones para saltar.» También llegaron rápidas, y fueron más numerosas: «Puedo dejar la mochila aquí y saltar sin ella, el trabajo es sólo un trabajo, la carta no vale nada, sigo sin progresar con Clara, no veré nunca más a esa niña, mi madre merece sufrir».
Miró los dos platos de la balanza. Y entonces ocurrió algo nuevo: una de las razones para saltar pasó al otro plato. La niña del 8B a pesar de ser un incordio, se convirtió en un motivo más para quedarse. Pensó que no podía irse sin antes hacerle algo a ese pequeño monstruo. Esa cría merecía sufrir más que su madre. El mero pensamiento de que eso pudiera ocurrir le animó lo suficiente para que echara la pierna derecha hacia atrás y volviera a la azotea.
Como la vida le había demostrado en el pasado, a menudo las razones para vivir llegaban de la forma más inesperada. Al final, la intromisión matutina de Ursula había sido para bien.
Subió a la garita a las 6.30 de la mañana, perfectamente arreglado, con su uniforme, listo para un nuevo día de trabajo. El edificio aún tardaría unos quince minutos en despertarse. Aprovechó ese tiempo para planear la estrategia que seguiría en las próximas veinticuatro horas. Después de la ducha en su estudio, ése era el momento del día en el que se sentía más sereno y positivo. Tenía que aprovecharlo.
Lo que no podía suceder era que Ursula le distrajera de su actual y verdadero objetivo; Ursula -eso Cillian lo tenía claro- no era más que una simple distracción, por muy placentera que ésta pudiera llegar a ser. Clara, en cambio, representaba el verdadero desafío. Hasta entonces había respondido a todos sus ataques poniendo buena cara y una sonrisa. A pesar de todos sus intentos ni siquiera había conseguido rayar la superficie de la constante felicidad de esa chica. El placer que le proporcionaría una sola victoria con ella no podría compararse ni con diez desgracias seguidas de Ursula.
La carta de la abuela volvía a cobrar interés. Debía seguir esa pista.
Animado, apuntó en su libreta negra la hora a la que había llegado a casa de Clara la noche anterior. Pero el edificio ya se despertaba. Se ajustó la gorra y saludó con una sonrisa a los primeros vecinos.
– Buenos días, señora Norman.
– Buenos días, Cillian.
La señora Norman parecía más triste y callada de lo habitual. Era ciclotímica, solía darle un bajón después de unos días de euforia.
– ¿Va todo bien?
La mujer tardó en contestar, como si estuviera buscando una justificación.
– No mucho. Barbara y Celine han estado mal de la tripita y… hemos pasado todas una mala noche.
Pero Cillian intuía que no se trataba sólo de eso. Imaginó cuál podía ser la verdadera razón de su malestar y hurgó en la herida.
– ¿Se le hizo muy tarde anoche?
La señora Norman no entendió la pregunta a la primera.
– Me refiero a la fiesta -aclaró Cillian-. ¿Se quedó hasta muy tarde?
– Ah, no… Estaba cansada -replicó ella, evasiva.
Demasiado evasiva. Cillian supo que iba por el buen camino.
– ¿Había mucha gente?
– Bueno… sí. Lo normal en estos actos -logró decir la anciana.
– Ayer pasé delante del hotel a eso de las diez -se inventó Cillian. La señora Norman se puso tensa-. Creo que vi a una estrella de cine, porque había muchos fotógrafos a su alrededor.
– ¿Quién era? -preguntó ingenuamente la señora Norman.
– Esperaba que me lo dijera usted. Seguro que la vio. Llevaba un vestido rojo con un escote tremendo a pesar del frío.
La señora Norman vaciló.
– Sí, sí… Ahora que lo dices… vi a una chica vestida así… de lejos, claro… -Y entonces encontró una manera de salir del apuro-: Pero soy demasiado mayor para saber quién era. En cuanto a cine, me temo que me he quedado en los tiempos de Paul Newman.
Cillian sonrió. Sus sospechas se confirmaban.
– ¿Y qué tal el bufet? ¿Quién se encargaba del catering?
La mujer empezaba a agobiarse. Empujó el carrito hacia la puerta de la calle, pero Cillian se interponía en su camino.
– No… no me acuerdo, Cillian. No me fijé. Creo que Aretha necesita salir cuanto antes…
Pero Cillian hizo como si no hubiera oído la última frase:
– Es que vi dos camiones con el logotipo de Dean & De Luca y pensé que tal vez…
– ¿De Luca? -La anciana reflexionó unos instantes-. Ah, sí, qué tonta, claro que sí. Un bufet delicioso.
Estaba claro que la señora Norman no había ido a ninguna fiesta. Cillian soltó entonces su artillería pesada:
– Es usted muy afortunada de tener tanta vida social, señora Norman. En cambio el vecino del 2D me da mucha, mucha pena… Está siempre solo en la cafetería de la esquina; sin amigos, sin nadie. Qué triste, de verdad. No sé qué sentido tiene su vida, francamente. -Hizo una pausa para ver qué cara ponía la anciana-. Tal vez debería decirle que hable con usted para que le introduzca en su círculo de amigos… ¿Qué le parece?
Al principio la señora Norman sacudió la cabeza, algo tocada por las palabras de Cillian. Pero después salió del paso con la teoría de que el señor Samuelson se encontraría fuera de lugar en los círculos que ella frecuentaba. La sorpresa llegó cuando la anciana le prometió que invitaría al vecino del 2D a tomar un café o a ir al cine con ella.
Sin habérselo propuesto, Cillian estaba arreglando la vida de dos viejos tristes del edificio. Y no era precisamente ese su objetivo. Además, veía que la señora Norman se estaba animando ante esa perspectiva. Decidió cambiar de tema de inmediato.
– Por cierto, ¿se sabe algo de Elvis?