La anciana Norman volvió a hundirse en su tristeza. Era un tema muy doloroso. Negó lentamente con la cabeza.
– ¿Cuánto hace ya? -insistió Cillian.
– Este jueves hará tres semanas.
– ¿Y no la han llamado de la perrera municipal ni nada?
La señora Norman replicó que no sabía nada de su perro desde el día en que se perdió en el parque.
– No pierda la esperanza -la animó Cillian-. Con la medallita que lleva colgada al cuello, tarde o temprano alguien lo encontrará y la llamará.
– Dios te oiga -consiguió decir la anciana; tenía los ojos húmedos-. Es muy duro soportar esta incertidumbre.
Cillian le abrió la puerta con una sonrisa. La señora Norman salió a la calle con su cochecito y las tres perras. Cillian miró el avance del triste convoy en un frío inclemente. Las tres perras no habían recorrido ni diez metros y ya estaban defecando a la vez en la acera. Observó divertido el desespero de la señora Norman intentando recoger los excrementos medio líquidos de sus mascotas.
El día se había enderezado, pensó; prometía. Pero esperaba con cierto recelo la salida de Ursula.
Las puertas del ascensor se abrieron a las 7.28. Primero salió el padre, luego el niño, medio dormido como siempre, y finalmente la niña con su pastelillo de chocolate. Ursula caminaba despacio, con aire triunfal, sin apartar la mirada de Cillian. A medio camino entre la puerta y el ascensor, sonrió y se detuvo.
– Papá, tengo que decirte una cosa -soltó.
Su padre y su hermano se volvieron. Cillian permanecía inmóvil, a merced de la voluntad de la pequeña.
– ¿Qué pasa? -preguntó el padre.
– Es algo que tiene que ver con Cillian -dijo Ursula en un tono serio, sin dejar de mirarlo con su sonrisa maligna.
El padre, perplejo, miró al portero, quien consiguió mantener la calma. Cillian sacudió la cabeza; no tenía ni idea de lo que iba a ocurrir, y esa falta de control le exasperaba mucho más de lo que Ursula imaginaba.
La niña había conseguido crear mucha expectación. Prolongó su silencio al máximo, para ofrecer más teatralidad a la situación, y por fin dijo:
– Papá, creo que deberías darle una propina.
El padre volvió a mirar a Cillian, quien esta vez no pudo ocultar su sorpresa. ¿Por dónde saldría esa maldita niña?
– Ayer, cuando volvía a casa, unos niños me molestaron… -se inventó Ursula-. Y Cillian salió en mi defensa y les hizo huir.
– Por Dios, Ursula -intervino Cillian antes de que el padre pudiera decir nada-. Eso lo habría hecho cualquiera; no merece ninguna propina, cariño. -Sonrió al padre-. No se preocupe, no era nada grave… sólo unos gamberros que no habrían hecho nada. Salí a la calle y, al verme, se fueron.
– Pero Cillian me defendió como un héroe -siguió Ursula. Por dentro, sin duda, se reía del mal rato que le había hecho pasar.
Cillian aprovechó para enviarle un mensaje encriptado:
– Verás que ya no te molestarán más. Pero tú ten cuidado y no te metas en líos… No siempre habrá alguien para socorrerte.
– Pues muchas gracias, Cillian -intervino el padre, algo incómodo.
El portero sacudió la cabeza, quitando importancia al asunto. Ursula, admirada en cierto modo por cómo Cillian había salido de la situación, le sonrió.
– ¡Venga, niños, que llegamos tarde, como siempre! -cortó el padre.
Los tres se dirigieron hacia la puerta. Cillian se adelantó a los hechos y se agachó para coger el trapo y el cuenco. Y no fue en vano. Ursula, antes de salir, tiró el pastelillo de chocolate al suelo y lo pisó. Dejó sus huellas en el vestíbulo. Era su forma de decir que el chantaje seguía en pie. En cuanto a la amenaza de Cillian… o no le había llegado o no se la había tomado en serio. Tonta o valiente, la pequeña era un incordio.
Volvía con su desayuno a las 8.15 cuando a través del cristal vio que Clara estaba ya en el vestíbulo. Se precipitó al interior, como si le fuera la vida en ver salir a su vecina preferida.
– Buenos días, Cillian -le saludó Clara, con una sonrisa radiante.
– Buenos días, señorita King. ¿Ha dormido bien?
Clara, como de costumbre, estaba ajustándose el gorro y abrigándose bien antes de salir.
– Llámame Clara, por favor, ya te lo he dicho otras veces. Estos formalismos no son necesarios.
Pero sí lo eran.
– Si no le molesta, prefiero seguir así. Me ayuda en mi trabajo.
A Clara le hizo gracia la respuesta tan seria del portero; sonrió.
– Como quiera, pues, señor Cillian.
– ¿Ha dormido bien? -volvió a preguntar él.
– Como una marmota.
– Parece cansada.
Clara sonrió.
– ¿Tan mal me he maquillado?
No había forma de averiguar si tenía alguna idea sobre la razón de su sueño profundo.
Por fin acabó de abrigarse.
– Bueno, ya estoy. Menudo frío hace.
– Ayer estuve en su piso -comentó Cillian-. Fui a echar un vistazo al fregadero. Desmonté el tubo pero no encontré nada. Tiene que haber algo atascado más abajo -sentenció-. Si le parece, volveré esta tarde con un ácido desatascador.
– Oh, sí, te lo agradecería mucho. -Se miró instintivamente la muñeca para ver qué hora era y, otra vez, no llevaba reloj-. ¿Puedes decirme qué hora es?
– Las ocho y cuarto -contestó Cillian sin necesidad de comprobarlo-. ¿Qué ha pasado con su reloj?
Clara abrió los brazos.
– No tengo ni idea, llevo dos días sin él; a saber dónde me lo he dejado. -Volvió a sonreír-. Bueno, tarde o temprano aparecerá en el sitio menos pensado.
– Esperemos -dijo Cillian en un tono más grave.
Clara le guiñó el ojo y salió a la calle. No se dio de bruces con la asistenta latina por una fracción de segundo.
La mujer, aún resentida por la falta de ayuda del día anterior, cruzó el vestíbulo sin saludar a Cillian. Sin embargo, parecía más calmada y serena. Probablemente había dado por perdido el colgante; lo había asumido. Cillian esperó a que llamara al ascensor y, cuando estaba a punto de entrar, reclamó su atención.
– Es posible que tenga algo que le pertenece.
La asistenta saltó fuera del ascensor con los ojos muy abiertos, febriles.
Cillian avanzó despacio hacia la mesa de su garita. Le vino a la mente aquello que alguien dijo de que el recuerdo de un momento feliz es un dulce recuerdo, pero siempre y sólo un recuerdo, mientras que el recuerdo de un momento triste es puro y presente dolor. Era cierto; lo había comprobado. Abrió el cajón de la mesita y extrajo unos panfletos publicitarios.
– Ayer olvidé dejarlos en el buzón.
El rostro de la asistenta pasó de la esperanza al desconsuelo en un instante.
– Por cierto -continuó Cillian mientras le entregaba la publicidad-, ¿ha encontrado su colgante?
La asistenta negó, seria.
– Espero que no fuera de mucho valor. -La mujer volvió a negar con la cabeza-. Pero tal vez tenía un valor sentimental, ¿verdad? -No esperó respuesta-. Qué pena. Y qué rabia tiene que darle. Seguro que se le habrá perdido de la forma más tonta y estará quién sabe dónde…
La asistenta le miró a los ojos en un intento de averiguar las razones de esa actitud. Cillian se calló de inmediato. Le dio la sensación de que le había leído la mente y no le pareció oportuno seguir. Cambió de registro.
– Preguntaré a todos los vecinos, descuide, tal vez alguno lo haya encontrado. A ver si tenemos suerte -dijo en su tono más amable.
La criada le arrebató la publicidad de la mano y se metió en el ascensor.
A las 11.30 estaba en el cuarto de lavadoras haciendo la colada. Era una hora tranquila. El cartero ya había entregado el correo y no había mucho paso de vecinos. Sacó de la mochila la ropa sucia que había recogido en el piso de Clara. Antes de meter los vaqueros en la lavadora, vació los bolsillos y encontró los dos condones que había metido el día anterior; sin utilizar.