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– Deberías estar en la garita. Aún no es tu hora de descanso.

El vecino del 10B le miraba serio. Cillian cerró la puerta de la lavadora y la puso en marcha.

– Ahora subo. Sólo he bajado para poner una lavadora. No tardo más de cinco minu…

El otro no le dejó acabar la frase.

– Quiero que vengas conmigo… a la azotea.

La preocupación surcó el rostro de Cillian, pero enseguida recuperó su cara de palo. Sabía que no podría librarse de ese pesado, pero al menos intentaría ponérselo complicado.

– Ahora no puedo. Debo quedarme en el vestíbulo, tengo que cumplir un horario.

El vecino del 10B resopló, molesto.

– ¿Ahora resulta que te preocupa tu horario?

Cillian abrió los brazos como si no entendiera a qué venía ese comentario.

Subieron juntos en el ascensor, en un silencio incómodo.

Cuando el ascensor llegó a la duodécima planta, el vecino del 10B dijo algo inquietante:

– No vienes mucho por aquí, ¿verdad?

El hombre enfiló el último tramo de escaleras. Cillian le seguía; mil preguntas bullían en su cabeza: ¿qué había querido decir con ese comentario?, ¿tenía un tono irónico o iba en serio? La cabeza le daba vueltas… ¿Qué error había podido cometer para que se enteraran de sus visitas nocturnas a la azotea?

Cuando la puerta se abrió, la respuesta fue evidente e inmediata: sus huellas. Nunca había subido a la azotea durante el día, y no se había dado cuenta de que allí arriba la nieve no se deshacía. Las huellas de sus pies desnudos resaltaban en la alfombra blanca. Iban de la puerta a la barandilla y regresaban.

– ¿Qué haces ahí embobado? ¡Ven aquí! -gritó el del 10B.

Cillian dio un brinco. El vecino no estaba mirando las huellas, sino que se dirigía en la dirección opuesta, detrás del tanque del agua. Cillian le siguió perplejo.

Llegaron a una zona donde había varias macetas con plantas bajo un techado de madera. Algunas estaban cubiertas por una tela blanca, el resto no tenía protección.

El vecino del 10B miró primero las plantas y luego a Cillian. El portero, por su lado, hizo lo propio: miró primero las plantas y luego al vecino.

– ¿Qué pasa? -preguntó, sincero.

– No disimules conmigo, idiota. -El hombre estaba enfadado-. Recuerdo perfectamente que se te hizo mucho hincapié en este asunto.

Cillian seguía sin entender, y eso aún calentó más al otro.

– Tenías que cubrir las plantas, todas las plantas, con la tela térmica. -Señaló las plantas-. Mira las dipladenias.

Cillian las miró.

– Todas muertas. Todas. Por tu negligencia, idiota -le acusó el vecino-. ¿Sabes cuánto cuestan?

– ¿Tan feas y encima son caras? -repuso Cillian con voz calma y firme.

Aquella fue la gota que colmó el vaso.

– ¡No me tomes el pelo, capullo! Ya verás cuando los vecinos reciban el informe del coste de tu cagada… -El río se había desbordado-. No llevas ni dos meses aquí y ya te he pillado más de un vez durmiendo en horario de trabajo, abandonas la garita cuando quieres, respondes mal y… -Se interrumpió, se dio cuenta de que Cillian le miraba impasible, asentía con la cabeza pero estaba claro que nada de lo que dijera podía afectarle-. Bien, muy bien… como quieras, listillo. No creo que vayas a durar mucho en tu puesto, francamente. Me ocuparé de hablar con el administrador.

El del 10B se encaminó hacia la puerta más malhumorado que cuando subió.

– Que tenga un buen día -dijo Cillian a modo de despedida.

Pero el cascarrabias no contestó. Cerró la puerta con fuerza.

Cillian dejó las plantas y se acercó a las huellas. Estaba claro que alguien se había subido a la barandilla. Cualquiera con dos dedos de frente podía hacerse una idea aproximada de lo que había ocurrido allí. «Tengo que tomar medidas», se dijo.

Cuando volvió a la garita faltaba poco más de media hora para la pausa del almuerzo. El vecino del 10B ya le había soltado su amenaza diaria, así que decidió dedicar esa media ahora a sus cosas.

Tenía algunos recados que hacer, como pasar por el videoclub y por la tienda de cosméticos. Esto último le fastidiaba. De hecho, cambiaba continuamente de tienda porque no aguantaba las miradas inquisidoras de las dependientas mientras compraba su carísimo desodorante inodoro y los frascos de quitaesmalte.

Esta vez fue a una tienda que se hallaba cerca de allí, en Park Avenue. Compró dos frascos de quitaesmalte y cuatro desodorantes. Así no tendría que pasar por esa incómoda experiencia hasta al cabo de varias semanas.

Regresó al edificio a tiempo para empezar la pausa del almuerzo, que ese día, por primera vez y de forma excepcional, no transcurriría en la garita.

Pero antes subió a la sexta planta para pedir prestado al signor Giovanni el ordenador portátil de su hijo.

La señora le saludó desde la cocina, con las manos sucias de harina.

– ¿Un café, Cillian?

El padre no tuvo ningún problema en acceder a su petición. Incluso se alegró. De hecho, era la primera vez que Cillian aceptaba un favor de los Lorenzo, que por fin podían demostrar algo de su sincero agradecimiento hacia él.

El portátil estaba en la habitación de Alessandro.

– Total, él ya no lo utiliza -dijo el signor Giovanni, que hablaba de su hijo, también en su presencia, como si fuera un vegetal.

Daba la impresión de que para el viejo ese esqueleto humano era un ser que nada tenía que ver con el hijo que había tenido.

– ¿Seguro que no te importa? -preguntó Cillian al chico que le observaba, rígido desde la cama.

El signor Giovanni se rió de la pregunta; para él, visto el estado del chaval, no tenía ningún sentido.

Alessandro mantuvo la mirada y después le guiñó el ojo derecho. Un gesto que el padre consideró una reacción refleja e involuntaria y que Cillian, por el contrario, supo interpretar correctamente. Alessandro estaba al tanto de sus actividades por el edificio porque el mismo Cillian se las contaba. «¿Qué demonios vas a hacer ahora con mi ordenador?», le estaba preguntando irónico Alessandro con esa mueca.

– Ya te contaré -le contestó Cillian devolviéndole el guiño-. Nos vemos esta tarde… Prepárate: haremos sesión doble.

Alessandro esbozó un amago de sonrisa. Sesión doble significaba que Cillian tenía muchas cosas que contarle, muchos planes que compartir.

Los Lorenzo le invitaron a quedarse a comer, pero Cillian tenía demasiadas cosas que hacer.

– Tú no paras nunca -sonrió el signor Giovanni.

Efectivamente, Cillian no paraba nunca.

En su estudio, mientras comía su habitual bocadillo, se conectó a internet. En la pantalla del ordenador apareció el perfil de Clara King de Facebook. En la foto, como no podía ser de otra forma, la pelirroja sonreía a la cámara, alegre, despreocupada. Su perfil no era público. Imágenes, vídeos, informaciones personales estaban estrictamente reservadas para los amigos aceptados. No se podía sacar gran cosa.

Cillian tenía a su lado la fotografía que había cogido la noche anterior en casa de Clara. En el reverso estaban los nombres de las compañeras de instituto: Danielle Schleif, Pamela Mac Closkey, María Aurelia Rodríguez y Clara.

Tecleó en la pestaña de búsqueda de la red social el nombre de la primera y apareció el perfil de Danielle Schleif, una chica rubia y menuda. Era profesora de lenguas y vivía en Brooklyn. Algunas informaciones sobre su vida eran accesibles a todo el mundo. En su listado de amigos aparecía la foto de Clara.

Tecleó entonces el nombre de Pamela Mac Closkey y aparecieron cuatro perfiles, cuatro mujeres con el mismo nombre. Descartó dos: una señora obesa que aparentaba unos cincuenta años, y el perfil de una niña. Las otras dos mujeres podían encajar por edad, pero ninguna de ellas se parecía a la Pamela adolescente de la foto. En ninguno de los dos listados de amigos figuraba el perfil de Clara. Y lo que más le extrañó era que las dos vivían en Europa, la primera en Edimburgo y la segunda en Londres, y en ninguna de las dos aparecían amistades en Estados Unidos. Cillian volvió a observar la foto del instituto, y volvió a examinar los perfiles en Facebook. Tuvo una intuición. Si alguien se parecía a la amiga de Clara era la niña que Cillian había descartado al principio. Entró en su perfil. No había indicaciones de dónde residía, pero en el listado de sus amistades figuraban Clara y también Danielle. Lo entendió. Pamela jugaba a ser original y había puesto en su perfil una foto de cuando era pequeña. «Vaya estupidez», pensó. Aun así había dado con la segunda amiga.