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– Me he pasado toda la tarde escribiéndole…

Cillian pensó que cuando subiera a la azotea tendría una nueva razón que depositar en el plato de los motivos para volver a la cama:

«Tengo muchos correos de Clara en el buzón de Aurelia Rodríguez», se dijo.

– ¿Tú qué crees? De todo: de mí, de mi trabajo, de ti, de los amigos… de todo. Ahora vive en México, en DF… -Pausa. Probablemente su novio la había interrumpido-. Pues si aburro no te lo cuento, idiota.

Cillian no se aburría, al contrario, pero una vez más la conversación allí arriba había dado un giro brusco hacia ese tono intrascendente que tanto les gustaba a Clara y a su chico. Esta vez no le importó. Con lo que había escuchado se daba por satisfecho.

– Bueno… ¿y tú que has hecho hoy? Oigo suspiros… ¿seguro que estás solo?

Habían dejado de hablar de lo que le interesaba. Cillian desconectó y aguardó a que llegara su momento.

Y no tardó. Después de un breve intercambio de bromas y tonterías propias de una pareja, Clara adoptó un tono tierno y algo melancólico. Cillian, abajo, anticipó mentalmente la despedida: «Te quiero. Te quiero muchísimo, cariño». Y arriba, unas décimas de segundo después, Clara repitió:

– Te quiero. Te quiero muchísimo, cariño.

Colgó.

Diez minutos más tarde la habitación estaba sumergida en la oscuridad. La respiración de Clara era profunda y lenta. El momento había llegado. Cillian se deslizó despacio de debajo de la cama. Se levantó a su lado. Llevaba la mascarilla puesta y el algodón, empapado de cloroformo, en la mano.

Le acercó el algodón a la nariz. Una acción mecánica, repetida noche tras noche, durante muchos días. Pero esta vez la reacción fue otra.

Al contacto con el algodón, Clara dio un respingo, levantó el busto y giró la cabeza hacia él. Quedó cara a cara con Cillian; con los ojos abiertos, mirándole.

El portero echó instintivamente la cabeza hacia atrás, como para alejarse de ella, pero sin dejar de presionarle la nariz con el algodón. Notó cómo el corazón daba dos violentos e irregulares latidos. La saliva se le fue por el otro lado. Luchó por retener la tos.

Un segundo. No más. Después Clara se desplomó como una piedra sobre la cama; la mano de Cillian seguía pegada a su cara.

Por fin liberó la tos reprimida. Su corazón latía enloquecido. Le ocurría cada vez que perdía el control de la situación. De hecho, sus peores pesadillas eran así. Su mente recreaba situaciones en las que dejaba de ser el titiritero y vivía a merced de otros. Situaciones de lo más cotidianas, como cuando se encontraba en un taxi y, de pronto, el conductor no le llevaba por donde él quería, aunque golpeara el cristal de separación o intentara abrir las puertas bloqueadas del vehículo. En otra pesadilla, menos recurrente pero más molesta, volvía a su estudio y se encontraba a su madre, a familiares y a extraños que le habían organizado una fiesta sorpresa. Siempre se despertaba empapado en sudor y con el corazón en la garganta.

En ese momento estaba viviendo una de sus pesadillas en el mundo real. Dejó de presionar la nariz de Clara. Tocó a la chica con la punta del dedo. Con delicadeza, en el hombro. Volvió a hacerlo, con más intensidad. Seguía dormida. Entonces la sacudió con fuerza. La levantó y la dejó caer en la cama. No reaccionaba. Estaba profundamente dormida.

Se sentó a su lado. Miró, perplejo, el frasco de cloroformo. Algo no había funcionado. Era el mismo frasco que había utilizado la noche anterior, por lo que la dosis era la adecuada. Pensó, agobiado, que tal vez el organismo de Clara se estaba acostumbrando al narcótico.

– No me hagas esto, pequeña -le susurró al oído; escuchar su voz le tranquilizaba-. No me hagas cambiar de anestésico, por favor. -Cerró el frasco y se quitó la mascarilla-. No sabes lo mal que me sentaría dejarlo. -Sobre todo por los efectos colaterales. Cillian sabía que la ingesta continuada del narcótico podía provocar daños en el hígado y los riñones, por no hablar de la sospecha de que fuera una sustancia cancerígena-. No me hagas esto, Clara…

Pensó que Clara llevaba más de tres semanas inhalando esa sustancia todos los días, fines de semana excluidos. Se serenó al pensar que, de todas formas, algún tipo de deterioro había tenido que producirse ya en el organismo de la chica.

Respiró hondo. El corazón recuperaba poco a poco su ritmo normal. Resopló y volvió debajo de la cama para esconder sus cosas y coser el agujero.

Necesitaba animarse y olvidar el mal momento que acababa de vivir. Regresó al salón dispuesto a sumergirse en su habitual violación de la privacidad de Clara.

Sacó del cajón el álbum de fotos y la caja de cartas. Se sirvió pollo a la plancha con patatas, y reemprendió su atento análisis desde la marca que había dejado la noche anterior.

El álbum era tan caótico como el cuarto de invitados de Clara. Un cajón de sastre de imágenes que se sucedían sin vínculos temáticos o temporales. Una foto que mostraba a Clara de niña junto a otros amiguitos en una granja atrajo su atención: era la única foto que veía en la que la niña no sonreía. Al contrario que los otros niños, emocionados al verse rodeados de cabritillas, la pequeña Clara parecía mirar alrededor con desconfianza.

Cillian volvió a inspeccionar rápido el álbum, página tras página. Encontró otra foto en la que Clara tenía una expresión similar. Estaba al lado de una niña también pelirroja y algo mayor que ella. La que con todas probabilidades era su hermana enseñaba a la cámara un gatito. Clara se mantenía algo apartada, con la mirada puesta en el felino.

Unas cabras, un gato y un factor común: la ausencia de sonrisa. De repente, del baúl de sus recuerdos, una anécdota que había permanecido adormecida en su cabeza salió a la luz.

«Hola… Perdona pero no recuerdo tu nombre…» Clara se le había presentado de esa manera una mañana en el vestíbulo, con su pelo rojo cuidadosamente despeinado y sus ojos llenos de vida. A Cillian le bastaron esos segundos para sentir un sano desprecio hacia esa desconocida y el deseo animal de borrarle de la cara, con un puñetazo, esa expresión de felicidad. «Cillian, me llamo Cillian, soy el nuevo portero. ¿Y usted es la señorita…?» «Clara. Clara King del 8A. Bueno, Cillian, bienvenido al edificio y… siento mucho empezar así, pero tengo que pedirte un favor…» Entonces, durante un instante, una expresión de angustia había surcado el rostro de Clara, pero Cillian no había sabido ponderarla adecuadamente porque no conocía a la joven. «Lo que sea», había contestado él. Esa misma mañana entró por primera vez en el 8A, pero lo hizo de forma totalmente ortodoxa y socialmente aceptable: invitado por Clara. La paloma yacía sin vida en el alféizar de la ventana, hecha un ovillo de plumas grises y aparentemente malsanas. «Me la he encontrado allí esta mañana y… no soporto verla», se había disculpado la pelirroja, mostrando, otra vez, su inusual expresión de agobio. «Yo me hago cargo. ¿Tiene una bolsa de basura?» Mientras la chica había ido a la cocina, Cillian había aprovechado para mirar alrededor, inspeccionar ese lugar acogedor; no sabía aún el vínculo que acabaría teniendo con él y su dueña. Los colores del mobiliario confirmaron esa sensación de repulsa que había sentido por la joven.

No fue necesario seguir rememorando. Dejó el baúl de los recuerdos y se centró en el presente.

– ¿No te gustan los animales? -le preguntó, en voz alta, como si ella pudiera oírle.

Le vino entonces a la cabeza otro detalle de una anterior inspección en el 8A. Se levantó como un resorte y fue a la cocina. Abrió el armario de debajo del fregadero. Había muchos productos de limpieza para la casa. Cada uno con una función específica. Pero lo que llamaba la atención era que hubiese varios botes de insecticida. Uno para hormigas. Otro para moscas y mosquitos. Otro para polillas.