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«Querida Clara. Me alegro mucho de que por fin nos hayamos reencontrado. Después de habernos puesto al día sobre nuestras vidas, tengo que confesarte que no he sido totalmente sincera contigo. En realidad, te contacté porque necesitaba compartir mi dolor con una amiga. Estoy mal, Clara. Estoy muy mal. Por eso te busqué.»

Le pareció que podía ser un buen inicio. Cerró el grifo y se envolvió en la toalla mientras se repetía esa parrafada para memorizarla.

«Mi queridísima, amadísima abuela acaba de morir. Pero el dolor por su ausencia no es nada en comparación con el sufrimiento que me provoca el no haber estado a su lado cuando ella más me necesitaba.»

Se sentó delante del portátil de Alessandro y empezó a escribir el mensaje que, bajo el alias de Aurelia Rodríguez, enviaría a Clara.

«Le he fallado, Clara, y no me lo perdonaré nunca. Ella se moría y yo no estaba a su lado. En el momento en que más me necesitaba, yo no estaba allí. La pobre, en su infinito amor y lejos de reprocharme nada, hasta se preocupó por mí. En su agonía, encontró la fuerza para dedicarme sus últimas palabras. Como última voluntad, pidió a los familiares que me hicieran llegar el mensaje de que me sentía cerca a pesar de la distancia, de que no me preocupara. Pero sé que no fue así, sé que mentía para que yo no sufriera lo que ahora estoy sufriendo. Sé que su muerte ha sido atrozmente triste porque su nieta preferida no estaba allí con ella.»

Desde luego no estaba escribiendo poesía. Cillian era consciente de ello. Lo único que pretendía era redactar una carta creíble, escrita por una chica lacerada por el dolor y que no tenía por qué estar dotada con un estilo literario exquisito. Ahora necesitaba un final emotivo, lastimero, que llegara directamente al corazón de Clara.

Entonces cometió el error de detenerse y volver a leerlo todo desde el principio. No estaba acostumbrado a escribir cartas, y mucho menos asumiendo el papel de una mujer. Lo que en el momento de su creación le pareció que tenía fuerza y sentido, ahora parecía bastante débil, demasiado directo y hasta pueril en algunos puntos.

Desanimado, borró el texto. Y, como siempre que surgía una dificultad, se cuestionó si la iniciativa en la que se había metido tenía, al fin y al cabo, sentido. Pero se había levantado animado y se reafirmó en su decisión enseguida.

– Sí, tiene sentido -se dijo en voz alta.

Y, para demostrárselo, releyó el mensaje que Clara había escrito el día anterior a su presunta amiga. Le contaba, con abundancia de detalles, cómo era su vida, que tenía un apartamento en el Upper East, que trabajaba en una consultoría independiente, que su hermana se había ido a vivir a Boston con su marido y los niños, pero que su madre seguía teniendo la casa en Connecticut. Le hablaba de su novio, Mark, un chico fantástico al que había conocido hacía un par de años en una fiesta. Habían conectado desde el principio, todo había sido muy rápido. Por desgracia, él trabajaba en San Francisco y se veían cada dos meses, una vez en la costa Oeste y otra en la costa Este. Todavía faltaban tres semanas para que pudiera abrazarle de nuevo.

Analizó fríamente el tono de Clara. No era muy distinto del estilo que estaba utilizando él. Se dijo que veía problemas donde no los había. Clara se tragaría cualquier cosa que Cillian le dijera a través del alias siempre y cuando le llegara al corazón.

Se olvidó de la forma y se centró en el objetivo del mensaje. Pretendía que Clara reviviera el dolor provocado por la muerte de su abuela y, ojalá, que naciera en ella un sentimiento de culpa por no haber estado con la madre de su madre en el momento final. Eso era lo único que debía tener en la cabeza.

Volvió a empezar, con otro enfoque: «Queridísima Clara…», daba sensación de más amistad. «Me alegro de corazón de que estés feliz con tu vida y con tu Mark. Es una pequeña alegría para mí en un período desafortunadamente muy duro. Te confieso que estoy pasando por el momento más triste de mi vida.» Tal vez era demasiado directo, pero pensó que sería más efectivo si empezaba atacando por el lado emocional. «En realidad, ésa es la razón por la que ayer busqué la forma de contactar contigo. Necesitaba encontrarte. Lo siento. No nos vemos desde hace más de quince años y de pronto irrumpo en tu vida y pretendo compartir mi dolor contigo…, pero necesito hablar con una vieja amiga y, aunque quizá te sorprendas, siempre te he considerado una figura muy importante, a pesar de la distancia y del largo tiempo de silencio.» Le pareció que de esa manera, reviviendo y resaltando el vínculo de amistad entre las dos, Clara podría vivir como propio el sufrimiento de Aurelia.

Miró el reloj. Las 6.40. El edificio empezaba a despertarse y él seguía prácticamente desnudo en su estudio.

«Mi abuela ha muerto, Clara. Y el dolor me ahoga. No sabes lo unidas que estábamos y el sufrimiento que su ausencia me provoca. Te he buscado porque recuerdo, cuando éramos niñas, que no pasaba un día sin que nos hablaras de tu abuelita.» Era una opción algo atrevida, de hecho Cillian no sabía de qué hablaban las niñas cuando iban a la escuela, pero de ser mínimamente cierta tenía todo el potencial para llegar al alma de Clara. «Creo que tu vínculo con ella era tan fuerte como el mío. Por eso creo que eres la única persona que puede entenderme de verdad. Mi abuela era, para mí, la persona más especial del mundo. Y ahora, querida amiga, es tan duro aceptar que no está…»

Subió a completar el mensaje en su garita. Pero antes abrió la cancela exterior y saludó a los primeros vecinos, como la señora Norman y sus achacosas chicas.

Tecleaba, absorto, con el portátil sobre su mesita, mientras los ascensores no paraban de bajar y subir. «Pero, Clara, te confieso que hay algo aún más desgarrador que el vacío causado por su pérdida.» Directo a por el sentido de culpa. «Algo aún más violento, insoportable, horrendo: la desesperación que me provoca el no haber estado a su lado cuando ella más me necesitaba. Mi amadísima, queridísima abuelita se estaba muriendo, Clara, y yo, su nieta preferida, no estuve con ella. Cada vez que cierro los ojos, imagino su mirada moribunda buscando en vano a su nieta entre los familiares que rodeaban la cama y… me cuesta respirar. Le fallé en el último momento y no tengo perdón.»

Levantó un momento la mirada del ordenador. El vestíbulo estaba desierto pero una mancha de pastel de chocolate recorría a lo largo de más de un metro el mármol de la pared. No le preocupó haberse perdido la salida de Ursula. Limpiaría después. Volvió a sumergirse en el mensaje.

«Lo sé y me maldigo. Imagino su rostro en los últimos instantes de su vida, esforzándose por tranquilizar a su desagradecida nieta, ocultando el dolor que mi ausencia le provocaba. Mientras la vida la abandonaba, encontró fuerzas para hablar de mí con otros familiares. Me transmitió que no me preocupara por no estar allí con ella, que me sentía cerca, que no sufriera… Mi pobre abuelita…»

Los ascensores seguían activos, soltando y acogiendo a los vecinos que entraban y salían del edificio. Cillian les saludaba con un movimiento automático de la cabeza, sin salir de su ensimismamiento. En ese momento no era Cillian el portero, sino Aurelia, la triste chica mexicana, y no podía permitirse distracciones.

«Pero sí sufro, porque no tengo perdón, Clara. Sería hipócrita si lo buscara. Necesito confesar mi culpa a una amiga. Dios mío, qué he…»

– ¡Creo que esta noche he soñado contigo!

Cillian, confuso, levantó la mirada y sus ojos se abrieron más de lo que quería. Clara, con un abrigo rojo sobre un jersey blanco, estaba delante de él, sonriente.

– Eh, tranquilo. No era un sueño erótico… -precisó, divertida, al ver la reacción de total asombro del portero.

Estaba alucinado. No se movía. No hablaba. En la pantalla del ordenador seguía el perfil de Aurelia y medio mensaje escrito. Clara no pudo impedir que su mirada se dirigiera curiosa al portátil un par de veces, pero, educada y respetuosa de la privacidad del portero, no hizo por mirar la pantalla.