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Caminó rápido por la azotea, intentando acortar el suplicio del contacto de sus pies desnudos con el suelo helado. Resbaló un par de veces antes de llegar a la barandilla.

De las chimeneas del edificio salían espesas volutas de humo.

Se agarró a uno de los postes metálicos que sostenían el tanque del agua y se alzó, sin dudarlo, sobre el borde. En precario equilibrio, se asomó al vacío. La calle, sesenta metros más abajo, estaba desierta. Ese pequeño trozo de la ciudad que nunca duerme aún estaba dormido. En la acera cubierta de nieve resaltaba un coche rojo aparcado exactamente debajo de Cillian.

Se quedó embobado mirando lo que le rodeaba. La enorme mancha oscura de Central Park dos calles más allá, en dirección oeste. A su izquierda, las luces del centro, perennemente encendidas. Las siluetas de los rascacielos más emblemáticos de la ciudad recortadas contra el cielo. La típica postal para turistas, pero siempre conseguía captar su atención.

Un golpe de viento hizo que perdiera el equilibrio y le devolvió a la realidad. Era el momento. No tenía sentido esperar más. Las manos y los pies, congelados, ya no ofrecían ninguna seguridad. Hacía demasiado frío incluso para alguien que iba a morir.

Empezó: «Razones para volver a la cama». Las primeras llegaron sin esfuerzo: «Hace frío, tengo un buen trabajo…». Le costó un poco dar con la tercera -siempre tenían que ser como mínimo tres-, «acabo de empezar con Clara…», y poco después incluso encontró una cuarta, «a mi madre le dará vergüenza reconocer mi cadáver, aplastado en la acera, en pijama, con la mochila de la colada…».

Dejó caer la mochila hacia atrás, en el suelo de la azotea. Con eso el problema de la ropa sucia quedaba solucionado.

Siguió: «Razones para saltar». Éstas solían llegar en tropeclass="underline" «Mi madre merece sufrir, el trabajo es sólo un trabajo, con Clara no estoy progresando, hace demasiado frío».

Podría haber seguido, pero ya era suficiente. La balanza se inclinaba claramente a un lado.

Soltó el poste del tanque del agua y abrió los brazos. Estaba decidido. Extendió la pierna derecha hacia delante, hacia el vacío. Se despidió de Central Park, del Empire State, de la azotea, de la nieve. Dio el gran paso.

El cuerpo se inclinó y una imagen se visualizó en su mente: el rostro sonriente de Clara, la chica pelirroja a cuyo lado se había despertado.

Cambio repentino de planes. Intentó recobrar el equilibrio. Echó el brazo derecho hacia atrás, para agarrarse de nuevo al poste metálico del tanque del agua, pero falló. Su cuerpo ya estaba demasiado inclinado hacia delante. La segunda pierna perdió apoyo. La caída hacia la acera empezó a la vez que lograba torcer el cuerpo y encararlo al edificio. Justo a tiempo para no fallar la segunda oportunidad: consiguió agarrarse a los barrotes de hierro de la barandilla. Su cuerpo frenó de golpe el recién empezado descenso.

Se quedó con las piernas suspendidas en el vacío. Agarrado a la vida sólo por las manos medio paralizadas por el frío. El rostro sonriente de Clara volvió a aparecer sin invitación delante de sus ojos. Halló la fuerza necesaria para levantar una pierna y apoyar el pie en la pequeña cornisa que rodeaba la terraza. Debía flexionar los brazos y alzar el cuerpo. Rebuscó en su memoria y atrapó un recuerdo: un momento en que la chica había sido muy feliz. Apretó los dientes, convirtió la rabia en energía. Hizo el último esfuerzo para darse impulso y volver al otro lado.

Se dejó caer en la azotea; exhausto, a salvo. La respiración, aceleradísima. La mirada, en el cielo gris. «Clara merece la pena.» En ese momento lo tuvo claro como nunca antes. Clara era una razón suficiente para seguir adelante.

De regreso en el ascensor, volvió a mirar su cuerpo. Tenía los pies morados por el frío. Sus manos, también enrojecidas, se agitaban por un involuntario e incontrolable temblor. Se había despellejado en la operación de autorrescate. El dedo anular de su mano derecha sangraba alrededor de la uña.

Todavía respiraba aceleradamente. En su rostro, aún colorado, destacaban los ojos: desorbitados, enloquecidos, pero inusitadamente vivos. El reencuentro con su reflejo, algo que sólo unos minutos antes le parecía de lo más improbable, le hizo esbozar una sonrisa.

Salió al elegante vestíbulo del edificio, donde se encontraba la garita del portero, aún vacía. Todo estaba silencioso y tranquilo. Le quedaba un tramo de escalera hasta las entrañas del edificio.

Abrió la puerta que conducía al sótano y, acompañado por el continuo retumbar de las calderas, bajó por una larga y estrecha escalera.

Avanzó por el pasillo del sótano. En el techo, un dédalo de tuberías procedentes de distintos sitios se encaminaban juntas hacia un punto común de encuentro.

Pasó frente al cuarto de las lavadoras del edificio, iluminado sólo por las lucecitas rojas de las máquinas en modalidad de espera. Franqueó luego la puerta de la sala de calderas, donde acababan introduciéndose todas las tuberías.

Su destino era la última puerta, al fondo del pasillo.

Entró en su estudio. La cama estaba intacta. Se trataba de un espacio de veinte metros cuadrados que, a pesar de sus reducidas dimensiones, estaba amueblado con gusto; resultaba incluso acogedor. El problema era la ausencia de luz natural y el techo. Lo surcaban dos ruidosas y antiestéticas tuberías que entraban desde el lavabo y desaparecían al otro lado de la pared, en la sala de calderas.

El espacio estaba idealmente dividido en dos ambientes. Por un lado, la cama individual y un armario de madera oscura; por el otro, un sofá de terciopelo marrón de dos plazas delante de un televisor, y una pequeña cocina compuesta por un fuego y una vieja nevera. El baño, frente a la puerta de entrada, era, en su simplicidad, un ejemplo de perfecto interiorismo práctico: en no más de dos metros cuadrados coexistían con dignidad un retrete, un lavabo y una ducha.

Se quitó rápidamente la ropa, aún fría por la excursión a la terraza, y se metió debajo de un chorro de agua hirviendo. Se frotó con fuerza el cuerpo y, por fin, se relajó. La angustia de la mañana había sido controlada y derrotada. La ducha era el mejor momento del día. Siempre lo era cuando conseguía alargar su vida otras veinticuatro horas.

Seguramente ninguno de los vecinos del edificio era consciente de lo que ocurría en la cabeza de Cillian cada madrugada. Un ritual que venía repitiéndose en diferentes escenarios desde mucho antes de que se mudara a vivir allí. De hecho llevaba jugando a la ruleta rusa desde los diecisiete años. Cada mañana decidía si merecía la pena vivir un día más.

Desde los diecisiete años, el único consuelo que lo impulsaba cada día a levantarse era que en cualquier momento podía acabar consigo mismo. Su futuro se limitaba a sólo veinticuatro horas, a la continua búsqueda de razones por las que merecía la pena empezar una nueva cuenta atrás. Tenía muy claro que si la vida le hubiera resultado demasiado angustiosa, demasiado vacía, simplemente demasiado, habría cortado por lo sano. Y no habría habido más angustia, más vacío, más nada. Dependía de él, sólo de él.

Permaneció más de media hora bajo el chorro de agua. Sus manos, enrojecidas por el calor, empezaban a agrietarse. Era suficiente.

Se vistió junto a la cama. Nada en su aspecto reflejaba su tormento interior. Cillian parecía un hombre corriente, bastante anodino pero sustancialmente sereno.

Se puso una camisa blanca y un pantalón negro, con una raya gris en el lateral. Unos zapatos de cuero negro y, por último, su chaqueta negra con botones grises y la gorra a juego.

Cillian tenía entonces treinta años, tres meses y seis días… Y hasta ese momento se había sobrevivido a sí mismo.

2

Elegante con su uniforme de trabajo, subió al vestíbulo del edificio y empezó su rutina diaria: abrió la garita dejó un bolígrafo y la libreta negra, bien dispuestos, encima de la pequeña mesa de madera.