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– Bueno, era una broma -dijo la pelirroja para romper el momento de incomodidad de Cillian-. Pero ya veo que no te ha hecho ninguna gracia. De todas formas, la verdad es que ni sé qué he soñado, era todo confuso… Últimamente tengo algún problema con el sueño.

Cillian seguía sin reaccionar.

– ¿Seguro que estás bien? -preguntó Clara.

Cillian asintió con la cabeza, en silencio. Clara levantó las cejas; no entendía qué le ocurría. Pero no le dio demasiada importancia. Se puso sus guantes de lana y un cubre orejas de piel.

– Bueno, también quería decirte que no te preocupes por el reloj… que ha sido mi culpa y no pasa nada. Pues eso… que tengas un buen día. Hasta luego, Cillian.

Cuando él logró levantar la mano para saludarla, Clara ya se había marchado. Observó la acera desierta delante del portal de cristal. «Está claro que tengo que cambiar de cloroformo», se dijo al tiempo que liberaba el aire que retenía en los pulmones.

Volvió a mirar la pantalla del ordenador. El mensaje estaba casi terminado, y ahora le parecía que su estructura funcionaba mejor: primero construía la relación de empatía e identificación entre las dos mujeres, a continuación revivía un dolor común, y finalmente iba al objetivo: el sentimiento de culpa. Seguía sin ser poesía, lo sabía, pero era un mensaje que le parecía creíble, un mensaje sincero salido del alma de una chica dolorida.

Pensó cuál podría ser la reacción más inmediata de Clara al leerlo. En una situación así, sería normal que la pelirroja pidiera a Aurelia un número de teléfono para hablar directamente con ella.

«Dios mío, qué he hecho. No sé si tu abuela aún vive, Clara. Espero de todo corazón que esté muy bien y con salud. Y si es así, no le falles nunca, amiga. Vete a verla hoy mismo y dale un abrazo fuerte, fuerte, fuerte. Porque no quiero que sufras nunca lo que estoy sufriendo yo ahora. Siento haber irrumpido así en tu vida, pero necesitaba abrirme a alguien que me entendiera. Ahora estoy demasiado afligida para coger un teléfono o ver a gente. Creo que necesitaré tiempo para reencontrarme. Es demasiado duro, amiga mía. Pero intentaré volver a conectarme cuando me sienta con fuerza. Un gran abrazo, tu amiga para siempre, Aurelia.»

Había acabado. La sensación general era buena, y quiso cortar de raíz cualquier posibilidad de cambiar de opinión: le dio a ENVIAR sin releer el texto. Cuando Clara llegara al trabajo, su mensaje estaría esperándola.

A las 10.40 Cillian repartió el correo en los buzones de los vecinos. Sin necesidad de abrir los sobres, esa tarea le ofrecía pequeñas informaciones sobre la gente que vivía en su lugar de trabajo. Pequeños detalles que Cillian iba apuntando en su libreta negra. Así, la soledad de la señora Norman se reconfirmaba por el hecho de que la mujer no recibía más que las facturas del gas, el agua, el teléfono, la luz, y una revista bimensual de moda canina. Podía deducir el buen nivel económico de otros vecinos, como la mujer del 5B, por el ingente volumen de facturas vinculadas a servicios no necesarios, como internet, televisión de pago, abono a club deportivo, club de golf, centro de belleza, piscina, servicios de acupuntura, podología, oxigenoterapia, consultoría matrimonial, centro de self care, suscripciones a un montón de revistas, promociones de agencias de viajes, invitaciones de clubes nocturnos, iniciativas de asociaciones de ex estudiantes, etc. Pero lo que más le interesaba a Cillian era el carteo que los vecinos ancianos mantenían con viejas amistades de su edad; ese medio era su forma de comunicarse. Así, el señor Samuelson, que nunca recibía visitas y al que a menudo se le veía sentado solo en la cafetería de la esquina, en realidad no estaba tan solo. Amigos o conocidos le escribían con regularidad desde todo el país, y sobre todo una mujer, una tal Josephine Word, desde una residencia de Washington. Y ahí estaba de nuevo. Cillian tenía otra vez en las manos un sobre de papel caro con la buena caligrafía de Josephine. Y otra vez el portero se guardó la carta en el bolsillo.

La pausa para el almuerzo transcurrió en su estudio, tenía algo urgente que hacer. Del armario del vestíbulo donde se guardaba el material de limpieza había cogido un bote de lejía concentrada. Se puso una mascarilla como la que tenía escondida en el colchón de Clara y fue a por un frasco de quitaesmalte.

La síntesis del cloroformo casero no representaba ninguna dificultad. Bastaba con verter, en un cuenco de cristal, lejía, un chorrito de un cosmético que llevara acetona y, por último, agua fría para licuar la composición. Pero, después del susto de la noche anterior, Cillian necesitaba aumentar el poder narcótico de la mezcla. Con una jeringuilla extrajo diez mililitros de quitaesmalte, en vez de los seis habituales, y los vertió en el cuenco junto con dos vasos de lejía concentrada. Redujo la cantidad de agua para que la solución fuera más densa. Vio que la mezcla se enturbiaba por la reacción de los elementos y que el compuesto empezaba a hervir. El cuenco se estaba calentando. Lo depositó entonces en el pequeño lavabo del baño, rodeado de cubitos de hielo, para detener la evaporación. Casi al instante, por efecto del hielo, la ebullición cesó.

Tenía que pasar una hora escasa para que la turbidez desapareciera y el cloroformo se depositara en el fondo del cuenco y formara gotas transparentes.

Se quitó la mascarilla y pensó en su estómago al tiempo que entraba en internet con el ordenador del vecino del 10B. Comprobó, desilusionado, que el mensaje que Aurelia había enviado a Clara por la mañana aún no tenía respuesta. Tal vez no releer el texto había sido un error; tal vez la situación recreada con la abuela de Aurelia se parecía demasiado a la muerte de la abuela de Clara… Tal vez se había pasado y la pelirroja había descubierto la trampa. Meditó. También cabía la posibilidad de que el mensaje la hubiera tocado en lo más profundo, arrastrándola por primera vez a una especie de hundimiento emocional. Tal vez Clara estaba hecha polvo, tal vez ni siquiera se sentía capaz de animar a su amiga mexicana escribiéndole dos líneas. Por supuesto, esta segunda opción le gustaba más que la primera. Analizando los hechos, las posibilidades de que Clara pudiera sospechar algo de él eran, efectivamente, escasas. Poco a poco, en su cabeza, el segundo escenario tomó cuerpo. Fortalecido por su posible logro, devoró el bocadillo.

Seguía sintiéndose muy animado. Pensó que no era el momento de parar y esperar a ver qué pasaba con la reacción de Clara. Tenía que seguir atacando a su contrincante en su momento de debilidad, como en un combate de boxeo; sin duda había asestado un golpe en el hígado que dejaría secuelas, pero tenía que seguir golpeando duro, sin cesar, hasta mandar al adversario al suelo.

Poco antes de las dos llamó al administrador del edificio. Le comunicó que se encontraba mal, con fiebre, y que no podía quedarse en la garita porque tenía que ir al médico. Comunicó lo mismo a los Lorenzo: sintiéndolo mucho, esa tarde no podría visitar a Alessandro. El signor Giovanni le ofreció un chupito de grappa de hierbas que, según él, era más efectiva contra el resfriado que cualquier medicina. Pero Cillian declinó la invitación.

Salió envuelto en su abrigo oscuro y la bufanda de lana que le había enviado su madre por correo al inicio del invierno.

Su primer destino era la tienda de animales de la Segunda Avenida, en Tudor City. Cogió la línea verde del metro en la estación de la calle Setenta y siete. El metro, a esa hora, estaba relativamente vacío. Para la delicia de algunos turistas, un chico puertorriqueño, con su equipo de música, amenizó con un baile que mezclaba break dance con lap dance utilizando el palo agarramano del vagón como soporte.

Bajó cinco paradas después, en la calle Treinta y tres Este, y recorrió lo que le quedaba a pie. La tienda tenía las dimensiones de un gran almacén y se dedicaba a todo lo relacionado con los bichos. Había elegido ese comercio porque se hallaba bastante aislado y por la inmensa variedad de artículos que ofrecía. Fue directamente a la sección de reptiles.