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Cillian había pedido información a los vecinos de su edificio que recurrían a ese mercado más que nada para el pescado fresco. La tienda que buscaba estaba adentrándose en Hester Street. Había innumerables cestas llenas de especias de diferentes colores. Y había también un sinfín de tarros, todos marcados con ideogramas chinos, que contenían cientos de semillas y hierbas variadas. La dependienta, una mujer asiática de unos cincuenta años, le atendió como a él le gustaba: sin mirarle a la cara ni cuestionarle nada. Sereno y en calma, sin necesidad de inventar ninguna mentira, compró una bolsa de hojas de ortiga. Pensó que, de necesitarlo, volvería encantado a esa tienda.

En poco menos de dos horas había acabado con sus recados. Aprovechó que estaba en el barrio para buscar un par de zapatos a buen precio. Necesitaba algo muy práctico y, como siempre, no le importaba el diseño. Entró en una tienda minúscula; el propietario solía quedarse en la acera para que los clientes tuvieran más espacio. Las paredes estaban cubiertas hasta el techo de todo tipo de zapatos. Pidió un calzado con una buena suela, «para no resbalar en el hielo de la acera».

De los tres modelos que le enseñaron, eligió el más fácil y rápido de calzar. Había experimentado la sensación de tener los pies calientes y quería intentar evitar el suplicio de subir a la terraza descalzo. Pero para eso necesitaba unos zapatos muy cómodos que, además, en un ataque de angustia matinal, fueran muy fáciles de poner.

Eligió un modelo imitación de cuero, grueso y oscuro, forrado con una pelusa amarilla y sin cordones. La suela era de goma gruesa. A la hora de pagar, en metálico, metió la mano en el bolsillo del pantalón, y encontró las monedas que buscaba y los dos condones que había metido allí la noche anterior. «Siempre me olvido», pensó sacudiendo la cabeza.

De camino a la estación de metro más cercana, se prometió que no cometería más imprudencias. Tenía que ser la última vez que se encontrara un preservativo sellado y olvidado en el bolsillo.

7

El regreso tuvo una connotación inesperadamente espectacular. No vio las luces intermitentes hasta que dobló la esquina con Park Avenue: dos enormes camiones de bomberos estaban estacionados delante de su edificio. Además, frente a la puerta de entrada se había congregado un círculo de curiosos.

Entró en el vestíbulo cargado con sus bolsas. El suelo estaba manchado por las huellas de las botas de los bomberos que corrían arriba y abajo. No pudo evitar pensar que le tocaría limpiar ese desastre, pues los chicos de la limpieza se iban a las ocho de la tarde pasara lo que pasase. Tropezó con el tubo de una manguera que bajaba de la escalera, atravesaba el vestíbulo y salía a la calle.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Cillian al primer bombero con el que se cruzó.

– Quinta planta -fue la lacónica respuesta-. Tendrá que subir por la escalera. Los ascensores están bloqueados por seguridad.

Sólo tenía que seguir el tubo de la manguera. Subió cada tramo de escalera volando, animado por la curiosidad, hasta que llegó sin aliento al pasillo del quinto piso. Allí el suelo estaba mojado y aún más sucio que abajo. «Mañana va a ser un día de fregona», se dijo. Los vecinos habían salido de los apartamentos y comentaban animadamente la situación.

El corrillo más grande y escandaloso se encontraba a la altura del 5B.

La puerta estaba abierta, y los bomberos no paraban de entrar y salir.

– ¡Cillian, aquí!

Por supuesto, la señora Norman se hallaba entre los curiosos apostados en la primera fila. Llevaba a una de las perras en brazos.

– Aretha y Celine están en casa… no quería que se mojaran las patas y se resfriaran.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Cillian en cuanto llegó hasta ella.

Habían arrancado la puerta del marco, probablemente con una palanca, y habían dejado visibles desperfectos en la madera barnizada. El tubo de la manguera salía del apartamento.

– El lavavajillas -sentenció la señora Norman; sus ojos chispeaban ante la intrigante ruptura de su monotonía-. Una fuga, y no había nadie en casa. Cuando la señora Sheridan, del 5D, se dio cuenta, el agua ya salía por debajo de la puerta de entrada… Y así está la casa. Una ruina, Cillian, una ruina.

El portero se asomó al umbral. El parquet de roble macizo triple capa y la alfombra persa del salón estaban completamente sumergidos bajo varios centímetros de agua. Tres bomberos trasteaban en la cocina, mientras un cuarto vigilaba la ruidosa bomba a la que estaba enchufada la manguera que llegaba hasta la calle.

– Es que menuda imprudencia… -continuó la anciana-. Yo nunca salgo de casa cuando un trasto está en funcionamiento… porque después pasan estas cosas…

De pronto la perra de la señora Norman empezó a ladrar como una loca.

– ¡Qué te pasa, Barbara! -la regañó la dueña-. ¡Calla ya!

Pero la perra no paraba. Sus ladridos eran cada vez más agudos e histéricos. Removía las patas en el intento de librarse del abrazo de la dueña y lanzarse a por Cillian.

– Pero ¿qué te ocurre, chica? Me estás arañando… -La mujer ya no estaba molesta sino preocupada por la inexplicable reacción de su perra.

Cillian intuyó que el objetivo del can se hallaba en una de sus bolsas de plástico.

– Es que llevo un par de hamburguesas -se justificó.

– Pues qué raro, la carne no es precisamente lo que más le gusta.

La perra pasó del ladrido enloquecido al gruñir y al rechinar de dientes, agresiva.

– Pero ¿qué te ocurre, Barbie? Es sólo carne… Enséñasela, Cillian, por favor.

Los demás vecinos miraban curiosos a la escandalosa perra, a la señora Norman y al portero. Hasta los bomberos, desde el interior, hicieron una pausa para ver qué ocurría. Barbara parecía a punto de tener una ataque al corazón. Arañó con las patas la mano de la anciana, que luchaba por retenerla en sus brazos.

– Cillian, por favor, no se la va a comer. Sólo quiero que vea que es una hamburguesa.

– Tengo una idea mejor. -Cillian salió del apuro entrando en el piso y alejándose de la perra desequilibrada y la pesada de la dueña.

– Por favor -le detuvo el que parecía el jefe de los bomberos-. Ya os he dicho que os quedéis fuera.

– Soy el portero -protestó Cillian-. Tal vez pueda ayudarles en algo.

– Ah, el portero… Sí, sí, puedes ayudarnos… pero ojo que te vas a mojar los zapatos.

Cillian sacudió la cabeza, no le importaba. Se adentró en el apartamento siniestrado para alejarse del ruidoso perro y vivir de cerca la inundación. El jefe le acompañó hacia la cocina.

– Es que esos cotillas no paran de meter la nariz y entorpecer el trabajo de mis chicos.

– A la señora le va a dar un ataque cuando vea esto… -comentó Cillian, poniendo cara de circunstancias-. ¿Ya la han avisado?

– Sí, la llamó la vieja del perro. Hemos tenido que derribar la puerta porque no te encontramos y nadie sabía dónde guardas las llaves…

– Estaba en el médico.

El bombero, un hombre corpulento, de mediana edad, le guiñó el ojo y señaló las bolsas.

– Y de paso has ido de compras, ¿eh?

No contestó, estaba admirado por la catástrofe que le rodeaba. A todo eso había que añadir la bienaventurada coincidencia de que el lavavajillas se había roto durante su ausencia, lo que había provocado el destrozo no planeado de la puerta. No poseía información de primera mano al respecto, pero estaba seguro de que también ésa era una pieza costosa. Otra vez tuvo la sensación de que por fin las cosas le estaban saliendo bien.

El agua había llegado hasta todos los rincones de la casa. Había manchado las largas cortinas de Duralee del salón. A buen seguro se había infiltrado en las fisuras de las patas de madera de los muebles: la mesa de Despres, el piano austríaco… Cillian hizo un rápido inventario de los daños y una sonrisa interior le alegró el alma.