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– ¿El agua ha llegado también al dormitorio?

– Ha llegado a todas partes.

Cillian añadió entonces a su inventario personal el famoso cabezal europeo y las cortinas, siempre de Duralee, de la habitación. Un éxito rotundo. Sólo le faltaba comprobar una cosa.

Los bomberos habían extraído el lavavajillas hasta el centro de la cocina. Cillian quiso cerciorarse de que su trabajo había sido impecable.

– ¿Una avería?

– No, la máquina va perfectamente. -comentó un bombero joven y alto-. Por lo que nos han dicho, hicieron obras aquí y… creo que los albañiles o la dueña enchufaron mal el tubo del desagüe.

Ninguna sospecha.

– Vaya putada.

– Vaya putada -repitió el bombero.

– Y encima el parquet estaba recién puesto.

– Ya, pero eso lo cubre el seguro.

Cillian, arqueó las cejas en una involuntaria mueca de decepción que pasó desapercibida al bombero.

– ¿En serio? ¿Incluso si ha sido fruto de una imprudencia? -preguntó Cillian, perplejo-. Nunca se debe dejar funcionando una máquina que trabaja con agua cuando no hay nadie en casa…

– No sé… -El bombero dudó-. La putada es que de todas formas tendrá que sufrir otra obra, con todo lo que conlleva… quitar los muebles, levantar el suelo, reponer el parquet, pintar de nuevo la pared… Una putada total.

«¡La pared también!», pensó Cillian, añadiendo, feliz, un desperfecto más a su listado mental, pero lo que salió de sus labios fue:

– ¡Qué pena!

– En fin -le cortó el bombero-, hemos tenido que desaguar por la escalera porque las ventanas del piso dan al patio interior. -Cillian asintió-. Sería conveniente que pusieras un cartel abajo indicando que los ascensores están fuera de servicio porque el agua ha llegado hasta allí y podría provocar un cortocircuito.

Cillian volvió a asentir pero no se movió. El bombero entonces reiteró su petición.

– Sería conveniente que lo hicieras ahora.

– ¿Ahora? -No le gustaba la idea. Faltaba la guinda final. Quería esperar el regreso de la propietaria del apartamento, ver su cara, vivir en primera persona su desesperación delante de ese desastre. Para eso hacía lo que hacía; no quería perderse su momento.

Bajó, molesto, por la escalera. Al mirar la manguera que transportaba el agua hacia fuera, se dio cuenta de que, si los ascensores estaban fuera de servicio, la vecina del 5B tendría que subir andando. No había manera de que se le escapara. El enfado se le pasó de inmediato.

En la garita, cogió un par de papeles del cajón y preparó diligentemente los carteles que le habían solicitado. Los pegó con celo al lado de los dos ascensores, bien visibles.

A continuación se quedó esperando la llegada de la mujer. Ensayó su posible aproximación. Desde un genérico y compungido «Lo siento mucho», hasta un teatral «Una catástrofe total», que la dejara sin respiración aun antes de subir por la escalera.

El que llegó de la calle fue el vecino cascarrabias del 10B.

– ¿Se puede saber dónde estabas?

Cillian resopló.

– No me encontraba bien, y fui al médico.

– ¿Al médico? ¡Pues qué oportuno! Curiosamente, nunca estás cuando se te necesita… y quién sabe cuántas veces te escaqueas sin que nos demos cuenta.

– Avisé al administrador con antelación.

– No parece que estés muy mal.

– Es que ya he tomado el medicamento que me han recetado.

Se miraron fijamente a los ojos. Una mirada que dejaba oficialmente claro que las hipocresías entre ellos se habían acabado. El vecino del 10B sabía que Cillian le estaba mintiendo y Cillian sabía que el vecino lo sabía y le transmitía que no le importaba.

– ¿Necesita ayuda para subir la escalera? -La expresión de Cillian no dejaba adivinar si en la pregunta había ofrecimiento o cachondeo-. Son diez plantas…

– Vas a durar dos telediarios aquí, ya lo verás -dijo, fanfarrón, el hombre, que esta vez no perdió los estribos, mientras enfilaba la escalera.

Y a las 19.16 por fin llegó ella. Llevaba un gorro gris y unos guantes a juego de Alexander Wang. Un abrigo de lana oscuro de Carolina Herrera. Las mismas botas largas de Yves Saint Laurent pero sobre unos leggins blancos. Cillian se fijó en que los botones del abrigo estaban cojos.

– Respire muy hondo, señora, porque lo va a necesitar… Arriba es un desastre total -dijo Cillian poniendo cara de total aflicción.

– Dios mío. -La mujer se llevó las manos a la cabeza.

– Venga, la acompaño. Tenemos que subir por la escalera; los ascensores están fuera de servicio por el agua… pero no se preocupe ahora por eso, imagino que su seguro cubrirá los daños a la comunidad.

La mujer le miró aturdida.

Subieron las escaleras a paso rápido, ella iba delante y Cillian la seguía a poca distancia sin parar de hablar.

– Bueno, lo importante es que los del seguro no se pongan pesados con que ha sido una imprudencia por su parte… En ese caso, no sé si se asumirían los costes totales…

Llegaron a la primera planta.

– Tal como están las cosas, con la crisis, se las inventan todas para no pagar. También porque no tienen fondos…

Segunda planta.

– Ahora, aparte de lo que ha pasado en su piso, hay que esperar que no se produzcan filtraciones al piso de abajo… Ya sabemos cómo son los vecinos de este edificio…

Tercera planta.

– Debería denunciar a los albañiles por haber enchufado mal el trasto… Aunque, por otro lado, no es muy sano meterse con esa gente… todos se conocen… y de todas formas tendrá que volver a hacer obras.

Cuarta planta.

– El cabezal de su dormitorio… ¿le costó muy caro?

La mujer se detuvo de improviso. Se giró hacia Cillian con los ojos desorbitados, suplicándole con la mirada que parara con esa tortura.

– ¿El cabezal? -preguntó con un hilo de voz. Se cubrió el rostro con las dos manos-. Dios mío.

Cillian le puso una mano en el hombro.

– Vamos, señora, son cosas que pasan. Afortunadamente no ha ocurrido ninguna tragedia. Sólo son trastos…, bonitos pero trastos. Nadie ha resultado herido.

Con eso Cillian pretendía decirle que era una tonta por llorar por su casa: la vida era mucho más que muebles y alfombras. No estuvo seguro de que su mensaje fuera interpretado correctamente. La vecina del 5B permaneció aún unos segundos con el rostro oculto detrás de sus manos. Después se recuperó. Se secó las lágrimas con un pañuelo de Ralph Lauren.

– ¿Hay gente en el pasillo?

– Todos los vecinos del edificio, me temo… -respondió Cillian-. Ya sabe que aquí el cotilleo es el deporte nacional.

Ante la admiración del portero, la mujer del 5B sacó su neceser del bolso y se retocó el maquillaje. En un abrir y cerrar de ojos consiguió recuperar su encanto y dignidad.

– ¿Qué tal?

– Impresionante -confesó Cillian, sincero-. Pero… si me lo permite… -Le señaló el abrigo.

La mujer se lo abrochó entonces correctamente y le dedicó una tibia sonrisa. Su rostro reflejaba el dolor que estaba viviendo, pero de una forma ahora extremadamente digna, incluso plástica. Como último detalle, sacó del bolso las maxigafas oscuras de Chanel y ocultó tras ellas sus enrojecidos ojos.

Llegaron a la quinta planta. Al verla, todos los corrillos callaron al unísono. La mujer avanzó entre la gente, aguantando las miradas. Cillian, detrás de ella, intentaba imaginar qué pasaba por la cabeza de la vecina del 5B, que, por primera vez desde que él trabajaba allí, era motivo de pena en lugar de envidia, admiración o excitación.

A pocos metros de la meta, la adelantó para poder vivir en directo su expresión. Y no le defraudó. No fue una reacción escandalosa, ni rabiosa ni histriónica. Fue un dolor íntimo, vivido hacia dentro. Pero puro e intenso dolor.