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– …Y no quiero ni pensar qué pasaría si un día abrieras los ojos y… me encontraras aquí, en tu apartamento.

En realidad sí lo pensaba. Por eso guardaba el bisturí debajo del colchón. Pero la idea de agredir físicamente a la pelirroja le repelía casi tanto como aguantar su sonrisa. La violencia física no iba con él. Sólo estaba dispuesto a recurrir a ella como remedio extremo. Había algo vulgar y primitivo en la violencia. Cualquiera podía ser violento. No había inteligencia en un empujón, un puñetazo, una puñalada. No entendía que llamaran al boxeo el noble arte. Era una forma muy burda de provocar dolor; requería mucha técnica pero muy poca psicología, muy poco análisis. Por el contrario, intervenir silencioso y discreto en los pequeños detalles de la vida ajena representaba un verdadero reto y, por lo tanto, una fuente genuina de placer. Cualquiera podía herir o matar, pero pocos podían intervenir como dioses en la vida ajena, modificando el estado de ánimo y hasta el destino de un ser humano, y permanecer siempre en la sombra.

– Espero por tu bien y el mío que tu reacción a todo esto sea la apropiada, Clara.

Cuando acabó con las medias, todavía le quedaban un montón de hojas en la bolsa. Y, a pesar de que era muy tarde, no estaba dispuesto a desperdiciarlas.

Pasó entonces a las camisetas interiores, sobre todo de Calvin Klein, un par de vaqueros de Donna Karan y algunas camisetas de color de Alexander McQueen; evitó las negras porque la pelusilla de las hojas podría verse.

Tuvo la tentación de repasar también las sábanas en las que estaba durmiendo Clara en ese momento, pero no quería privarse del placer de dormir a su lado, desnudo, también esa noche. No le habría importado aguantar el picor, pero habría sido un tanto sospechoso que los dos tuvieran la piel enrojecida al día siguiente.

Acabó el contenido de la bolsa a la 1.34, cuando aún quedaban algunas prendas intactas. Estaba satisfecho. Las posibilidades de que Clara consiguiera sortear la ropa intervenida eran cero, a menos que saliera a la calle sin ropa interior.

– A ver cómo aguanta tu delicada piel. Seguro que te pondrás cremitas, ¿verdad?

Llegó el turno del desatascador. Sabía que si quería permanecer en la sombra no podía excederse. Ante una reacción muy grave, cualquier médico hurgaría hasta hallar la razón profunda de la quemadura. No necesitaba arriesgarse. De hecho, no quería provocarle una llaga abierta en la piel, sino sólo una molesta pero poco escandalosa escoriación.

En el baño, introdujo un par de gotas de ácido en cada uno de los tres frascos de gel. Siguió con los tubitos de cremas reafirmantes para las piernas, el dispensador de jabón líquido, la crema exfoliante, el dispensador de gel para la higiene íntima -en este caso redujo la cantidad a una sola gota-, el frasco de cristal de aceite corporal, el tubito de crema para las manos. Pasó del desodorante porque el orificio del spray era demasiado pequeño. Buscó en el botiquín que Clara guardaba detrás del espejo e introdujo también unas gotas en el tubo de pomada contra las irritaciones de la piel. En el mejor de los casos, Clara volvería del trabajo con el cuerpo completamente irritado por las ortigas y recurriría a ese tubito.

A las 2.34 de la noche había acabado. Se trataba del primer ataque frontal verdadero. Un ataque estructurado en distintas acciones durante cuarenta y ocho horas que tenía que dejar noqueada a su contrincante.

Paseó por el piso volviendo a controlar todos los lugares y los objetos intervenidos y se sintió realmente satisfecho. Larvas de moscas, ortigas y ácido desatascador. La cuenta atrás había empezado.

A las 2.46 se cepillaba los dientes con el cepillo de Clara y su pasta, que había cogido de su escondite personal. Por primera vez tenía la sensación de que no podía fallar.

Orinó y se fue a la cama.

A pesar del cansancio, no consiguió conciliar el sueño; estaba demasiado nervioso y excitado por lo que ocurriría en las horas siguientes.

Observó la espalda de Clara, bastante expuesta bajo ese ancho camisón. Tenía una piel suave, perfecta, sin pecas. Pensó que, si todo iba como él esperaba, pasaría tiempo hasta que volviera a estar así.

No quiso dejar escapar la oportunidad de sentir por última vez en -ojalá- semanas el contacto de la piel de Clara contra su torso. La abrazó por detrás: le envolvió el vientre con sus brazos y pegó el pecho contra su espalda.

A las 3.30 la liberó del largo y angosto abrazo. Seguía sin tener sueño. Pensó que podía aprovechar para adelantar un poco los acontecimientos y, a la vez, afrontar esa tarea que se había hecho necesaria cada vez que estaba con ella. Una vez más, a pesar de sus buenos propósitos, el preservativo se había quedado en el bolsillo del pantalón. Se reprochó seriamente su actitud desconsiderada. No le daba miedo contraer una enfermedad; Clara le ofrecía suficientes garantías en ese aspecto. Lo que le preocupaba era, como siempre, dejar alguna evidencia de su paso por allí.

La desnudó.

Con una esponja húmeda acarició suavemente su piel. Se descubrió delicado y, en su opinión, habilidoso: su mano se movía cómoda en la entrepierna de la joven. Era lo más cercano a lo que había estado nunca de satisfacer a una mujer, y le dio rabia que Clara estuviera sedada. No quería provocarle placer, pero tenía curiosidad por lo que sus manos podían conseguir sobre el cuerpo de una mujer. Sin embargo, tuvo que quedarse con la duda. La chica seguía inmune a sus sofisticadas caricias para eliminar el lubricante y lo que quedaba de Cillian en el cuerpo de ella.

Cuando acabó con la higiene íntima, pasó al resto del cuerpo. En teoría, el caro desodorante neutro e inodoro debía evitar cualquier rastro olfativo, pero pensó que, ya que estaba, más valía pecar de prudente. Mojó la esponja en el detergente intervenido y la deslizó con suavidad sobre su espalda, su barriga, sus piernas, repartiendo el jabón mezclado con el ácido desatascador por todo el cuerpo.

Se percató de que en el cuello de la chica, justo donde antes le había pasado la hoja de ortiga, se había producido ya una especie de rasguño enrojecido. Saboreó otra vez la sensación intensa y placentera de que todo iba perfectamente.

Había comprobado el efecto de la ortiga, pero le quedaba la duda -mera curiosidad infantil- del ácido. Y decidió aclarar también ese punto. Se pasó la esponja por la barriga. Probaría sobre sí mismo la sensación que viviría Clara al cabo de pocas horas. Cubrió el lado izquierdo, desde el ombligo hasta el costado. Deseó que la molestia fuera lo más desagradable posible.

Secó el cuerpo de la chica y volvió a ponerle las bragas y el camisón.

También él se vistió. No tenía sentido que se quedara en la cama, no habría conseguido conciliar el sueño y media hora después tenía que estar despierto.

Abandonó el apartamento 8A a las 3.50. Fue al ascensor y, sin dudarlo, apretó el botón del vestíbulo. Esa mañana nada le empujaba a subir a la terraza.

9

Era algo excepcional. Que no sintiera la necesidad de introducir una bala, girar el tambor y acercar el cañón de la pistola a su sien, era algo muy excepcional.

Y esa mañana no había habido ni un amago de ruleta rusa, ni una mínima incertidumbre. Esa mañana quería vivir. Su vida merecía ser vivida. Una prueba más de que Clara había ocupado un lugar muy especial en su existencia y que, lo quisiera o no, la chica estaba empujando su vida hacia una dirección nunca experimentada.

Desde que se enganchó al peligroso juego de vida o muerte, había habido distintos momentos que un psicólogo calificaría de «eufóricos». Momentos en los que la energía vital fluía en sus venas como en las venas de los demás mortales. Incluso había llegado a tomar la decisión de «volver a la cama» sin levantarse del colchón donde había pasado la noche. No necesitaba subir a la azotea, asomarse al borde de un puente, balancearse en el andén del metro o bajar hasta la orilla del Illinois. Otras veces había tomado la decisión más importante del día con total discreción, lejos de cualquier teatralidad, en su estudio, en el apartamento de un vecino o dando un simple paseo por la calle. Pero siempre había habido un breve, brevísimo momento de duda.