Salió entonces a abrir la cancela de hierro. Los barrotes estaban congelados y le costó desbloquearlos. Barrió después el polvo de nieve que se había depositado delante de la entrada. Si algún inquilino se hubiera resbalado, él habría tenido problemas. Era meticuloso en su trabajo, no dejaba nada al azar.
Un estruendo.
Fue como un relámpago, que consiguió captar sólo con el rabillo del ojo. Algo había impactado violentamente contra la acera, a pocos metros de él. Un golpe tremendo, duro, sordo. El portero dio un paso atrás, sobrecogido. La escoba se le resbaló de las manos.
Se trataba de un cuerpo humano. Estaba tendido en el suelo, con la cara hacia la calle, y no había en él ninguna señal de vida. El impacto había sido demasiado brutal para dejar abierta una mínima esperanza de supervivencia. El cadáver yacía en un charco de sangre rojo oscuro que se dispersaba rápidamente por la acera, mezclándose con la nieve.
Cillian se asomó a la puerta. El muerto llevaba puesto el mismo pantalón de pijama y la misma camiseta que tenía el portero en la azotea. A pocos centímetros de sus pies se encontraba una mochila idéntica a la de Cillian, de la que asomaban unas prendas arrugadas y unas zapatillas de deporte.
Recogió la escoba con los ojos cerrados. Cuando volvió a abrirlos, en la acera ya no había nadie. No había rastro del cuerpo ni de la mochila; la nieve volvía a lucir un blanco inmaculado. Una de sus alucinaciones. Todo había sido fruto de su creativa y vívida imaginación. Que a su vez era fruto de la conciencia de que, con el tiempo, se había vuelto cada vez más exigente, cada vez más difícil de autosatisfacer.
Era consciente de que cada vez le resultaba más difícil encontrar razones para quedarse. De que su juego nocturno a la ruleta rusa en la azotea era cada vez más arriesgado. De que cada vez se asomaba un poco más al vacío. De que pronto no habría vuelta atrás. Pronto su madre tendría que coger un taxi en mitad de la noche para reconocer el cadáver hecho papilla del malnacido de su hijo.
Eran las 6.25 de la mañana. Empezaba a haber movimiento en los ascensores. El edificio por fin despertaba.
Se recuperó de su ofuscamiento y se apresuró a volver a su garita. Se sentó detrás de la mesa, se pasó las manos por la camisa del uniforme y se recolocó la gorra, listo para el nuevo día de trabajo.
Los vecinos del edificio salían por tandas. Primero los ejecutivos, con paso resuelto, ineludible traje oscuro y maletín de cuero marrón. Después llegaba el turno de los progenitores que llevaban a los hijos a la escuela. Entonces empezaban a llegar las asistentas latinas que trabajaban en los distintos apartamentos. Ya más tarde salían las mujeres casadas que no trabajaban y los jubilados. Las primeras, elegantes y maquilladas, no dedicarían una palabra al portero; los segundos le darían la lata con cualquier pretexto.
Pero sólo eran las 7.30. El turno de los padres con su prole.
Las puertas del ascensor se abrieron y salió un hombre con sus dos vástagos: un chaval de nueve años, y su hermana, Ursula, de doce. Junto con la madre, que saldría una media hora más tarde, formaban la familia feliz del 8B.
El padre saludó a Cillian con un movimiento de la cabeza y continuó veloz hacia la salida, seguido por su hijo pequeño, aún medio dormido. El pobre parecía poco avispado, sobre todo cuando el observador de turno lo comparaba con su hermana. A su lado, Ursula, con sus ojos siempre vivos, en continua investigación, tenía un aire perspicaz. La niña salió despacio, con la mirada clavada en Cillian y una sonrisa extraña; iba comiendo un pastelito de chocolate.
Ursula se cercioró de que su padre no la miraba y, sin perder su sonrisa gamberra, aplastó el pastel de chocolate contra la pared y dejó una mancha enorme en el mármol. Acto seguido, sacó la lengua a Cillian y se catapultó hacia fuera, hasta su familia.
Cillian ni se inmutó. Esperó a que los tres desaparecieran de vista y, con calma, sin que su rostro reflejara ninguna emoción, abrió el armario empotrado en la pared, detrás de la garita, y cogió un trapo y un cubo. El pequeño acto vandálico de la niña no parecía haberle afectado. Lo aceptaba con la misma resignación con la que uno acepta algo tan inevitable como una nevada.
– ¿Los tienes?
Levantó la mirada, sorprendido. Ursula había regresado, estaba delante de la garita, tenía la mano extendida hacia él y miraba hacia la calle.
– Venga, rápido -lo instó la niña.
Cillian no se movió, intentaba adivinar las intenciones de la pequeña antes de actuar. Parecía nerviosa por la posible aparición de su padre, pero no perdía su actitud desafiante.
– No te conviene hacerme perder el tiempo -le amenazó.
El portero, entonces, sacó su cartera del bolsillo y, con la misma resignación, extrajo unos billetes. La niña miró el dinero con avidez y se lo arrancó de las manos justo antes de que su padre se asomara desde la calle.
– ¡Ursula! ¿Vienes o qué?
Ursula se giró de espaldas a la puerta y ocultó los ochenta dólares al padre. Metió despacio la mano en el bolsillo del abrigo, escondió el dinero y sacó su bufanda.
– Está aquí, la encontró Cillian -dijo la niña enseñando la prenda a su padre. Ursula miró al portero, a la espera de que corroborara su versión.
Y Cillian la corroboró.
– Se había caído en el ascensor.
El padre reprochó a su hija la hora. Llegaban tarde. La niña susurró un «más te vale» a Cillian y se marchó corriendo.
No fue difícil quitar el chocolate del mármol. Cillian lo limpió con un trapo y agua caliente. Mientras tanto, el movimiento en los ascensores seguía. Llegó el turno de la señora Norman, un triste espécimen de la soledad humana. Excéntrica en su vestimenta, forzadamente extrovertida en su actitud, patética en la impresión que causaba en los demás. Salió del ascensor empujando el cochecito para bebés en el que llevaba a sus dos perras más pequeñas. La tercera, maltrecha, atada al cochecito por la correa, seguía con su mirada triste de siempre ese extravagante convoy.
Cillian se levantó de su puesto y se aproximó a la puerta de cristal que daba a la calle. La señora Norman hablaba con sus perras sólo en presencia de otras personas, como para alardear.
– Vamos, chicas. No os retraséis.
– Buenos días, señora Norman.
– Buenos días, querido. ¿Qué tiempo hace ahí fuera?
Cada mañana tenían una conversación más o menos idéntica a ésa. Pero era parte de su trabajo, y Cillian cumplía con su tarea.
– Mucho frío, me temo.
Entonces la señora Norman solía preguntar:
– ¿Crees que las chicas van lo suficientemente abrigadas?
Observó, serio, a las tres perras. Cada una llevaba un jersey y un gorrito estrafalarios pero de marca.
– Tal vez Celine lleva la barriga demasiado al aire, ¿no le parece?
La señora Norman lo comprobó, preocupada.
– Muy bien, señorita -regañó a su perrita-. ¿Qué es esto de ir enseñando el ombligo, eh? -La anciana cerró el chalequito que se había desabrochado-. ¿Qué va a pensar la gente de ti, eh, sinvergüenza? -Miró a Cillian-. Es muy presumida y no le gusta la ropa apretada. Y, sobre todo, desde que ese cocker nuevo viene al parque, no hay quien la controle. Y pensar que la semana pasada estuvo fatal del estómago por esta mala acostumbre que tiene de ir medio desnuda… pero, nada, no aprende. No hay forma.
Cillian intentó sorprenderla con una reflexión que nunca le había hecho.
– Tal vez, si salieran un poco más tarde, el clima sería más clemente…
Pero la señora Norman tenía respuesta para eso.
– Te contaré un secreto, querido. Entre nosotras nos llamamos «chicas», ya sabes, pero tenemos nuestra edad. -Cillian intentó poner su mejor cara de sorpresa, aunque la revelación de la señora Norman era de lo más evidente. La anciana siguió-: Aretha no aguanta mucho por la mañana. No sé si me entiendes… cosas de la edad.