Aceleró el ritmo de los asaltos. Su rostro, tenso por el esfuerzo. Su cuerpo, cubierto de sudor.
– ¡No pienso irme de este mundo sin arrastrarte conmigo! -gritó.
Entonces se paró. Apoyó despacio el vientre sobre su espalda. Descansó la cabeza sobre su melena roja. Jadeaba.
– ¿Ya?
Lo que le molestó no fue lo que implicaba la pregunta sino el sonido de la voz. Esa voz había roto definitivamente la magia. Esa voz, ronca y vulgar, más joven y aguda, no era la de Clara. Ni de broma. Ese sonido monosilábico había echado a perder en un instante un minucioso trabajo y las normas del juego.
Se quitó de encima de ella y se tumbó boca arriba sobre el colchón, mirando el techo. Molesto.
A su lado, la chica le miró con una sonrisa.
– ¿Ya me la puedo quitar? -preguntó señalándose la cabeza.
No hubo respuesta. La joven se levantó, se quitó la peluca pelirroja, la dejó en el colchón y se fue hacia el pasillo.
Era una mujer más delgada que Clara. Los pechos, firmes y perfectamente simétricos, estaban sin duda operados, pero su tamaño discreto los hacía apetecibles. Probablemente también las nalgas habían pasado por el quirófano. Los glúteos, como dibujados con compás, se acercaban mucho a la perfección soñada por el imaginario colectivo masculino. Si allí no había habido cirugía, desde luego la naturaleza había sido muy generosa con esa mujer y, considerando su profesión, oportuna. Cillian pensó que tenía mejor cuerpo que Clara. Pero en la cara no le ganaba.
La chica, de veinticinco años como mucho, tenía el pelo negro y largo, pero se lo había recogido en un moño para poder ajustarse la peluca. Los ojos eran azul claro. Bonitos. Un contorno de lápiz negro acentuaba más su claridad. La boca, pequeña, con labios poco carnosos y cubiertos por un pintalabios violeta, no tenía ningún defecto pero no era atractiva. Al menos a los ojos de Cillian. Pero era la nariz, larga y sutil, el elemento que profería a ese rostro un aire vulgar que daba muchas pistas sobre su trabajo.
La chica desapareció en el baño, con su bolso.
Cillian era un cliente habitual, pero no asiduo. Se conocían desde hacía unos tres años. El portero solía llamarla cuando necesitaba descargar. De todas formas, desde que trabajaba en el edificio del Upper East se veían más a menudo. Su relación se limitaba a lo estrictamente profesional. Ella acudía al estudio de Cillian con la vestimenta apropiada para que los vecinos no se quejaran, Cillian le pagaba por adelantado, ella ofrecía sus servicios y se marchaba tal como había llegado. Desde que Cillian trabajaba de portero allí, la veía por lo menos una vez a la semana.
Era la primera vez que Cillian le pedía algo especial. Él mismo había fijado las extravagantes reglas de aquel juego de roles. La chica no se había sorprendido en absoluto ante esa petición. Le había escuchado con atención y después había aclarado simplemente que el condón era imprescindible y que, en caso de que las cosas fueran por un camino que no le gustaba, gritaría «Stop» y Cillian debería detenerse de inmediato. «¿Estamos?», había preguntado ella. «Estamos», había contestado el portero. Pero la curiosidad pudo con él. «¿Mucha gente te pide que hagas estas cosas?» «¿Que me ponga ropa que no es mía, una peluca roja, y me quede quieta mientras se me cepillan?», dijo la joven. «Sí, mucha.» Y estalló en una carcajada vulgar.
Aquel peculiar juego sexual le había costado el doble de la tarifa normal. Un gasto asequible.
La chica solía ser muy habladora. Posiblemente para estrechar el vínculo con el cliente, siempre le contaba anécdotas de su vida antes de dedicarse a la prostitución. Cillian estaba casi seguro de que se las inventaba como parte de su trabajo de seducción. Pero no le molestaba. Así el coito resultaba menos frío.
Por eso le extrañó que no le hubiera hecho ninguna pregunta sobre las razones de ese juego de rol, sobre la peluca, sobre el apartamento 8A. Por primera vez tomó conciencia de que esa joven de nariz vulgar era una verdadera profesional no sólo en la cama sino en el trato con el cliente. Cillian valoró mucho su discreción y su capacidad para adaptarse a lo que el cliente le pedía. Pensó que debía tratarla bien y no perderla.
Por otro lado, la naturalidad con que había aceptado su petición le reveló que, evidentemente, él no era el único que tenía fantasías peculiares y extravagantes. Y su mente fue más allá. Siempre se había considerado un caso aparte, pero en ese momento, pensó que en el mundo tal vez había más gente como él. Consideró la hipótesis de que cada mañana, en distintos lugares del mundo, de su ciudad, de su barrio, se desarrollaban distintas ruletas rusas. Y le pareció que tenía sentido. Le habría gustado, por mera curiosidad, conocer a alguien cuyo futuro tuviera fecha de caducidad a corto plazo, como el suyo.
– ¡La falda no se ha roto! -gritó la chica desde el baño-. ¿Me la puedo llevar?
– Si no te la llevas, la tiro… así que tú misma.
La chica salió del baño vestida con su propia ropa. El pelo suelto sobre los hombros. El maquillaje retocado.
– Pues muchas gracias… intentaré hacerte un descuento la próxima vez.
– Te necesito mañana, lo de siempre. Después de comer.
– ¿Qué te parece a las dos?
Cillian asintió. La chica examinó su BlackBerry.
– A las dos, ningún problema… ¿Media hora?
Cillian asintió de nuevo. La chica señaló la peluca pelirroja.
– Supongo que mañana no habrá servicios extra.
Esta vez Cillian negó con la cabeza.
La prostituta recogió su bolso, su abrigo y echó un vistazo alrededor por si se dejaba algo.
– Tengo un servicio en el Upper West dentro de quince minutos. ¿Mejor taxi o metro?
Cillian miró su reloj.
– Taxi, por el parque.
La mirada de la chica se posó en las bolsas de la lavandería llenas de ropa limpia y planchada, el mueble aún cubierto por el plástico, el colchón sin funda.
– Si no quieres, no contestes pero… ¿qué ha ocurrido aquí?
Cillian no contestó. La chica lo aceptó y no pareció molesta.
– Nos vemos mañana.
Un sonido metálico, proveniente del salón, la hizo dar un respingo. Cillian se levantó de inmediato y abandonó desnudo el dormitorio bajo la mirada intrigada de la prostituta.
Fue directo hacia el sofá, lo separó de la pared y se agachó detrás. El misterio sobre el paradero del tercer ratón por fin se había resuelto. El roedor se retorcía, desesperado, con media cabeza atrapada por el muelle de metal de una trampa. La cola se agitaba en todas direcciones.
– ¡Dios mío, qué asco! -La misma reacción que Clara, pero esa voz aguda y atontada lo estropeaba todo. La chica se mantuvo a una distancia prudencial-. Pero… pero… ¿hay ratas en este edifico?
– Sólo en este apartamento… por eso tuvimos que fumigar y sacar la ropa que había en los armarios… Las ratas se habían meado y cagado por todos lados.
La joven tardó unos segundos en comprender de dónde habían salido la camisa blanca, el sujetador, las bragas y la falda que había llevado puestos hasta hacía unos minutos. Su cara se contrajo en una mueca cercana a una arcada.
– ¡Ay, madre!
El sábado transcurrió tranquilo. Por primera vez podía pasar el fin de semana en el 8A sin el riesgo de un regreso repentino de la dueña. Pero descubrió que entrar en la casa teniendo el permiso de Clara, sin esconderse de las miradas indiscretas de los vecinos, no le producía ningún placer. El asunto perdía todo su encanto.
Se quedó toda la mañana en el apartamento, trabajando duro para preparar el regreso de la chica.
No pudo salvar las plantas. Ni el frondoso ficus, ni las orquídeas de interior, ni el recorte pegado a la nevera. El resto de las pertenencias de Clara estaban en bastantes buenas condiciones. Ninguno de sus objetos personales había sufrido daños irreparables.