Cillian no dejó escapar la ocasión.
– Entonces no las entretengo más.
Abrió la puerta y una brisa gélida invadió el vestíbulo. A la señora Norman le habría gustado seguir charlando unos minutos más con el portero, pero no tuvo más remedio que salir a la intemperie.
A las ocho, Cillian solía abandonar la portería para comprarse el desayuno en el puesto móvil que estacionaba en la esquina. Un expreso doble y un donut que se comería en la garita, y un bocadillo vegetal con un refresco para el almuerzo. No solía cambiar de menú, tenía muy claro lo que le gustaba.
Regresó a la garita a las 8.20, con un buen margen de tiempo. Y por fin a las 8.30 las puertas del ascensor se abrieron y una carcajada inundó el vestíbulo. Cillian comprobó la hora en su reloj de pulsera. Clara, la chica pelirroja, se iba al trabajo, como cada mañana.
Como ocurría a menudo, salió del ascensor hablando por el móvil. Al parecer estaba en medio de una conversación algo frívola con una amiga, porque soltaba una risotada a cada comentario de su interlocutora. Pero eso no le impidió dedicar una sincera y cálida sonrisa a Cillian.
El portero permaneció a unos metros de ella, respetando la privacidad de la conversión de Clara pero observándola. Era una chica alegre. Parecía sentirse a gusto consigo misma y con los demás. Su constante buen humor transmitía serenidad y vitalidad.
Finalmente colgó.
– ¡Buenos días, Cillian!
El portero se le acercó.
– Buenos días.
Tenía cosas que decirle, que compartir con ella. Pero el inoportuno regreso de la señora Norman y de sus chicas rompió el momento. La anciana golpeó la puerta de cristal para que Cillian le abriera. El portero accedió malhumorado.
Mientras tanto, Clara acabó de abrigarse. Se ajustó el gorro que recogía su tupido cabello, se dispuso a ponerse unos guantes de lana color rojo carmesí, pero se equivocó, metió la mano izquierda en el guante derecho y tuvo que volver a empezar. Era algo torpe en casi todo lo que hacía. Pero todo el mundo se lo perdonaba.
– Cualquier día nos encuentran congeladas en la calle a las cuatro -comentó la señora Norman al entrar con el cochecito y sus perras.
Cillian vio con cierta repugnancia que la saliva se le había congelado en las comisuras de los labios.
– ¿Qué tal se encuentra, señora Norman? -preguntó Clara, sonriente.
– Con mucho frío, querida. Ésta no es ciudad para viejas.
– Usted no es ninguna vieja, señora Norman. Ojalá mi madre fuera tan activa y vital como usted -la animó Clara.
La señora Norman sonrió agradecida.
Cillian volvió a acercarse a Clara, pero el momento de intimidad entre los dos peligraba irremediablemente. En presencia de otros vecinos, guardaba aún más las formas, como si en público debiera ocultar que había dormido con ella.
La chica seguía abrigándose.
– Pero ¿por qué sale tan temprano? Más tarde hace menos frío…
Cillian sonrió por la casual coincidencia entre su pregunta y la de Clara. Pensó que la conexión entre los dos era cada vez más sólida.
Por su parte, la señora Norman ya tenía ensayada su respuesta:
– Te contaré un secreto, querida. La pobre Aretha, cuando se despierta por la mañana, no aguanta mucho. No sé si me entiendes; son cosas de nuestra edad.
La vecina del 8A se miró instintivamente la muñeca, pero no llevaba reloj. Miró entonces la hora en el reloj de Cillian.
– ¿Ya son las nueve menos veinte? -No esperó respuesta-. Hoy me van a matar. -Se apretó rápidamente el cinturón y se despidió. Pero al llegar a la puerta se detuvo-. Una cosa, Cillian… -Por un instante el portero temió que le dijera algo que no quería escuchar. Pero no fue así-. Se me ha atascado el grifo de la cocina… ¿Podrías echarle un vistazo?
– Pasaré esta tarde sin falta -la tranquilizó.
– Muchas gracias, Cillian. Y que tenga un buen día, señora Norman.
Clara se zambulló en el invierno. No se dio cuenta de que el cinturón del abrigo se le había desatado y lo llevaba arrastrando por la nieve de la acera.
– Una chica muy mona y educada -sentenció la señora Norman mientras entraba en el ascensor con sus perras-. Espero que no haya entendido que también yo tengo incontinencia… Qué vergüenza. Tendré que aclarar este…
Las puertas del ascensor se cerraron y la calma regresó al vestíbulo.
Cillian volvió a la garita.
A las 10.30 el cartero pasó a entregar el correo para los vecinos. Era un afroamericano alto y seco. Hiciera el tiempo que hiciese, se desplazaba siempre en bicicleta. Llegaba puntual como un reloj, detalle que Cillian apreciaba mucho. No era una persona muy habladora, y el portero, por su lado, no había hecho nada por romper el hielo. De manera que ninguno de los dos sabía cómo se llamaba el otro ni tenía ningún interés en saberlo. Su relación se basaba en lo mínimo que la profesión de cada uno de ellos les exigía. El cartero saludaba, el portero respondía al saludo, el cartero entregaba el correo, y se despedían.
Estaba repartiendo los sobres en los distintos buzones cuando del ascensor salió una asistenta latinoamericana empujando una silla de ruedas en la que iba un anciano bastante maltrecho.
Una de las ruedas de la silla se enganchó en la puerta del ascensor. La mujer intentó liberarla con aparatosas sacudidas mientras el pobre anciano no parecía percatarse de lo que ocurría. Sufría aquel violento meneo en silencio, con la mirada ausente.
Cillian no se movió para ayudarles. Seguía distribuyendo el correo, a pesar de que la criada le llamó:
– Oiga, señor, ¿puede ayudarme?
Pero Cillian tenía la cabeza en otro sitio. Miraba atento un sobre amarillo, de papel bueno, caro. La carta iba dirigida al señor Samuelson, el vecino del 2D. Su nombre y su dirección estaban escritos con una caligrafía muy pulcra.
La mujer soltó un insulto en español, «¡Que te den, cabrón!», y desatascó la silla con un fuerte empujón.
Recolocó al anciano en la silla, pues se había desplazado hacia la izquierda, y salió a la calle sin dignarse mirar al portero, ofendida.
– Que tengan un buen día -dijo Cillian mientras salían al frío.
Ese sobre había capturado su atención. Sopesó las dos opciones que tenía y, finalmente, no metió la carta en el buzón sino en el cajón de su garita.
Y entonces lo vio. En el suelo, al lado de uno de los ascensores, había un colgante. Una cadena de oro con una cajita plateada. Al abrirla, descubrió una foto de la asistenta latina junto a dos niños pequeños. Evidentemente, se le había caído en el intento de liberar la silla de ruedas.
Se guardó el colgante en el bolsillo y se sentó dentro de la garita. Su cabeza podía retener con facilidad mucha información, pero por lo menos una vez al día debía poner las cosas negro sobre blanco. Cogió el bolígrafo y abrió su libreta negra. Las hojas estaban llenas de números y códigos. Apuntó al lado de cada piso la hora de salida de los vecinos: 5A a las 6.45; 3B a las 7.10; 8B a las 7.30; etc. Vomitó los horarios de más de veinte vecinos con absoluta precisión. Cuando llegó el turno del 8A, se detuvo. Clara tenía una página aparte, reservada para ella sola, con infinidad de detalles sobre sus salidas, regresos, horarios de cenas y notas particulares. Apuntó: «Clara a las 8.30». Y como nota escribió «sin reloj». A continuación siguió con los vecinos que habían salido después de las ocho y media.
Llegó el momento de la pausa para el almuerzo. Según su contrato, podía dejar la garita sin custodia durante media hora. Pero siempre comía allí; se ponía los cascos, encendía un reproductor de música, y desconectaba.
El cansancio pudo con él a los pocos minutos. El insomnio tenía el curioso efecto de provocar en su estómago una sensación de constante saciedad. No había comido ni medio bocadillo cuando se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre su libreta negra.