Colgó las cortinas del salón y del dormitorio; dejó a la vista el recibo de la lavandería, no tanto para que se lo pagara como para demostrar que la limpieza había sido profesional. Procedió de la misma manera con los cojines y almohadones del sofá, con la funda de las sillas, con la cortina de plástico gris oscuro de la ducha del baño.
En la cocina, cambió el cable del frigorífico y limpió el interior, maloliente por la comida que se había descongelado. Había lavado los imanes uno a uno para quitarles el veneno. Y había buscado y encontrado un recorte de Courtney Cox un poco más grande que el anterior. En el nuevo, la actriz posaba sonriente en un sofá de diseño.
Faltaba Clara. Pero al estar en su apartamento, preparando su llegada, la sentía cerca. Al final, su ausencia no resultaba tan dura como había temido.
Por la tarde salió a dar su paseo habitual. Bien arropado con su abrigo y su bufanda, bajó hasta el Soho y se dedicó a recorrer Broadway arriba y abajo en busca de una víctima.
Y mientras rostros de todas las edades, razas, culturas se alternaban sin cesar delante de sus ojos, pensó que, por lo menos, los fracasos recientes le habían llevado a entender las prioridades de su existencia. Tenía la sensación de que en ese momento las cosas estaban más claras en su cabeza.
Vivía y moría por Clara. El resto era simple y mero relleno.
Entre Prince Street y Spring Street detectó un perfil interesante. Se trataba de un caso muy evidente. Una mujer caucásica, alrededor de los cuarenta, salía de Banana Republic acompañada por una dependienta afroamericana unos diez años más joven. La mujer se secaba las lágrimas con un pañuelo blanco, pero sus mejillas volvían a humedecerse al instante. La dependienta la sostenía y le susurraba cosas al oído, pero la mujer sacudía la cabeza, desconsolada.
Por la confianza con la que se trataban, Cillian pensó que eran amigas íntimas, y no una dependienta y una clienta que tenían una simple relación ocasional. No podía -aún- detectar la fuente del dolor de la mujer, pero estaba seguro de que se trataba de algo más importante que la clonación de una tarjeta de crédito en una tienda de moda. Había dado con un buen sujeto.
La dependienta levantó el brazo hacia la calle y un taxi se detuvo al instante enfrente de la tienda. La dependienta ayudó a su amiga a subir al vehículo y se quedó hablando con ella a través de la puerta abierta, probablemente reconfortándola. Cillian había vivido antes situaciones parecidas. Sabía que en esos casos su procedimiento consistía en parar a otro taxi, soltar la frase de película «Siga a ese coche» y seguir al sujeto hasta un lugar donde desahogara todo su dolor y acabara compartiéndolo con el portero, para su disfrute personal.
Pasó otro taxi amarillo pero el brazo de Cillian se quedó pegado a su costado. Prefirió esperar el desarrollo de los acontecimientos.
Unos segundos después, la dependienta cerró la puerta y el taxi con la cuarentona triste siguió por Broadway en dirección norte. Cillian, en la acera, observó a la chica afroamericana, que regresaba a la tienda con la cabeza baja. Cuando volvió a mirar la calle, era imposible distinguir el taxi en el tráfico.
Había perdido a su presa. Más bien la había dejado escapar. No era normal en él. Pero esa mañana Cillian supo de alguna manera que debía seguir buscando.
Continuó bajando por Broadway, cada vez más llena de peatones y turistas a pesar del frío.
Le ocurrió dos veces. Dos veces tuvo la sensación de que se había cruzado con Clara. Pero en los dos casos se trató de espejismos de su imaginación. Mujeres que ni siquiera se parecían demasiado a la vecina del 8A. Un simple gorro a la francesa o una sonrisa hablando al móvil bastaron para que su mente recreara las facciones de Clara.
Como un adolescente enamorado, sintió el impulso de estar cerca de ella a través de algo que le pertenecía. Sacó el móvil y miró los dos mensajes de texto que Clara le había enviado y que él ya había leído un montón de veces. En el primero le agradecía todo lo que había hecho; en el segundo le anunciaba que volvería a casa el lunes, después del trabajo. Satisfecho, volvió a guardar el teléfono. «No puedo parar de pensar en ti», admitió para sí.
Veinte minutos más tarde detectó a otro sujeto en la esquina con Broome Street. Se trataba de un caso más discreto que el anterior. Un dolor perceptible sólo a los ojos expertos. Y, por eso mismo, una presa más atractiva.
Era un hombre de alrededor de treinta años; vestía un traje gris y una camisa blanca con rayas azules, elegante pero sin corbata. No llevaba abrigo; iba encogido por el frío. Salía de una farmacia. En una mano cargaba con dos marcas distintas de leche en polvo para lactantes y, en la otra, con dos paquetes de pañales también de marcas distintas. Estaba muy pálido y tenía ojeras. Cillian descartó que la causa de ese estado fuese una noche loca o una velada insomne con el bebé. Conocía esa expresión. Había una desolación subterránea en esa mirada. De ahí, sin duda, la palidez.
Empezó a seguirle calle abajo. Y los detalles confirmaron su diagnóstico. El hombre caminaba con paso irregular. Resuelto a veces; distraído, como sin rumbo, en otros momentos. Se detuvo en un cruce con el semáforo en rojo. Y Cillian comprobó cómo la mente del hombre se iba lejos, lejísimos. Sus ojos, sin humedecerse, miraban sin ver, transmitían una profunda desesperación.
Vio que llevaba una alianza en el dedo anular. Y que la piel alrededor del anillo estaba enrojecida. Se lanzó a una hipótesis. Sabía que gran parte de su conjetura no se ajustaría a la realidad. Pero era una forma de aproximarse a su presa. El hombre, casado, acababa de tener su primer hijo. La edad del joven ejecutivo y el hecho de que hubiera comprado distintas marcas del mismo producto denotaban cierta inexperiencia. Aparentemente el bebé estaba bien, pues el hombre había salido de la farmacia sin ningún medicamento, sólo con productos de uso diario. La razón de su tristeza tenía que hallarse en otro lugar. Ese dedo enrojecido alrededor del anillo era el quid. Era sábado y vestía un traje de trabajo algo necesitado de un golpe de plancha. Cillian supuso que, después de una noche insomne, el hombre se había puesto lo primero que había encontrado -el traje que había vestido el día anterior y que aún estaba tirado en una silla- y había salido a buscar lo que urgía comprar.
– ¿Por qué es urgente comprar leche en polvo y pañales? -Cillian se hizo la pregunta en voz alta, sin preocuparse de las miradas de extrañeza de los peatones-. Porque el bebé llora… y en casa no hay nada.
El semáforo cambió al verde. Pero el hombre seguía parado, distraído, con la mente en otro sitio.
– ¿Cómo es posible que en casa no haya algo tan importante como la leche para tu bebe?
Por fin el hombre salió de su ensimismamiento y reemprendió su camino, esta vez con paso decidido. Cillian le seguía a unos diez metros de distancia, atento al menor movimiento.
– Porque quien lo hace habitualmente, tu mujer, no lo ha hecho.
La respuesta estaba en ese anillo.
– No lo ha hecho porque no puede. ¿Acaso está enferma?
Una niña que caminaba al lado de Cillian a una velocidad de crucero parecida a la suya lo miró perpleja y divertida.
– Es posible… y su estado te preocupa. Te preocupa quedarte padre soltero a los treinta años… sin tu querida mujer… sin saber siquiera cómo se prepara un biberón. -La niña, cada vez más intrigada, llamó la atención de otra cría que iba con ella-. No paras de acariciar tu anillo de boda… de girarlo una y otra vez en tu dedo… pero eso no conseguirá que ella se quede contigo.
Se fijó en que el hombre iba despeinado, lo que confirmaba que la salida de casa había sido improvisada.
– Tu mujer se muere, tu niño llora, y tú no estás preparado para todo esto.
Era una hipótesis muy fantasiosa, pero a Cillian le gustaba porque enlazaba bien los pocos datos que tenía a la vista. Pensó que el hombre debía de vivir cerca de allí; si quería ver su dolor antes de que se ocultara en su casa, tendría que establecer un contacto directo. Pararle y preguntarle algo con algún pretexto para, acto seguido, tocarle la fibra y provocar que su dolor, fuera cual fuese la razón, saliera a la luz.