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Cillian era consciente de que las niñas que caminaban a su lado se estaban mofando de él. No le importaba. Aceleró el paso para alcanzar al treintañero y futuro viudo. Pensó que, para provocar empatía, podía representar el papel de padre inexperto. Decirle algo como «Disculpe la molestia… pero he visto esas bolsas que lleva y… tal vez pueda ayudarme. Mi mujer no se encuentra bien, tengo que ocuparme del bebé y voy un poco perdido… ¿Cuál es la mejor leche para un niño de un mes?». Pensó que si conseguía decir eso mismo pero con menos palabras funcionaría mejor. El hombre trajeado estaba a un par de metros.

A un metro.

El hombre se paró en medio de la acera y miró perdido alrededor. Cillian pasó por delante de él y se detuvo a medio metro de distancia. El hombre estaba tan absorto en sus cosas que ni se percató de la presencia de Cillian. Aprovechó el momento.

– Disculpe.

El hombre se giró hacia él. Pero otra persona atrajo su atención. Una mujer llegaba por detrás de Cillian. Tenía aproximadamente la misma edad que el ejecutivo. Y llevaba un anillo idéntico. Toda la teoría de Cillian se vino abajo.

Lo curioso e interesante era que la mujer tenía la misma expresión que el hombre. Un dolor profundo se escondía en sus ojos. La pareja no habló. Ella examinó las compras que había hecho el marido. Sacudió la cabeza al comprobar que una marca de leche no respondía a las necesidades. Él abrió los brazos para disculparse. Entonces ella le ofreció una sonrisa llena de comprensión y le acarició dulcemente la mejilla. Se fundieron en un abrazo. Y esta vez los ojos del hombre se humedecieron.

Cillian lo vivió todo a pocos centímetros. Oyó que la mujer le decía que no se preocupara, que ella se encargaría del bebé. La pareja intercambió las bolsas. Él se hizo con una que contenía su ropa.

– Te he metido un pijama, las zapatillas y un neceser -dijo la mujer.

Él se lo agradeció, emocionado.

– Te llamo cuando sepa algo.

– Ya verás como se pone bien, cariño. Estoy segura.

– Te quiero.

– Te quiero.

Cillian reformuló entonces otra hipótesis, pero esta vez no la verbalizó en alto debido a la cercanía con la pareja: «Me he equivocado. Quien se va es alguien de tu entorno, tal vez tu padre… o tu hermano. Vas al hospital para estar con él durante la operación».

Pensó en otra estrategia de aproximación. Pero entonces la vio. Con el rabillo del ojo. Clara estaba al otro lado de un escaparate, dentro de una tienda. Caminó hacia ella como hipnotizado, perpendicularmente al flujo de peatones. Chocó con distintos transeúntes.

– ¡Perdón! -se disculpó en general, sin mirar a la cara a nadie.

Tenía la vista fija en el otro lado del escaparate. Y de pronto la mujer que le había parecido Clara resultó ser una joven que sólo tenía en común con su vecina preferida el color del pelo. Nada más.

Se percató de que le miraban. Las dos niñas, paradas a unos pocos metros de él, estaban expectantes por ver qué sería lo siguiente que haría ese tipo raro que hablaba solo y perseguía a otro peatón. Descubiertas, se marcharon muertas de risa.

Volvió a mirar a la acera. Su presa se hallaba lejos pero alcanzable. El hombre se alejaba con su bolsa. Aún estaba a tiempo de pararle, hablar con él y provocarlo para que le mostrara su dolor. Pero, volvió a sentir que debía esperar. Le embargó una sensación que podía definirse como pereza. Su juego de los fines de semana le causaba puro y simple hastío.

Permaneció allí parado y observó de nuevo a la falsa Clara. Ésa era su presa. Todo lo demás era relleno. Se sintió como un pescador que deja escapar un pez, un buen pez, porque está seguro de que encontrará otro más grande. Esa seguridad no le venía por la experiencia, sino por su sexto sentido. En ese mar, en la calle Broadway, no había una presa lo suficientemente hermosa para satisfacerle. Necesitaba surcar otro mar. Necesitaba cazar a su ballena blanca. Todo lo demás era adorno. Vivía y moría por su Moby Dick.

El capitán Achab se dirigió entonces a la estación de metro más cercana y regresó a casa.

Pasó la noche en el apartamento 8A, en el dormitorio de Clara, en su cama, en su colchón. De momento, no podía hacer más. Por costumbre, no por necesidad, cubrió su cuerpo de desodorante neutro. Pero, después de la fumigación y la limpieza, el apartamento había perdido cualquier recuerdo olfativo de su dueña, y su olor corporal pasaba desapercibido.

Fue una noche tranquila, de espera.

Por la mañana se concedió un pequeño placer, algo que siempre había deseado pero que las circunstancias de sus agónicos despertares no le habían permitido.

El chorro de agua caliente le acarició la cara. Se duchaba en el piso de Clara, y a pesar de que la presión del agua era menos intensa que en su estudio, y que la bañera era más incómoda que su ducha, la sensación fue más placentera que nunca. Sentía que, con ese ritual, completaba de alguna manera la violación de ese espacio, que penetraba en el apartamento de Clara en su profundidad.

Y la guinda fue rasurarse desnudo delante del espejo en el que Clara se veía reflejada cada mañana. Con agua excesivamente caliente, al límite de la quemadura, afeitó la piel de su cara, con atención, sin cortarse. Sacudió después la maquinilla y liberó su vello en el desagüe del lavabo de diseño.

Pensó que había tomado del 8A todo lo que ese piso podía ofrecerle. No había forma de ordeñarlo más. Ahora sólo debía conseguir lo mismo de su dueña.

A través del ordenador de los Lorenzo, buscó en la red ideas e inspiración.

Ese domingo los padres de Alessandro iban a visitar a su primogénito y a su nuera en New Jersey. Se marchaban a media mañana, para estar allí a la hora de la comida, y volvían al final de la tarde, para cenar en casa, con Alessandro. Cillian se había ofrecido para hacer compañía al chico.

Entró en el piso de los Lorenzo a las diez y media de la mañana. La señora le había dejado en la mesa de la cocina unos escalopes de carne al vino blanco -simplemente habría que recalentarlos antes de comer- y una ensalada de tomate con aceite de oliva. Para Alessandro, lo de siempre: un puré muy líquido de verduras y carne que el chico tomaría con una pajita.

– Estás en tu casa, Cillian. Coge todo lo que quieras -dijo la mujer, señalando la despensa, llena de víveres.

Los números de teléfono del móvil del signor Giovanni, de la señora, del hijo mayor, de la nuera, de la casa de éstos y del médico del hospital Mount Sinai que seguía el caso de Alessandro, estaban todos apuntados en un papel enganchado en la puerta de la nevera. En caso de emergencia, Cillian tenía a quien llamar para pedir ayuda.

El portero aprovechó la ocasión para devolverles el ordenador portátil.

– Pero, hombre, quédatelo por si acaso -insistió el padre-. Nosotros no sabemos qué hacer con esto… y estas máquinas se vuelven obsoletas muy pronto, ya lo sabes.

Aun así, Cillian lo devolvió.

– Ya terminé lo que quería hacer. Muchas gracias. -Quería dejar las cosas en orden antes del regreso y la gran traca final con Clara.

A pesar de que no era la primera vez que Cillian se quedaba a solas con Alessandro, a la señora le gustaba explicárselo todo, «por si a caso». Así, Cillian vio por enésima vez dónde guardaban los baberos, un vaso de recambio en caso de que el otro se rompiera -eran vasos especiales con una pajita incorporada-, el catéter, las toallas húmedas para secar la baba, los pañales y la crema. Dio tiempo incluso para una humillación en público.

– Esta mañana ya ha ido de vientre. Acabo de cambiarle y de ponerle pomada. No debería hacer nada hasta esta noche… pero si se ensuciara, no te preocupes, le he puesto mucha crema para que no le escueza. Ya le cambiaré yo cuando volvamos.