Выбрать главу

Poco antes de las once, Cillian y Alessandro estaban solos en el apartamento. Las horas allí pasaban sumamente lentas. Los dos lo sabían. Sobre todo Alessandro.

Cillian se sentó a su lado y le puso al corriente de los últimos acontecimientos.

– La tengo en la cabeza todo el tiempo, Ale. No me había ocurrido nunca.

Alessandro le miraba impasible.

– No pongas esa cara, chaval. No me he enamorado, tranquilo. Esa tía va a tragarse todas sus sonrisas en una noche.

Le contó sus planes, aún en el aire; su única certeza era que recurriría por primera vez a la violencia física.

– Le haré daño, Ale. Le haré todo el daño que pueda.

Después de una hora hablando de Clara y de lo obsesionado que estaba con ella, propuso que comieran. Lo hicieron en silencio; Alessandro en su cama, y Cillian sentado a su lado.

– Sé que me repito -dijo con la boca llena-: tu madre es una pobre ignorante pero cocina de fábula. -Miró a Alessandro y luego el vaso lleno de puré amarillo que aspiraba con esa extraña pajita-. Claro que tú ya no puedes valorar ni eso. -Y añadió sin malas intenciones-: ¡Es increíble lo jodido que estás!

A las dos, muy puntual, como siempre, sonó el móvil de Cillian.

– Estoy abajo -dijo esa voz vulgar e inconfundible.

Ya habían terminado de comer; de hecho, estaban esperándola. Antes de abrir con el interfono el portal de abajo -cerrado los fines de semana debido a la ausencia del portero-, Cillian comprobó que todo estaba en orden.

– ¿Quieres que te cambie?

Alessandro cerró los ojos.

– No sabes cómo te lo agradezco -dijo Cillian, guiñándole un ojo.

Un ligero y discreto golpecito en la puerta anunció su llegada. Cillian fue a abrir. La chica tenía una mano en la cadera y en la otra sostenía la falda negra de Clara en una actitud amenazante.

– ¡Eres un hijo de puta!

– ¿Qué he hecho?

– La ropa que me diste el otro día, cabrón. -Las palabras eran duras pero el tono rozaba el juego. Era un simple reproche con un vocabulario algo subido de tono, fruto de la confianza entre el cliente habitual y la prestadora del servicio-. No sabes cómo me ha picado todo el cuerpo…

Cillian fue incapaz de contener una sonrisa. No había caído en que la ropa de Clara aún podía tener restos de las ortigas.

– Pasé una tarde horrible. Por el picor y por el asco de pensar que era pis de rata… Y encima estaba con un cliente que no paraba de estrujarme las tetas y el culo…

– Lo siento -consiguió decir Cillian.

La chica le tiró la falda de Clara a la cara.

– Ésta se la devuelves a la furcia de tu amiga. Y olvídate del descuento… Al contrario, me debes una. -Permaneció con la mano tendida.

Cillian se apartó la falda de la cara y le pagó por adelantado. Tenía el dinero preparado. Era la tarifa pactada. Lo mismo que le cobraba a él cuando no había servicio especial.

– Me debes una -insistió ella, apuntándole con el dedo.

La chica entró en la casa con decisión. Conocía ese piso. Sin necesidad de que Cillian le indicara el camino, fue directa al dormitorio.

– ¿Qué tal estás, cariño? -preguntó a Alessandro con su voz ronca y vulgar, pretendiendo ser sensual.

Cillian se asomó a la puerta.

– Si me necesitáis, estoy…

– Sí, claro. -La chica le cerró la puerta del dormitorio en las narices. Cillian oyó cómo le decía a Alessandro-: Seguro que era un pretexto para mirar, ya conozco yo a tu amigo. -Siguió una vulgar y sonora carcajada.

Cillian, como en otras ocasiones, se fue a la cocina para prepararse un café.

Los Lorenzo sólo compraban café italiano, pero probablemente la clave de que estuviera tan bueno era la vieja cafetera de acero inoxidable. Ese trasto debía de tener más de cincuenta años pero seguía funcionando a la perfección. «Nunca, nunca la limpies con detergente -le había dicho muy seria la madre de Alessandro-. Siempre sólo con agua.» El café que salía de allí no tenía nada que envidiar a las cafeterías especializadas. Con los Lorenzo, Cillian había aprendido a saborear el café exprés. No más de dos dedos de café, intenso, oscuro, sin azúcar, en un solo sorbo.

La idea de llevar a la chica a casa de Alessandro se le había ocurrido sin que él se lo pidiera. Le movía sobre todo la simple curiosidad, averiguar si en la vida increíblemente patética y desafortunada de ese chaval había alguna posibilidad de alivio.

Recordó la cara de Alessandro la primera vez que la chica entró en su dormitorio. Cillian les había dicho a él y a sus padres, que estarían fuera ese fin de semana, que vendría una enfermera amiga suya, experta en casos como el de Alessandro. El chico se había dado cuenta de inmediato de que no era ninguna enfermera. Había lanzado a Cillian una mirada de enfado, llena de odio. Delante de la chica, en esas condiciones, se sentía totalmente avergonzado.

Pero la joven, con su torpe sensualidad y descarada vulgaridad, había hecho desaparecer pronto cualquier razón de pudor. Esa vez Cillian se había quedado fuera del dormitorio pero con la oreja pegada a la puerta. Alessandro gemía de placer con el mismo gruñido animal que emitía cuando intentaba caminar. Ella suspiraba igual que lo hacía con Cillian y soltaba a intervalos medidos las mismas frases que se suponía debían tener el efecto de excitar al cliente.

Después de ese primer servicio, el rostro de Alessandro fue otro.

«¿La vuelvo a llamar o no te interesa?», había preguntado Cillian. Alessandro no había contestado. Se habían mirado un buen rato, hasta que Cillian cayó en la cuenta de que no valían preguntas disyuntivas y reformuló la frase: «¿La vuelvo a llamar?». Y Alessandro había levantado el labio superior.

Se quedó jugueteando con el poso del fondo de la taza hasta que la puerta del dormitorio volvió a abrirse.

– Que tengas un buen día, cariño. -La chica mandó un beso con la mano a Alessandro. Después se volvió hacia Cillian y le recordó el trato-: Me debes una, cabrón.

Habría sido una buena salida de escena, pero de pronto pareció acordarse de algo. Abandonó su tono borde y se acercó a Cillian.

– Cuando he entrado, en el vestíbulo había un vecino con una cara de hincha pelotas que te cagas.

– Creo que sé de quién me hablas.

– He subido con él en el ascensor. Ese mamón no paraba de mirarme de arriba abajo… Me ha preguntado adónde iba… Le he dicho la verdad, que venía aquí y que era enfermera. Que lo sepas.

– Has hecho muy bien.

La chica sonrió, pero enseguida volvió a apuntarle con el dedo.

Solía ser generosa. Se marchó a las 14.38; había regalado a Alessandro unos minutos extra de placer.

De nuevo estaban solos en el piso.

– ¿Quieres descansar un poco o empezamos ya?

Alessandro, en su cama, le miró sin contestar.

– Perdón. ¿Quieres descansar un poco?

Alessandro cerró los ojos.

– Adelante entonces.

Fue una sesión dura, extenuante, como todas. Pero Alessandro la afrontó con máxima determinación. No fue necesario que Cillian recurriera a las provocaciones. El chaval no dejó de mirar en ningún instante la ventana. Cada centímetro avanzado parecía quitarle energía pero darle nueva fuerza de voluntad.

– Me estás sorprendiendo, chaval. De saber el efecto que te hacía, habría llamado a la chica todos los días. -Sonrió desde la ventana.

Alessandro ni se inmutó.

– Ahora la derecha. Tranquilo, sin prisa, concentrándote.

Alessandro apretó los dientes con fuerza. Tembló. Emitió su habitual gruñido y, dándose impulso, se acercó cinco centímetros más a su posible libertad.

Cillian se sentía en comunión absoluta con él. Luchaban por objetivos diametralmente opuestos, pero les animaba la misma motivación: huir del aburrimiento, de la angustia de su existencia. Cillian luchaba cada día por escapar a la muerte; Alessandro, por encontrarla. Cillian tenía su muerte a mano; Alessandro, a una distancia tremenda. Cillian buscaba cada día motivos para vivir; la única motivación de Alessandro era morir.