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Observando los esfuerzos inhumanos del chaval para acercarse a la muerte, Cillian pensó que Alessandro era la persona que más se le parecía, por su determinación y su vínculo con el suicidio.

«Si él no se rinde, yo tampoco», se dijo mirando la sangre que brotaba otra vez del labio martirizado de Alessandro.

Un gruñido animal. En un acceso de rabia y fuerza, dio tres pasos seguidos. Torpes, patéticos, pero hacia delante. Hacia la ventana. Superó la marca que constituía su mejor actuación hasta el momento.

– ¡Eres un fenómeno! -exclamó Cillian, orgulloso.

Alessandro tenía una mirada salvaje. No parecía dispuesto a descansar. Concentró la fuerza en su pierna izquierda sin que Cillian le animara a hacerlo. Empujó, gruñó, y dio otro pequeño paso hacia delante. De inmediato, se quedó sin fuerza y se desplomó como un peso muerto.

Corrió a socorrerle. El chaval, con la boca y la barbilla manchadas de sangre, prácticamente sin aliento, tenía una ligera sonrisa en la cara. Su mirada salvaje seguía fija en la ventana.

Cillian le llevó a la cama.

– Por hoy es suficiente. -Le miró a los ojos-. Lo vas a conseguir, chico. -Y lo pensaba de verdad.

Le cambió la camiseta, manchada de sangre y de sudor, el pantalón del pijama, y le aseó con una toalla húmeda. Sentía un respeto profundo por ese chico y percibió que Alessandro lo sabía. Pensó que seguramente ese día había sido para el chaval el mejor de los últimos años.

Y entonces sonó su móvil. El corazón se le aceleró. En el display apareció el nombre de Clara. Sin necesidad de que dijera nada, le pareció que Alessandro se había dado cuenta de quién se trataba. Intercambiaron una mirada de duda. ¿A qué venía esa llamada un domingo por la tarde?

Dejó que el teléfono sonara un par de veces más.

– ¿Sí?

– Hola, Cillian, soy Clara. ¿Te molesto?

– No… no… diga.

– Siento llamarte en tu día de descanso, de verdad, pero… quería comentarte que, si está todo en orden, volveré hoy…

La situación se precipitaba.

– ¿Hoy? -el tono de Cillian dejaba intuir que la idea no le entusiasmaba.

– Sí. ¿Algún problema?

– Es que… me había dicho que volvía mañana y aún no he recogido los plásticos… todo está en desorden… no tuve tiempo de…

– Me da igual, de verdad. Es que… -se rió- en casa de mi madre no aguanto más. Con que en la mía no haya bichos ni veneno, me conformo.

Cillian se percató de la mirada de Alessandro. Una mirada severa, seria. Le exigía que fuera responsable. Le decía que no tuviese miedo. Que se enfrentara a su gran día sin buscar excusas.

– ¿Cillian? ¿Estás ahí, Cillian?

Con esa mirada le decía que dejara de preocuparse, que estaba preparado. Él tenía la gran suerte de hallarse enfrente de su ventana personal. Había llegado el momento de dar el paso más valiente.

– ¿Cillian?

El portero asintió con la cabeza. Alessandro tenía razón. «Siempre adelante, sin miedo ninguno.»

– Cillian, ¿me oyes?

– Sí, estoy aquí. Tranquila, vuelva hoy. Lo encontrará todo en orden.

– ¡Qué bien! Llegaré en un par de horas. Pasaré a verte así arreglaremos lo de tus servicios.

– Esta noche estaré fuera, señorita King -dijo con voz firme-. Hablaremos tranquilamente mañana, no se preocupe.

– Hasta mañana entonces.

Cillian colgó. Permanecieron unos instantes mirándose. Percibió una sana envidia en los ojos de Alessandro. Cillian ya estaba cerca, muy cerca de su meta.

– Tu ventana tampoco está muy lejos.

Alessandro levantó el labio superior. Esa tarde también él lo creía así.

– Es posible que…, si todo va como debe, ésta sea la última vez que nos veamos. Lo entiendes, ¿verdad?

Alessandro volvió a levantar el labio superior.

– En ese caso tendrás que seguir solo. Pero yo sé que puedes hacerlo.

Alessandro le guiñó el ojo y después recurrió a su especie de sonrisa.

– Falta una hora para que lleguen tus padres…

Alessandro intuyó la pregunta de Cillian y anticipó su respuesta. Miró la puerta de su dormitorio. Le daba permiso para salir. Ya. Inmediatamente.

– Necesito prepararlo todo.

Le estrechó la mano, con vigor. La mano de Alessandro, inerte como una hoja muerta, se apretó tenuemente contra la del portero. Estaban de acuerdo.

– Espero que beses la acera pronto. -Ésa fue su despedida.

Se marchó a las 17.30. Alessandro se quedó solo en casa. Cillian se fue directo a su estudio para los últimos preparativos.

13

En su estudio, se dio una ducha rápida para despejarse. La sensación del chorro de agua caliente sobre su piel le transportaba a ese momento de subidón, al inicio de cada día, que seguía a la superación de la ruleta rusa en la azotea. Un tibio intento de engañar -por una vez invirtiendo los papeles- a su subconsciente recreando una situación sensorial positiva.

Tenía tiempo de sobra, pero se secó deprisa, impaciente. Aún con la toalla alrededor de su cuerpo, preparó la bolsa de deporte.

Como en el carrito de la compra del supermercado, fue de los objetos más pesados a los más ligeros. De la caja de herramientas cogió un martillo, dos gruesas tenazas y una pequeña sierra para madera. Del cajón de la cocina, un estilete de carnicero que estaba en el estudio antes de que él entrase a vivir; posiblemente era propiedad de su predecesor. Del armario donde guardaba los productos de limpieza, el bote de ácido desatascador que ya había utilizado con eficacia un par de veces. De nuevo de la caja de herramientas, un rollo de cinta americana, una cuerda y una cajita con clavos. De la última remesa de la farmacia, tres jeringuillas de cristal, sin usar. Del costurero, unas tijeras y -esto se le ocurrió en el momento de coger las tijeras- una cajita de plástico con doce alfileres y agujas de distintos tamaños. Y, por último, su libreta negra y un bolígrafo.

Repasó la lista de las cosas que iba a necesitar esa noche y que había apuntado en su libreta negra, junto con las ideas de cómo iba a utilizarlas. No había olvidado nada. Cerró la bolsa y miró el reloj. Las 18.40. Faltaba más de una hora para el regreso de Clara, pero quería que le sobrara tiempo, para evitar sorpresas.

Se pasó con generosidad el desodorante por todo el cuerpo y se vistió. Optó por ropa cómoda, que le permitiera la mayor libertad de movimientos posible. Eligió un chándal que no había utilizado nunca. Uno de los tantos regalos malogrados de su madre. Los colores, rojo y amarillo, eran llamativos, exageradamente llamativos. No es que a Cillian le importara demasiado su aspecto, pero pensaba que para todo había un límite: nunca se habría puesto algo así para salir a la calle.

Sin embargo, en ese momento la esencia era más importante que la estética, y ese atuendo cumplía con la necesidad. Además, acabar su vida vestido con ese regalo haría el dolor de su madre un poco más intenso.

Antes de salir, dejó el estudio perfectamente ordenado. Eso era lo que le habían enseñado de pequeño, que cuando uno se iba de casa por mucho tiempo, debía dejarlo todo muy bien recogido. Y esa filosofía le había acompañando desde entonces. Cerró la llave del gas y la del agua. Toda su ropa estaba guardada en una maleta grande. Finalmente cerró la puerta con doble vuelta de llave.

En el vestíbulo, pasó por la garita para comprobar que todo estaba en orden también allí. En el cajón de la mesa sólo había la cajita donde guardaba los objetos «perdidos». Debido a la limpieza que había hecho recientemente, dentro no había más que un par de cartas para el señor Samuelson.

Se llevó las cartas; todo debía quedar impoluto. Su reemplazante lo tendría la mar de fácil para instalarse en el estudio y tomar posesión de la garita.