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Llegó a la octava planta a las 18.55. Las herramientas metálicas chocaron con fragor contra el falso mármol cuando Cillian dejó la bolsa en el suelo para abrir la puerta del apartamento. Y cinco segundos después no se sorprendió al oír otra puerta que se abría a su espalda. Ursula le miraba intrigada.

– ¿Has ido al gimnasio?

– ¿Cómo lo has sabido?

– Bonito chándal… sobre todo discreto.

– ¿Algo más?

– Hoy es domingo. No trabajas. ¿Qué haces aquí?

Cillian no le hizo caso. Metió la llave en la cerradura y abrió.

– Oye, te estoy hablando. ¿Estás sordo?

Cillian se giró hacia ella, rabioso.

– ¡Cállate y desaparece de mi vista, niña de los cojones! ¿No tienes nada mejor que hacer que estar todo el día pendiente de lo que hago?

A Ursula le sorprendió el inesperado tono agresivo del portero. Pero volvió a la carga al instante.

– ¿Se puede saber qué haces en el piso de Clara a estas horas?

Estuvo a punto de contestar, pero una sombra que apareció detrás de Ursula le detuvo. El padre de la niña se asomó a la puerta.

– ¿Qué ocurre aquí? -El hombre miró interrogante a su hija y luego al portero.

– Le decía a Ursula que tengo que acabar la fumigación del 8A… Pero la plaga está controlada, no se preocupe. -El hombre seguía mirándole, no parecía satisfecho por la respuesta. Cillian intentó desviar su atención-: Ustedes no han tenido problemas, ¿verdad?

– No, nosotros no. Pero ¿por qué estaba gritando a mi hija? -preguntó el padre, suspicaz.

Cillian puso cara de extrañeza, como si allí no hubiera gritado nadie. Siguió un silencio incómodo. El hombre le miraba. Cillian intentaba sostenerle la mirada sin parecer maleducado.

– Le he pedido que me deje ver cómo fumiga a los insectos, pero él no quiere. -Ursula, en su extraño juego con Cillian, le había echado un oportuno cable-. Dice que es peligroso. Me he puesto un poco pesada y… me ha regañado.

El portero aprovechó la coartada.

– Ya te lo he dicho: es por el veneno, cariño, no por otra cosa. De hecho, yo tengo que llevar una mascarilla.

Silencio de nuevo. Esta vez Cillian y Ursula quedaron a la espera de la reacción del padre, de si su historia había colado. El hombre seguía callado, pero la expresión de suspicacia estaba evolucionando a un semblante de confusión. La respuesta tenía sentido, pero ahí había algo que no encajaba.

Cillian rompió el momento.

– No duden en llamarme si ven algún insecto, por pequeño que sea… Mejor prevenir que curar.

– Descuida -dijo Ursula al tiempo que se metía en su apartamento-, sabemos dónde encontrarte.

La niña desapareció dentro de la casa. El padre, desconcertado aún por esa conversación, seguía mirando al portero. Cillian lo saludó con un movimiento de la cabeza y se metió en el piso de Clara; dejó al hombre solo, con sus dudas.

El portero se quedó apoyado en la puerta hasta que oyó que al otro lado la del 8B se cerraba. Pegó el ojo a la mirilla. El pasillo volvía a estar desierto.

– Espero que esa niña no lo joda todo -se susurró a sí mismo para exorcizar su último temor: la posibilidad de que Ursula se quedara pegada a la mirilla y que, al no verle salir, interceptara a Clara a su llegada. Pero, tras analizar los hechos, pensó que el juego de Ursula iba con él y sólo con él. Esa niña de los cojones no avisaría a Clara porque de ese modo perdería la posibilidad de chantajearle a él más tarde. Se tranquilizó. Su peor enemigo le tenía demasiada manía para delatarle.

El piso estaba en perfecto estado. Limpio, ordenado, aséptico. «Te vas a llevar a una grata sorpresa cuando lo veas.»

Cillian fue directo al dormitorio; esta vez no se quitó los zapatos. Se puso manos a la obra sin rodeos. Sacó la cuerda y las tijeras de costura. Se tumbó en la cama, boca arriba, y abrió los brazos y las piernas para medir los trozos de cuerda que necesitaría para atar los pies y las manos de Clara a las patas de la cama. La chica era unos diez centímetros más baja que él, pero prefirió pecar de largo.

Cortó los cuatro trozos y guardó la cuerda sobrante en la bolsa de deporte. Preparó un nudo corredizo en los extremos de cada tramo de cuerda para facilitar la tarea más adelante, cuando la situación no sería tan tranquila.

Comprobó el nudo con su pie izquierdo. Un extremo de la cuerda en la pata y el otro extremo alrededor de su tobillo. Forcejeó: la cuerda y la pata de la cama aguantarían sin problemas cualquier intento de Clara de liberarse.

Consideró la opción de atarla boca abajo, pero finalmente volvió a su plan original. Quería verle la cara. Quería ver cómo esa sonrisa se borraba para siempre de su rostro.

Cogió la cinta adhesiva y midió la cantidad que necesitaría para taparle la boca de oreja a oreja. En un lado de la cinta, hizo un corte de un centímetro para que fuera fácil arrancar el trozo entero en el momento oportuno.

Faltaban las herramientas. Las sacó una a una de la bolsa y las puso, ordenadamente, debajo de la cama. Desde la más pesada, el martillo, hasta la más ligera, las agujas.

No tenía un plan definido. Sabía para qué servía cada objeto y había apuntado ideas sueltas en su libreta. Una vez Clara estuviera inmovilizada en la cama, improvisaría la tortura.

El frenesí de la situación le empujó a hacer algo inmediatamente. Cogió un alfiler de la cajita y se subió la manga del chándal. Había leído que uno de los puntos más sensibles de la piel era la parte inferior del brazo, a la altura de las axilas. Y quiso comprobarlo. Se clavó el alfiler, con fuerza. La punta penetró su carne, un par de milímetros. Suficiente para que entendiera por qué solían darse pellizcos en ese lugar para reanimar a alguien que se hubiera desmayado.

Al sacar el alfiler, notó que su mano temblaba ligeramente. La causa no era el dolor, sino la idea de repetir esa acción sobre Clara. A nivel conceptual y práctico, aborrecía la violencia. La simple idea de dar un puñetazo a alguien le ponía sumamente nervioso, inseguro, y su organismo reaccionaba en consecuencia. Se le cerraba el estómago, las extremidades le temblaban, y las glándulas del sudor segregaban sin contención.

El gran problema no sería encontrar la fuerza para inmovilizar a Clara, sino superar la repulsión que la tortura le provocaba. Tenía treinta años y nunca, ni siquiera de niño, había pegado a nadie.

El último uso que había dado al ordenador de Alessandro había consistido en buscar información sobre métodos de tortura y suplicios. Y más de una vez había tenido que detener la lectura, horrorizado.

Había escogido los utensilios a partir de la información conseguida.

Extrajo el alfiler clavado en su piel, limpió la sangre de la punta y volvió a guardarlo en la cajita. Imaginó ese dolor repetido doce veces -el número de agujas y alfileres que había en la cajita- y pensó que sería más que suficiente. Casi seguro que no recurriría a los clavos, por doloroso y tremendo que fuese su efecto de contracción sobre los músculos, como le había ocurrido a Jesucristo en la cruz. Había leído que cuando le clavaron el hierro en la muñeca -en la muñeca, no en la mano- el brazo se le contrajo más de tres centímetros, tal como se podía comprobar en las marcas de la Sábana Santa, guardada en la catedral de Turín. Tanto daba si el lienzo era el original o no.

En su libreta negra había guardado un artículo interesantísimo sobre el llamado lienzo sagrado. El articulista estaba seguro de que se trataba de una imitación del siglo XII, pero eso no le llevaba a cuestionar su valor como objeto de culto. Un culto particular, poco divino y macabramente muy científico. El articulista defendía la curiosa tesis de que el imitador medieval, para recrear a la perfección las heridas de Cristo, había torturado y matado a una persona de la misma forma que habían matado y torturado a Jesús. Así, al pobre desgraciado de la Edad Media, le habrían crucificado clavándole dos estacas de hierro en las muñecas y una en los empeines sobrepuestos; le habrían plantado una corona de espinas, clavado una lanza en el costado, y hasta presionado contra la cara una esponja empapada en vinagre.