En fin, ese artículo era sólo el primero de una larga lista de ideas de pequeñas acciones para reproducir con Clara.
Sobre el papel, la función de la sierra era definida y simple. La idea era practicar incisiones perpendiculares al fémur, en los muslos, de unos tres o cuatros centímetros de profundidad. Entre seis y diez incisiones en cada extremidad. La imagen sacada de una web asiática le impresionaba a pesar de que la había visto decenas de veces. Y si Clara no se desmayaba por el dolor, realizaría lo mismo en los brazos. Aunque, según lo que había leído en la web, el dolor era tan intenso que seguramente Clara perdería el conocimiento antes de que hubiera practicado media docena de cortes.
El estilete de carnicero tenía la función de comodín. La mera imagen de ese palo puntiagudo le ponía la piel de gallina. Y esperaba que a Clara le ocurriera lo mismo.
De todos los utensilios que había cogido, lo que más le horrorizaba y asustaba era las tenazas. La idea de aferrar un trozo de carne de la chica -un pezón, por ejemplo- y girarlo… le dejaba sin respiración. Recurriría a esos instrumentos sólo en el caso de que Clara hubiera soportado todo lo demás o la situación requiriera una acción rápida y drástica. Y deseó, más por sí mismo que por ella, que ese momento no llegara.
A partir de sus conocimientos paramédicos, había llegado casualmente a la decisión de dar un nuevo uso al desatascador que aún llenaba la mitad del bote. Recordaba lo dolorosas que eran las vacunas contra el tétanos, y cuando trabajaba de enfermero había aprendido que las inyecciones intramusculares eran más dolorosas cuanto más densa era la solución inyectada y menor la masa muscular. Así, la misma jeringuilla provocaba un dolor distinto si entraba, por ejemplo, en un glúteo, en un bíceps, en la barriga o en el cóccix. Había echado un vistazo a las sustancias que tenía en casa en busca de una mezcla espesa. Y sus ojos se habían posado en ese bote con la calavera negra sobre un fondo naranja que indicaba extremo peligro. De ahí la idea había evolucionado hasta la decisión de inyectar no sólo una sustancia densa sino también corrosiva. En la red no había encontrado ninguna información sobre los efectos de un desatascador inyectado por vía intramuscular, pero no le importaba ser pionero en ese experimento. Estaba seguro de que la reacción estaría a la altura de las expectativas. Le destrozaría los músculos y los huesos; abriría un agujero en su interior. Las tres jeringuillas estaban ya listas, cargadas con su solución de color verde oscuro.
El martillo, con una parte chata para clavar y la otra biforme para extraer los clavos, tenía la función de poner fin a todo. Un golpe seco en la sien y todo habría acabado. La herramienta más pesada, al fin y al cabo, resultaría la más bondadosa.
Miró el reloj. Pasaban unos minutos de las siete de la tarde. Según había anunciado Clara, faltaba menos de una hora para su llegada.
Se tumbó debajo de la cama, junto a los artilugios, y cerró los ojos. Esperó.
No aguantó más de cinco minutos. La impaciencia y los nervios pudieron con él. Tuvo que salir de su escondite y pasear por el dormitorio para descargar la tensión. Tenía el cuerpo cubierto de sudor. Le temblaban las manos. Notaba la boca completamente seca.
«Aguanta, Cillian. ¡No te vengas abajo ahora!»
No se recriminó esa actitud. Asumió que era una reacción normal, fruto del extraordinario momento que estaba viviendo. Lo preocupante habría sido que su subconsciente afrontara con serenidad y control esa situación. Su organismo era consciente del momento trascendental de su existencia.
«Lo estás haciendo bien, Cillian -se dijo-. Todo va bien.»
Para aguantar la presión, necesitaba tener ocupada la mente. Necesitaba distraerse. Y decidió ensayar los movimientos de la ofensiva.
Su estrategia original preveía esperar a Clara escondido debajo de la cama, como siempre, aguardar a que se durmiera y entonces atacarle, pero no con el cloroformo -esta vez necesitaba tenerla bien despierta-, sino con la cinta adhesiva, con la que le taparía la boca. El resto sería puro forcejeo hasta tenerla atada a la cama.
Ése era el plan más seguro, pero había un problema: implicaba esperar no sólo hasta que Clara llegara a casa, sino mientras la chica cenaba, miraba la tele, se iba a la cama y, finalmente, se dormía. Eso con todos los nervios que Cillian habría acumulado durante ese tiempo.
Ensayó entonces otras alternativas. Opciones de agresión por sorpresa en el momento de la llegada.
El salón no ofrecía escondites convincentes. Esperarla detrás de la puerta principal era arriesgado: si Clara abría con fuerza le aplastaría contra la pared y entorpecería su asalto. Además, la cercanía con el pasillo exterior era desaconsejable; tal vez a la chica le daba tiempo a gritar… o quizá un ojo indiscreto pegado a la mirilla del 8B entreveía algo…
No necesitó largas elucubraciones para descartar la hipótesis de esconderse agachado detrás del sofá o en la cocina americana. Clara lo vería desde lejos nada más entrar en el apartamento.
Barajó la opción de las cortinas. Probablemente estaba muy visto, pero cabía la posibilidad de que Clara, al entrar, se quedara tan sorprendida por el perfecto estado del piso que se acercara a examinar las cortinas, limpias como nunca. Y entonces el portero la sorprendería desde cortísima distancia.
Ensayó la acción. Y detectó el inconveniente. Las cortinas eran oscuras y, a pesar de que con la luz encendida algo se entreveía a través de la tela, no le pareció oportuno perder el control de lo que estaba pasando en el salón. Si se escondía detrás de las cortinas, no vería la silueta de Clara, ni sabría dónde se hallaba, hasta que estuviera a un metro de él.
Trasladó entonces el área de ensayos generales al pasillo.
Una opción era esconderse en el baño, esperar a que Clara pasara por el pasillo y, entonces, atacarla por la espalda. Pero si Clara iba directamente al servicio, se encontrarían cara a cara. Y ese escenario comportaba demasiadas variables, imposibles de prever y controlar a priori.
Otra alternativa era esconderse en el cuarto de invitados y, de nuevo, esperar a que Clara pasara por el pasillo, directa a su dormitorio, y sorprenderla por detrás. Por lo que Cillian había comprobado en las noches transcurridas con ella, casi nunca entraba en ese cuarto. Pero ese día era especial. Era muy probable que Clara inspeccionara todo el piso, todo, para ver el resultado después de la fumigación. De nuevo se arriesgaba a encontrársela cara a cara.
Regresó al dormitorio. Inspeccionó ese lugar que conocía a la perfección. El armario, vacío, tenía una amplitud acogedora. Seguramente la chica lo abriría antes de acostarse para comprobar el estado posfumigación. Se la encontraría de frente, pero él tendría ventaja.
De todas las opciones consideradas, ésa era la que más le agradaba. La única pega era que, allí dentro, no se enteraría de nada de lo que pasaba en el piso desde el regreso de Clara hasta que por fin abriera el armario.
Aun así, quiso darle una oportunidad. Se metió dentro del armario y cerró las puertas. Ensayó un ataque. Se abalanzó sobre una Clara imaginaria, empujándola hacia atrás, hacia la cama, sin darle tiempo a reaccionar y tumbándola finalmente donde quería. Fue perfecto.
Escenificó el ficticio ataque un par de veces más y el resultado fue satisfactorio las dos veces. Si Clara abría ese armario -y estaba seguro de que lo haría-, no tendría manera de escapar.
A continuación se dedicó a experimentar el forcejeo sobre el lecho. La bloquearía con una mano y con el cuerpo mientras con la otra procedía a atarla a las patas de la cama. La prioridad era taparle la boca con la cinta. Una vez eliminada cualquier posibilidad de pedir ayuda, el juego estaría decidido y todo podría hacerse con el tiempo necesario.