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De pronto se vio reflejado en el espejo y su imagen, estirado en la cama luchando con el aire, le pareció más patética que nunca. Y encima vestido con ese chándal de payaso. Se avergonzó de sí mismo.

Alisó la colcha y meditó la estrategia.

Su mano rota y aún dolorida y el rechazo que a priori le producía la violencia le llevaron a la conclusión de que una forma menos primitiva de inmovilizarla sería amenazarla simplemente con el estilete de carnicero.

– ¡Eso es!

De esa manera, bastaría con enseñarle el metal puntiagudo para cerrarle la boca y obligarla -sin necesidad de recurrir a la fuerza- a tumbarse en la cama y a dejarse atar. Esta idea le gustaba mucho más. Y, de poder escoger, la tortura se limitaría a las tres inyecciones de ácido, cuya puesta en escena era, cuando menos, pulcra y casi aséptica, salvo por los agujeritos que se producían en la piel al perforar con la aguja.

– ¡Eso es! -volvió a decirse, animado y sorprendido de que no se le hubiera ocurrido antes.

Miró el reloj. Las 19.40.

Faltaban pocos minutos. En breve, Clara entraría en el piso.

Debía tomar una decisión. Y escogió el armario, pero dejó una de las dos puertas ligeramente abierta para tener un pequeño pero valioso ángulo de visión de todo el dormitorio.

Los minutos pasaron despacio. Más despacio que en el cuarto de Alessandro durante las sesiones de rehabilitación. Más despacio que en las aburridas conversaciones matutinas con la señora Norman. Más despacio que nunca.

Contó los segundos en su cabeza. Un segundo tras otro; un minuto tras otro. Hasta que dieron las ocho.

Había entrado en el tiempo de riesgo. A partir de ahí, en cualquier momento oiría el sonido de las llaves de Clara adentrándose en la cerradura.

Pero siguió contando y llegaron las 20.03. Las 20.05. Contó los segundos de trescientos a cero, hasta las 20.10. Y nada. Seguía siendo el único inquilino del apartamento 8A.

El armario se convirtió en un espacio agobiante, caluroso, angustiante, insufrible. Empujó una puerta, se lanzó fuera e introdujo una bocanada de aire en sus pulmones. Recordó que debajo de la cama corría más aire.

Se secó la frente empapada de sudor y la notó muy caliente. Clara guardaba un termómetro en el cajón de su mesilla de noche. Sin dejar de prestar atención a cualquier sonido proveniente del salón, introdujo el objeto de cristal debajo de su axila.

Empezó a pasear por el cuarto y, de nuevo, a contar los segundos. Al minuto, comprobó el nivel del mercurio. La línea roja superaba los 38 grados. Tenía fiebre, seguramente provocada por la tensión.

No se preocupó por volver a dejar el termómetro en su sitio. Ya no procedía. Se lo guardó en el bolsillo; pretendía tomarse otra vez la temperatura al cabo de un rato.

En la que debía ser su gran noche, tenía el metatarso roto y fiebre. De pronto, los síntomas colaterales se hicieron manifiestos. Se sentía débil. Los ojos le picaban. La cabeza no le dolía pero la notaba pesada.

– ¡Ven ya, joder!

Se sorprendió a sí mismo soltando un taco. El segundo de la noche después del «niña de los cojones» dirigido a Ursula. Ése no era él. Necesitaba que esa extenuante espera cesara de inmediato. Pero Clara seguía sin regresar.

Cillian se conocía bien. Y se temía. No tardaría en empezar a verlo todo negativo. En desesperarse. En desencadenar un ataque a destiempo de angustia que difícilmente sabría contener.

– ¡¿Dónde coño estás?!

Entonces se le ocurrió que por lo menos podría intentar aclarar esa duda. Cogió el móvil y empezó a escribir un mensaje de texto: «Buenas noches, señorita King. ¿Ya ha regresado? Espero que el piso esté de su agrado. Cillian». Lo envió, sin releerlo, frenético.

Paseó por el dormitorio, por el pasillo, con el móvil en mano, esperando una respuesta. Nada. Las 20.30 y Clara seguía sin regresar a casa y sin contestar a su mensaje.

Volvió a leer lo que había escrito.

– ¡Qué idiota!

Se había equivocado. Primero por haberle mandado un SMS en lugar de llamarla. Y segundo por lo que había escrito. Seguro que Clara no contestaría hasta ver el piso. No tenía mucho sentido que lo hiciera antes.

Las 20.35. Volvió a tomarse la temperatura. Mientras tanto, decidió llamar. Parecería un pesado, pero no era el momento de tener ese tipo de escrúpulos.

Con el termómetro debajo de la axila, paseando sin rumbo por el cuarto de invitados, la llamó. Un tono, dos, tres… al sexto saltó el contestador: «Hola, di blablablá después del bip y te llamaré».

Sonó el pitido. Pero Cillian permaneció callado. Colgó. En su vagabundear se encontró sentado en el borde la bañera.

Las 20.37.

Necesitaba refrescarse la cara. Si Clara hubiese entrado en la casa en ese momento, habría oído el sonido del grifo abierto. Pero se arriesgó. Se frotó el rostro con agua fría. Y después metió la cabeza debajo del chorro de agua. Se acordó entonces de que el termómetro seguía debajo de su axila. 38,3. El agua fría no surtía efecto.

Se secó con la toalla limpia de tintorería que había dejado colgada. Luego la escondió en el cuarto de invitados y la reemplazó por otra. Y regresó al dormitorio.

Esas idas y venidas sin rumbo por el apartamento eran sintomáticas de que las cosas no iban bien. Pero no podía hacer nada al respecto. Se sentó en la cama y se cogió la cabeza, cada vez más cargada, entre las manos.

– Aguanta, Cillian -se susurró sin convicción.

Las 20.43. El móvil seguía sin vibrar, las piernas le flojeaban, el estómago le dolía y los primeros puntitos amarillos habían aparecido en la visión de su ojo derecho.

Cogió una almohada y se deslizó debajo de la cama, al lado de sus herramientas. Apretó la sien sobre el cojín fresco, para aliviar la presión sanguínea en la frente.

Estuvo despierto en todo momento, pero mantuvo los ojos cerrados y permaneció quieto. No miró el reloj para no forzar la vista. Aun así, tenía una idea aproximada de la hora que era porque no podía parar de contar mentalmente los segundos.

Se sometió a un ejercicio de autorrelajación. Con la cabeza contra la almohada, imaginó que se encontraba en un refugio de montaña. Un lugar extremadamente frío y oscuro. Imaginó que una capa de hielo envolvía los dedos de su pie derecho. Subía por el empeine hasta el talón. Llegaba al tobillo y ascendía, despacio, por la pantorrilla, la rodilla, el muslo. Repitió el ejercicio mental con su pierna izquierda. La imaginaria capa de hielo se apoderó progresivamente también de esa extremidad, provocando, en su estado febril, una sensación placentera.

Cuando el hielo le cubría también la pierna izquierda, se concentró en sus caderas. Las nalgas, el cóccix, los genitales. El hielo se apoderaba de su cuerpo, bloqueándolo en una prisión de frío. El vientre, el costado, la espalda. Ascendía por las costillas, una a una, llegaba al esternón, luego a la clavícula derecha y bajaba por el hombro, el codo, el antebrazo, la muñeca, la mano, los dedos.

Y lo mismo con el hombro izquierdo.

Pasó entonces al cuello. Allí era más difícil concentrarse. La capa de frío subía más despacio. Pero llegó a la barbilla, se desvió hacia su oreja derecha, la nuca, la oreja izquierda, y volvió a la cara. Llegó a la boca. Rodeó los labios. Se insinuó por la nariz. Entonces se deslizó por las mejillas y atacó los párpados. Subió por las cejas y llegó por fin a la frente, aportando una frescura placentera. Finalmente, cubrió toda la cabeza.

Había recubierto su cuerpo con una sutil capa de hielo. Se sentía rígido, bloqueado, con la sensación -tal vez engañosa- de que su temperatura corporal estaba bajando.

Le habría gustado poder medir su estado febril. Pero el termómetro estaba en su bolsillo y el hielo le impedía mover los brazos.

A continuación el ejercicio preveía recubrir el cuerpo con una capa de hielo más sólida. Empezó de nuevo por el pie derecho. Al llegar al tobillo se percató de que su bolsillo temblaba. Percibió el temblor a pesar de la capa de nieve congelada.