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Entró a ciegas, confuso, ni siquiera sabía si estaba de pie o a cuatro patas. Tuvo la sensación de que se resbalaba y se golpeaba la cabeza contra algo duro.

En el dormitorio, el grito de Clara al alcanzar el orgasmo.

Un silbido en el oído. En su cabeza. Después, silencio. Los sentidos le abandonaron.

Se fue.

14

El primer sentido que recuperó fue el oído. Percibió el sonido lejano de un pequeño río de montaña… el agua que impactaba contra las rocas después de una breve caída. Por la intensidad del ruido, el caudal tenía que ser pequeño pero ramificado a juzgar por el retumbar del agua que provenía de distintos lados.

Resucitó entonces el tacto. Cillian salía de su sopor. La piel de su cara percibió las bofetadas heladas del agua. Gotas frías de la nieve derretida le mojaban la cara con contundencia. Tenía que encontrarse muy cerca de la pequeña catarata. Notó que no había brisa.

Luego llegó la visión, al principio nublada y desenfocada. Abrió sus ojos legañosos y se despertó completamente. Miró alrededor. No sabía dónde estaba. Pero desde luego, a pesar del sonido engañoso, allí no había ningún río ni ninguna montaña. Se encontraba tumbado boca arriba en una caja blanca. Una luz roja y otra amarilla iluminaban su cuerpo. Sobre su cabeza brillaba un disco plateado. El agua le salpicaba la cara y él no entendía de dónde procedía.

El gusto. Tenía la boca cerrada, pero unas gotas consiguieron colarse entre sus labios y alcanzar la lengua. Un sabor sutil y familiar, a cal. Sin saber por qué, le vino a la cabeza que él solía comprar botellas de agua mineral.

Y, por último, el olfato. Esencia de mujer. El olor de Clara cuando él se acostaba a su lado y la abrazaba.

Dio un respingo: de pronto las gotas de agua se habían vuelto calientes. Se movió y su cabeza acabó debajo de un chorro intenso. Estaba en una bañera. En la bañera de Clara, debajo de la alcachofa colgada a la pared. Se apartó lo suficiente para librarse del impacto directo del manantial caliente. Pero el agua acumulada en la bañera seguía empapándole la ropa, su chándal chillón, amarillo y rojo, y las zapatillas de deporte.

Se llevó la mano a la cabeza e intentó poner orden mental a la situación. La noche anterior debió de arrastrarse hasta allí poco antes de perder el sentido. No había otra explicación.

Miró el reloj: las 9.10. Había pasado toda la noche allí. Aún estaba aturdido, desconcertado. Le costaba organizar los pensamientos. Comprobó en su propia piel cómo debía de sentirse Clara cada mañana después del sueño inducido.

«La cabeza… me estalla.» La migraña no le había abandonado. El clavo imaginario seguía en la frente, sobre su ojo derecho.

El fragor del agua de la cisterna del váter resonó entonces en el cuarto. Cillian abrió mucho los ojos y se puso tenso. No estaba solo. Al otro lado de la cortina únicamente percibía sombras estáticas. Pero no estaba solo. Una de las sombras se movió. Una silueta humana se levantó y se pasó una vez las manos por los muslos, de abajo arriba. Clara. Clara estaba subiéndose las braguitas. La silueta dio unos pasos adelante, hacia el grifo. Se acercó a la bañera.

La mano de la chica entró a través de las cortinas grises, por encima de su cabeza, para comprobar la temperatura del agua. Cillian ni siquiera respiraba. Entonces la mano jugueteó con los mandos del grifo hasta conseguir la mezcla deseada entre calor y frío, y volvió a desaparecer al otro lado.

Cillian se había despertado más tarde de lo habitual, en un lugar inusual de una forma inesperada, pero el ataque de angustia llegó como cada mañana, indiferente al retraso y el lugar.

Se sintió perdido. Le faltó el aire. Necesitaba salir de allí de inmediato, subir sin demora a la azotea. Pero esa silueta, de pie, delante del espejo, le bloqueaba el camino. Los papeles se habían invertido: Clara era el gato; él, el ratón.

Echó una mirada a la pequeña ventana del baño. Sabía que no serviría como vía de escape porque daba a un patio interior en el que no había escalera de emergencia. El vacío y, ocho plantas más abajo, el suelo. Pero tal vez serviría como escenario para una improvisada ruleta rusa. Ese agujero en la pared podía representar una vía de escape para esa embarazosa situación que era su vida.

El problema era el tamaño. Parecía demasiado pequeño. Antes de decidirse por esa opción debía comprobar si podía pasar por ese angosto espacio sin arriesgarse a quedarse atascado con medio cuerpo fuera y medio dentro.

Al otro lado de las cortinas, Clara se quitó el camisón. El portero vio, a través de una rendija, la espalda desnuda de la chica; aún tenía profundas excoriaciones. Por primera vez la visión de Clara le pareció desagradable.

– ¡Ayúdame con la pomada, porfa! ¡No llego a la espalda! -dijo ella de pronto, y Cillian pegó un brinco.

Miró de nuevo el reloj: las 9.11. Se preguntó qué demonios hacía Clara en casa a esa hora.

– ¡Esta noche he dormido mejor, cariño! -Volvió a gritar-. Tal vez simplemente necesito que estés a mi lado.

Desde el dormitorio llegó el sonido de una voz pastosa y aún dormida:

– Clara… sólo son las nueve. Vuelve a la cama.

«Sí, vuelve a la cama», susurró Cillian para sí.

Pero la pelirroja estaba muy animada.

– Vamos, Mark, tenemos un montón de cosas que hacer… no desperdiciemos el día. Ven a bañarte conmigo.

La pierna de la chica atravesó las cortinas. Cillian, encogido, se apartó cuanto pudo, para evitar el contacto mientras, con la punta de los dedos del pie, Clara comprobaba la temperatura del agua. Después toda la planta del pie se apoyó en el esmalte blanco.

– Clara, ¿qué son estas cosas?

La chica se detuvo, con el cuerpo a medio camino entre la bañera y el exterior.

– ¿Qué cosas?

– Debajo de la cama hay una sierra, jeringuillas, condones que no son míos… -resaltó el «que no son míos»-, un cuaderno raro.

Los ojos de Cillian se abrieron como platos. Esa voz iba a salvarle de un encuentro inminente e indeseado con Clara, pero habían descubierto sus cosas, sus secretos. Los problemas se aplazaban pero aumentaban en número e intensidad. Además, otra vez, se había olvidado de los condones.

– ¡Ahora voy! -respondió la chica al tiempo que retiraba la pierna y volvía a estar, con todo su ser, al otro lado de la cortina. Cillian siguió su silueta hasta que la imagen se fundió con la pared oscura del pasillo.

Se levantó, se apartó definitivamente del chorro directo del agua. Pero no tuvo tiempo de reorganizarse: la silueta había vuelto a emerger de la oscuridad. Clara regresó al baño corriendo. Metió la mano a través de las cortinas y cerró el grifo. El sonido del río de montaña se desvaneció de inmediato, así como el salpicar del agua contra el cuerpo de Cillian. Sólo permanecía el desagradable sabor a cal.

– ¡Un segundo! ¡Enseguida voy!

Clara volvió a desaparecer.

Cillian aprovechó el momento. No tenía un plan definido. Salió de la bañera, mojado, confuso. Su rostro en el espejo le resultó irreconocible. Descubrió en su cara una expresión que nunca había visto. No sabía que sus músculos faciales pudiesen contraerse de esa manera. La angustia se había adueñado de él.

– Tengo que salir de aquí. Tengo que subir a la azotea… -Se arriesgó a que le oyeran; necesitaba que esas palabras salieran de su boca de forma audible.

Cogió una de las toallas grandes que había llevado a la tintorería y se secó como pudo. Se frotó el pelo, la cara, el cuello con energía. La parte superior del chándal estaba completamente empapada. Tuvo una idea. Tal vez la ventana era demasiado pequeña para su cuerpo, pero no para unos trapos mojados. Se deshizo entonces de la sudadera de colores chillones tirándola al vacío. Se quedó con una camiseta interior blanca de tirantes. Cómoda para mantener el cuerpo en calor durante el invierno, pero de muy dudoso sentido estético. El pantalón estaban mojado pero, por lo menos no chorreaba. No así las zapatillas, que habían estado sumergidas demasiado tiempo en el estanque creado en la bañera.