– No tengo ni idea. Esa bolsa no es mía.
Los dos amantes hablaban en el dormitorio. Si ponía atención, Cillian podía oír lo que decían; no todas las palabras, pero sí el sentido general de la frase.
– Hay unas llaves… ¿y estas cuerdas con estos nudos? -Por el tono de voz, Mark parecía más molesto y sorprendido que Clara.
– Ni idea, cariño…
Cillian se secó las suelas en la toalla tendida en el suelo. La tela de las zapatillas seguía soltando agua, y cada vez que cargaba el peso sobre un pie se oía un chasquido. Se descalzó y se quitó los calcetines. Deprisa.
– ¿Cómo que «ni idea»? ¿No te sorprendes?
– Claro que me sorprendo, pero tendrá una explicación. El portero estuvo aquí…
– ¿El pesado?
Los calcetines hicieron el mismo viaje que la chaqueta del chándal. A continuación llenó las zapatillas con papel higiénico para que absorbiera la humedad y se las volvió a poner. Luego cubrió el exterior de las zapatillas con otro papel. Por lo menos de ese modo eliminaría el chasquido.
– Clara, ya sé que habrá una explicación, pero es eso precisamente lo que me preocupa. Mira estas jeringuillas… Por Dios, ¿qué está pasando aquí?
Por último, se desprendió también de la toalla, que se reunió con las otras prendas. Respiró hondo y asomó la cabeza al pasillo.
Clara y Mark, de espaldas, agachados, observaban lo que había debajo de la cama. Mark en pantalón de pijama; ella, desnuda.
– Vale, a mí también me parece rarísimo pero confío en que la explicación, al final, lo aclarará todo.
Cillian vio, impotente, cómo Mark hojeaba su libreta negra. El juego de los papeles invertidos seguía. Esta vez eran otros los que violaban su privacidad. Se sintió perdido. Sus secretos estaban a completa disposición del último inquilino llegado al edificio. Como en sus pesadillas, había perdido el control sobre su vida.
– ¿Y esto? «Lunes 24, veinte mililitros, se ha dormido de inmediato; martes 25, veinte mililitros, idéntica reacción; miércoles veinte mililitros, idéntica…» ¿Qué coño es todo esto?
– ¿Qué quieres que te diga? -De repente Clara se puso seria y se llevó una mano al vientre.
– ¿Estás bien? -Mark, preocupado, la ayudó a ponerse en pie-. Cariño, ¿qué te ocurre?
Cillian vio que Clara hacía un gesto tranquilizador con la mano, pero seguía mareada. Tuvo una arcada. Su chico era todo atenciones:
– Túmbate.
El portero aprovechó la distracción que el malestar de Clara había provocado. Salió al pasillo en dirección al salón. Procuró que sus pasos fueran a la vez lo más ligeros y rápidos posible. El papel, al estrujarse contra el suelo, amortiguaba el chasquido, y lo hacía casi imperceptible para la pareja, cada vez más lejana.
Cillian llegó al salón acompañado por las palabras de Mark:
– No estás mejor… empiezo a preocuparme seriamente.
Llegó a la puerta lleno de preguntas. Y encontró la respuesta delante de sus ojos. La noche anterior la puerta no se había abierto porque habían echado el pestillo. Simplemente eso. En la oscuridad, y bajo los efectos del narcótico, no se había dado cuenta de ese detalle tan banal. Ese simple trozo de hierro más corto que un pulgar le había retenido atrapado una noche entera y le estaba haciendo pasar uno de los peores cuartos de hora de su vida.
De nuevo las voces de Clara y de Mark.
– Ya está, ya está… ha sido sólo un momento. Ya tengo hambre.
– No me lo puedo creer.
– ¿Qué te parece si desayunamos en Max Brenner?
– ¿De verdad ahora mismo estás pensando en comer?
Por el volumen de las voces, parecía que Clara había regresado al baño; hablaban a gritos. La chica volvió a abrir el grifo. El sonido del agua se acopló a su voz.
– ¡Me apetece salmón y chocolate…!
Cillian deslizó despacio el pestillo. El cilindro metálico se desplazó sin hacer ruido. Abrió la puerta. La vía de escape estaba a su alcance. Así de fácil.
– Oye… Pero ¿qué hacemos con estas cosas?
Mark volvía a interesarse por sus secretos. De todo lo que se quedaba allí, a Cillian, la libreta era lo que más le preocupaba. Contenía sus notas sobre los vecinos, sobre Clara, sobre su particular forma de buscar motivaciones para vivir. Suponía que algunas eran indescifrables, pero otras sin duda eran totalmente explícitas. Si llegaran a la página con la lista de torturas, Mark y Clara alucinarían primero y, acto seguido, llamarían a la policía. De pronto se acordó del título de esa lista: «Cosas que hacerle a Clara». Evidente y pueril.
«¿Tiene alguna importancia?», se preguntó. Su intención era subir a la azotea y acabar con esa angustia de una vez por todas. «¿Qué más da que descubran lo que he hecho?»
Pero entonces le vino a la cabeza la mueca de esfuerzo de Alessandro. El chico que nunca se rendía. El chico que superaba cualquier obstáculo a pesar de que estuviese postrado en una cama. ¿Qué habría hecho Alessandro en su lugar?
Saber que él podía acabar con su vida en unos pocos segundos le infundió consuelo. Ahora, sin nadie que se interpusiese entre él y la azotea, volvía a tener el control sobre su existencia. Volvía a ser el amo de su destino. Si así lo quería, su angustia desaparecería en pocos segundos, el tiempo que el ascensor tardara en llegar a la última planta del edificio. ¿Qué más daba prolongarla unos minutos más?
«¿Qué haría Alessandro en mi lugar?»
Desde el baño, Clara seguía en su intento de quitar importancia al extraño descubrimiento de Mark.
– Ahora nos duchamos, desayunamos y después afrontamos ese tema, ¿te parece?
Mark no contestaba.
– Va cariño. Por fin estamos juntos… disfrutémoslo.
– Vale, vale… -El sonido de los pasos de Mark hacia el baño-. ¿La invitación de bañarnos juntos sigue en pie?
Empezaron a tontear. El retumbar de sus risas y bromas dentro de la bañera llegaba hasta el umbral, donde Cillian seguía con un pie fuera y un pie dentro, indeciso.
– Alessandro lo intentaría hasta el final.
Pensó que peor no podría encontrarse. Con la azotea a su alcance tenía su destino bajo control. Otro pequeño fracaso no cambiaría nada en la economía global de su existencia. Ésa era una de las ventajas de no tener futuro. Ahora que mandaba sobre su vida, nada podía asustarlo o preocuparlo. Volvió a cerrar la puerta. Se acercó despacio al pasillo.
– Ostras, Mark… ¡qué tonta!
– ¿Qué pasa?
– No hay champú ni gel. No me he dado cuenta hasta ahora.
– No hay problema, nena. Creo que en la maleta llevo.
Cillian volvió sobre sus pasos y fue a esconderse detrás de las cortinas del salón. Justo a tiempo para que Mark, que salía del baño con una toalla alrededor de la cintura, no lo viera.
Se agachó a poca distancia de Cillian. Abrió su maleta, abandonada la noche anterior en medio de la sala, y rebuscó en su interior.
Mark era alto y fuerte. Aparentaba treinta y pocos años. El pelo oscuro, ligeramente largo pero cuidado. No era el prototipo de belleza masculina a los ojos de Cillian, pero entendía que resultara físicamente atractivo a una chica como Clara, que no valoraba la apariencia de su pareja.
Mark encontró lo que buscaba. Se levantó con el frasco de gel, y fue a la cocina, directo a la nevera.
– Veo que sigues teniendo el mismo perro guardián -le gritó-. Tal vez sea esto, Clara.
– ¿Esto qué? -le gritó ella desde el baño.
Cillian oyó que Mark abría la nevera.
– La razón de que te encuentres mal. La dieta. Tal vez la estás haciendo mal.
– No creo… La verdad es que me la he saltado a la torera. Ni Courtney tiene ya el poder de retenerme. He asumido que nunca seré como ella.
Se aclaraba una duda que había tenido intrigado a Cillian durante semanas. La foto enganchada en la caja fuerte de la comida tenía la función de repelente. Clara había colocado allí a la delgada actriz para provocar en sí misma envidia, complejo de inferioridad, cada vez que tenía un antojo y el deseo de hincarle el diente a algo. La duda quedaba aclarada, pero Cillian no sintió ningún alivio. Su mente estaba en otro sitio.