– Dios mío, no sabes lo mal que lo hemos pasado… Mi mujer…, la pobre, no se merece esto. ¿Se puede saber por qué te fuiste?
– ¿Baja o sube?
El señor Lorenzo volvió a mirarle a los ojos. El rostro de Cillian permanecía impasible. El mensaje era claro: el asunto estaba cerrado. Nada de lo que pudiera decirle le provocaría más sentimiento de culpa o remordimiento.
El signor Giovanni dio un paso atrás, empujó su carrito y sacudió la cabeza. No quería compartir el ascensor con un individuo como Cillian.
– ¿Sabes qué? -dijo, envalentonado-, ahora somos nosotros los que no queremos que vuelvas a ver a Alessandro. Ya no eres bienvenido a nuestra casa.
Cillian asintió con la cabeza.
– Me parece bien. -Apretó el botón de la última planta, pero antes de que se cerraran las puertas puso la mano sobre la célula fotoeléctrica para bloquear el cierre-. Una cosa…
El hombre le miró intrigado; tenía el rostro colorado por el enfado.
– Me gustaría que le dijera algo a Alessandro. -El signor Giovanni seguía resentido, pero parecía dispuesto a escuchar-. Dígale que… he muerto.
El padre de Alessandro, aturdido por esa petición, arqueó las cejas e inclinó la cabeza hacia delante.
– Así entenderá por qué no vuelvo a verle, y no lo vivirá como una traición. -No era esa la verdadera razón, pero eso al padre no le importaba-. Si de verdad quiere a su hijo, dígale que he muerto… que me he tirado de la azotea esta madrugada.
Retiró la mano, las puertas del ascensor se cerraron sobre el rostro incrédulo del anciano, y una vez más el ascensor bajó en lugar de subir. Cillian resopló, impotente.
Las puertas se abrieron en el vestíbulo. Cuatro hombres robustos, con mono de trabajo aún limpio, se apartaron para cederle el paso. Dos de ellos eran rostros conocidos:
– ¿Qué tal, hombre?… Aquí nos tienes de nuevo -dijo el primero.
– A ver si esta vez las cervezas están frías -bromeó el segundo.
– A ver si esta vez tienen cuidado con el lavavajillas -repuso Cillian.
No le fastidiaba que las obras volvieran a comenzar. Era algo previsto. El daño provocado en el apartamento de la pija del 5B tenía fecha de caducidad. Lo que le turbó fue la imagen del camión de mudanzas estacionado en la calle, delante de la puerta de entrada. Durante toda la mañana utilizarían el brazo mecánico para sacar del piso los muebles y los objetos de peso. Eso significaba que durante toda la mañana estarían, en medio de su trayectoria ideal de vuelo, entre la azotea y la acera. La idea de que en su último acto vital no tuviese un mínimo de privacidad no le gustaba nada.
– ¡Joder!
Enfiló la escalera que conducía al sótano sin saber muy bien cuál sería su agenda durante el resto del día. Y descubrió que los encuentros ocasionales no habían terminado. Dos hombres estaban de pie delante de la puerta de su estudio. Cillian se acercó despacio, sin que lo vieran, hasta que uno de los dos oyó el sonido de sus pasos.
– ¡Aquí está! -exclamó con una sonrisa el vecino del 10B. Y la sonrisa era irónica-. Tranquilo, tranquilo… no corras, hombre, que no hay ninguna prisa… -Desagradablemente irónica-. Sólo son las nueve y media. Llevas sólo dos horas y media de retraso, vago de mierda.
El otro hombre iba trajeado. Era la primera vez que Cillian le veía.
El vecino cascarrabias continuó provocándole, cada vez menos irónico y más agresivo.
– Me lo has puesto en bandeja… y mira con qué pinta vienes. Estamos en el Upper East, no en el Bronx. A ver si te enteras.
El segundo hombre arrancó un papel que acababa de enganchar en la puerta del estudio. Se lo entregó a Cillian.
– Buenos días. -La voz le resultó familiar-. Soy el administrador del edificio. Hemos hablado alguna vez por teléfono. Ésta es su comunicación de despido. Dentro de siete días tiene que haber abandonado el estudio. Ya hemos avisado a la agencia para que envíe a su sustituto. -Cillian cogió el papel pero no lo miró-. Puede recurrir, pero no se lo aconsejo: hay bastantes quejas documentadas por parte de este señor. Sé que tuvo problemas similares en su anterior trabajo y…, francamente, hoy he podido comprobar con mis propios ojos que lo que se le recrimina no es infundado.
– Y aún no ha visto lo que ocurrió en la azotea con las displadenias -resaltó el vecino del 10B.
Una mueca de hartura se dibujó en el rostro del portero. La privacidad que deseaba se complicaba aún más. Una visita a la azotea a corto plazo quedaba totalmente descartada.
– ¿Tiene alguna pregunta?
El vecino del 10B, desafiante, listo para contraatacar, esperó una respuesta de Cillian. Pero Cillian no tenía ganas de pelea.
– No. Lo entiendo.
– Entonces debería entregarme su llave de la garita y del candado de la caja que contiene las llaves del edificio. Puede quedarse con el juego de su estudio hasta que lo desaloje.
– Bien. -Sacó del llavero las llaves solicitadas y las restituyó, obediente. Eso no era un problema, llevaba sus copias personales colgadas del cuello.
Pasó entre los dos hombres y abrió la puerta de su estudio. El vecino del 10B echaba chispas por dentro por la falta de reacción de Cillian. Y una vez más el portero se dio la pequeña satisfacción de cerrarle la puerta en las narices.
De nuevo en su estudio. Un regreso que no debería haber tenido lugar. Sus cosas estaban guardadas ordenadamente en las maletas. El colchón estaba desnudo. Le daba una pereza tremenda deshacer las maletas. Además, en caso de sobrevivir, en no más de una semana tendría que volver a empaquetarlo todo.
Lo único que buscó fue el bote de aspirinas, guardado en un bolsillo lateral de una maleta. Tragó dos pastillas con la ayuda del agua del grifo. Y soportó el desagradable retrogusto de la cal.
Planeó el día. En los últimos tiempos apenas había conseguido cumplir ninguno de sus planes, pero necesitaba tener una hoja de ruta a corto plazo y bien definida. La indecisión le agobiaba. Prefería cargar con el remordimiento de tener una agenda y no respetarla, que con la incertidumbre de no tener agenda.
El plan fue simple. Se las arreglaría como fuera para aguantar todo el día; haría tiempo hasta que la muchedumbre entre acera y azotea se dispersara. Tenía el día entero para hallar una nueva estrategia, eficaz y segura, para acabar con Clara. Y si antes de la hora de cenar no la había encontrado, cortaría por lo sano. Y esta vez, sin consideraciones. No permitiría que su sexto sentido se saliera con la suya.
Su necesidad innata de dejar todo ordenado y recogido antes de partir le obligó a salir al patio interior para recuperar la ropa que había tirado por la ventana del baño de Clara. Las prendas estaban medio congeladas, rígidas.
El cuarto de las lavadoras era su lugar de meditación. Ese movimiento circular al otro lado del cristal ejercía en él un efecto hipnótico. Consiguió vaciar su mente mirando los calcetines azul oscuro, el chándal rojo y amarillo, y la toalla naranja que daban vueltas empapados de agua y entrelazados. ¿Qué podía hacer con Clara?
Intentó animarse considerando racionalmente la circunstancia de que sólo un elemento ocasional y, a priori, imprevisible -la llegada inesperada del novio- había frustrado su plan definitivo. No podía reprocharse nada. De no ser por Mark, en ese momento tal vez ni Clara ni Cillian estarían ya en la tierra. Se felicitó a sí mismo por cómo, a pesar de la migraña y el malestar, había conseguido recuperar su libreta y salir airoso de esa situación tan complicada.
Carecía de importancia que Mark sospechara de él. Daba por sentado que así era. Su estrategia con los vecinos consistía en ganarse su confianza primero y sólo después atacar. Con Mark eso no había sido posible. Un accidente lo había impedido. Después de ese primer y original encuentro, ese chico nunca confiaría al cien por cien en él. Era comprensible. Pero no importaba.