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Lo que tenía que hacer era volver a actuar con rapidez, no dejar tiempo para que Mark volviera a pensar en lo ocurrido ni llegara a conocerle más. ¿Podía considerar la posibilidad de esconderse en el apartamento y narcotizarlos a los dos?

Un quejido agudo le distrajo de su meditación. El perro recién recuperado de la señora Norman le miraba alegre, agitando la cola, desde el umbral.

– ¿Qué pasa, Elvis? ¿Te has vuelto a escapar?

El pasillo del sótano estaba desierto y silencioso. Efectivamente, Elvis no había perdido las viejas costumbres y volvía a concederse un paseo en solitario por el edificio. El animal empezó a corretear a su alrededor sin dejar de mover la cola.

Cillian le acarició con efusividad. Y su mente retornó a una meditación muy reciente.

– Tú sí que confías en mí, ¿verdad?

En respuesta, el perrito levantó las patas delanteras y las apoyó en las rodillas de Cillian para que le rascara la cabeza. Era evidente que el cánido confiaba en él. ¡Incluso habían viajado juntos en metro! Y Cillian quiso comprobar hasta dónde llegaba esa confianza.

– Ven, perrito. – Cillian empezó a correr entre las lavadoras; Elvis le perseguía, feliz de que alguien hiciera ejercicio con él-. Salta, Elvis. -Y Elvis, invitado por un movimiento del brazo de Cillian, saltó-. Salta, Elvis. -Y Elvis, cada vez más alterado por ese juego frenético, volvió a saltar.

Entonces Cillian abrió la puerta de una lavadora que no estaba en funcionamiento.

– Salta, Elvis.

El perrito se detuvo y lo miró perplejo. El ritmo de los movimientos de su cola deceleró.

– Venga, Elvis, salta en el tambor.

El perro dio una vuelta sobre sí mismo, nervioso.

– Vamos, ¿no confías en mí?

En ese momento la cola de Elvis dejó de moverse. El perro ladeó la cabeza y le miró; dudaba. Su instinto le avisaba de que algo no encajaba. Pero por algo se dice que el perro es el mejor amigo del hombre: la confianza hacia el humano pudo sobre el instinto. El can saltó dentro de la lavadora.

– Buen perro -le felicitó Cillian con una caricia.

Cerró la puerta. Elvis le miraba, aún feliz, desde el otro lado del cristal, a la espera de la evolución de ese extraño juego. Su cola golpeaba a un lado y a otro la cesta de aluminio; retumbaba.

Cillian programó el lavado. No necesitaba detergente. Bastaría con un simple centrifugado.

El perro rascó el cristal con la patita, sin dejar de mirar a Cillian. Seguía alegre, pero estar ahí encerrado empezaba a ponerle nervioso.

La confianza ciega que otro ser había puesto en él y el total control sobre la vida ajena devolvieron una tímida sonrisa al portero.

Clara era su prioridad, pero bien podía permitirse satisfacer pequeños caprichos. La sensación era placentera.

Pensó en cómo se presentaría en casa de la señora Norman, con el rostro compungido y ese montón de pelo mojado en las manos: «Lo siento mucho, señora Norman, lo he encontrado en una lavadora… No sé qué decirle».

La mera visualización de esa imagen -el rostro de la anciana desencajado en una vorágine de dolor- le aportó cierto alivio dentro de un cuadro depresivo general.

Entonces pensó que podía llegar un poco más lejos con esa pequeña satisfacción. Recordó su estrategia con los objetos perdidos que guardaba en la caja. Los tiraba al río sólo y cuando no había opción de utilizarlos de manera más perniciosa. Y matar a ese chucho no era la forma más eficaz de provocar dolor a su dueña.

Abrió la puerta de la lavadora e invitó a Elvis a salir.

– Ven conmigo, chucho. El recreo ha terminado. Volvemos con tu dueña.

Cillian enfiló el pasillo, y el perrito, con confianza y entusiasmo recuperados, le siguió al trote.

Perro y hombre llegaron al vestíbulo a la vez. Y allí estaban Clara y Mark, esperando tranquilamente, abrigados. Cada uno con una maleta. Elvis corrió hacia Clara.

– ¡No me digas que has vuelto! -La chica se agachó para acariciarle; se alegraba de verdad de verlo. Miró a Cillian como para pedir explicaciones.

– Sí, regresó él solito hace un par de días.

– No quiero imaginar la reacción de tu dueña. Se habrá vuelto loca la pobre… -Se dirigió a Mark-: Éste es el perro que te comenté que se había escapado… y ha regresado.

– Ya lo veo -dijo Mark, serio, sin quitar ojo a Cillian.

– ¿Van a algún sitio?

– Sí -sonrió emocionada Clara-. Mi chico me lleva a Adirondack. -Alrededor de su muñeca llevaba un reloj nuevo, negro, elegante y deportivo.

Entonces recordó la conversación que había escuchado a lo lejos mientras intentaba encontrar su libreta. Por lo visto la había apartado de su mente. Clara se marchaba, y de nuevo todos sus planes se iban al garete.

– ¿Estarán fuera mucho tiempo?

– Toda la semana. Volvemos el domingo por la noche.

La voz de Mark interrumpió la conversación.

– Clara, llegamos tarde a la visita…

Cillian, desesperado y sin grandes expectativas de éxito, hizo un intento.

– He oído por la radio que hay atascos en los puentes y en el túnel… Por lo visto ha caído una nevada increíble…

– Bueno, no tenemos prisa… -dijo ella.

Mark cogió las dos maletas y reclamó la atención de la chica.

– ¡Clara, por favor!

– Que tengas una buena semana, Cillian.

Mark y Clara desaparecieron en el taxi. Un triste déjà vu. Cillian permaneció al otro lado del cristal, con la mirada perdida. Elvis, emocionado aún por el juego del cuarto de las lavadoras, apoyaba las dos patas delanteras en sus piernas.

Era demasiado. Siete días sin Clara era demasiado. No aguantaría. Recordó lo que se había prometido. Se había dado hasta la hora de cenar para encontrar una estrategia viable. Y las cosas no pintaban bien.

El perro empezó a mover la pelvis, chocaba sus genitales contra el llamativo pantalón de Cillian con un movimiento coital cada vez más frenético.

16

Su reloj marcaba las 21.20 cuando sus manos se agarraron a uno de los postes metálicos que sostenían el tanque del agua. Ya no había transportistas inoportunos ni vecinos fisgones que pudieran estropear su momento. Tal vez lo viera algún inquilino de los edificios de enfrente. A esa hora casi todo el mundo estaba despierto. Pero después de todo lo que había ocurrido, ese riesgo no podía considerarse un problema.

La tarde había transcurrido lenta y sin eventos trascendentales. Se obligó a ser fiel a su pacto. Había llegado la hora de la cena y su mente no había parido ninguna estrategia creíble. Se había sobrevivido a sí mismo hasta entonces; cada mañana había burlado la muerte con honestidad. Siempre había respetado las normas de la ruleta rusa.

Por pura coherencia vital, debía seguir siendo fiel a sus reglas. De hecho, así se lo reclamaba su organismo.

Poco antes de las siete había sufrido una crisis de ansiedad. Algo bastante inusual en ese momento del día. Estaba dando un paseo supuestamente inspirador por Lexington cuando empezó a hiperventilar. Se dio cuenta de lo mal que estaba por las miradas de extrañeza de la gente con la que se cruzaba. Comenzó a tambalearse, le costaba mantener el equilibrio. Un chico que empujaba un carrito de comida rápida le ayudó a sentarse en la acera y le ofreció una bebida que Cillian no reconoció. Era muy dulce y sabía un poco a limón. La tragó con escepticismo, simplemente porque se notaba la boca muy seca. Pero algún beneficio tuvo que aportarle, porque al rato recuperó las energías suficientes para volver a casa.

Ya en el estudio, fue directo a mojarse la cabeza debajo del grifo y la recuperación fue total.

La ciudad aún estaba llena de ruidos. Abajo el tráfico era intenso aunque la hora punta ya había pasado. Curiosamente, el coche rojo estaba aparcando exactamente debajo de él; esta vez no necesitaría ajustar su posición.