El portero, sin detenerse, aferró el cuchillo en su mano derecha. Lo importante era no hacer ruido para, por lo menos, contar con la baza del efecto sorpresa tanto si el novio de Clara estaba despierto como dormido.
Llegó a la altura del respaldo del sofá. Mark yacía de lado. Cillian acercó despacio su mano derecha al cuello del hombre. La punta del cuchillo a poca distancia de su piel. Si se levantaba o se daba la vuelta de repente, se encontraría con la hoja en sus carnes. A continuación acercó la mano izquierda con el trapo empapado en anestésico.
Mark reaccionó como Cillian esperaba: siguió en su sueño profundo pero pasó a respirar por la boca; no movió ningún músculo.
«Éste ya está.»
Cillian volvió a empapar el trapo con nuevo cloroformo y se dirigió hacia el dormitorio.
Aguantó el trapo y el cuchillo con la misma mano y abrió la puerta despacio. Pensó que si Clara estaba despierta, en la penumbra le confundiría con Mark, lo que le daría tiempo de abalanzarse sobre ella. Pero no fue necesario. Después de la intensa tormenta emocional, Clara, como Mark, había entrado en un estado de sueño profundo. Presionó el cloroformo contra su nariz y acto seguido encendió la luz de la mesilla de noche.
– Has llorado mucho, ¿verdad?
El rostro de la chica aún estaba mojado, como la manta de la cama, cerca de su mejilla.
Le acarició el vientre; en su interior estaba su hijo. Y esta vez no sintió ninguna emoción. Había satisfecho su curiosidad. Se dio cuenta de que ese principio de feto ya no representaba nada para él.
– Todo este cloroformo no le sentará demasiado bien al niño…
Pero estaba contento. Contento como nunca. Por fin su mejor antagonista había dado señales de derrota. Un logro que parecía imposible hacía sólo una horas.
– Las cosas cambian rápidamente, Clara.
Se sentía tan feliz que deseó que ese momento no acabara nunca. Estaba disfrutando de su vida y no quería perder esa sensación. Decidió concederse un placer terrenal.
Se tumbó al lado de la chica. Le bajó la falda y las medias, procurando no romperlas. En el baño no había leche corporal ni ningún otro producto para lubricarla, como había hecho las noches anteriores. Así que procedió con más delicadeza.
Se movió suave detrás de ella.
La penetró presionando su abdomen contra la espalda de ella, abrazándola con las manos cruzadas sobre sus pechos. Despacio. Feliz. Vivo.
Abandonó el piso a las cinco de la madrugada. Clara, vestida de nuevo y aseada, seguía tumbada transversalmente en la cama, como el portero la había encontrado. Mark yacía de lado en el sofá.
Después de la larga ducha matinal, se enfrentó a un pequeño pero inusual problema. Ahora que le habían despedido, debía decidir cómo ocupar el tiempo a lo largo del día. Se conocía bien y sabía que no hacer nada no era una alternativa conveniente. Su cabeza daría mil vueltas a lo que había ocurrido la noche anterior y transformaría en fracaso lo que hasta ese momento era un éxito indudable. Su mente necesitaba estar ocupada en cosas cotidianas.
Dejó el uniforme colgado en el perchero del armario. Salió del estudio con un ligero retraso respecto a su rutina de trabajo; no había dormido ni un minuto. La excitación le mantenía despierto.
La cancela exterior estaba abierta; nadie se había preocupado de cerrarla la noche anterior. El suelo delante de la entrada estaba tapizado por una sutilísima capa de hielo que se resquebrajó sin resistencia bajo sus zapatos. Observó unas huellas y dedujo que algunos vecinos ya habían salido, sin percances. Pensó entonces que por la noche podría echar agua allí para que al día siguiente el hielo estuviese más grueso y resbaladizo. Su agenda empezaba a llenarse de tareas.
Se encaminó a una cafetería, como hacía los fines de semana, para desayunar sentado a una mesa, leyendo el periódico.
Después de doblar la esquina entre la calle Sesenta y cinco y la Quinta Avenida, oyó una voz al otro lado de la calle:
– ¡Cillian, Cillian! ¡Estamos aquí!
La señora Norman, acompañada por su pequeña manada, le hacía señas desde el parque. Cualquier otro día habría fingido no verla. Pero esa mañana no le dio ninguna pereza cruzar la calle e intercambiar las frases habituales con la anciana. Esa mañana todo era positivo.
Elvis le saludó alegre, como siempre.
– ¡Cómo te quiere! -comentó, orgullosa, la anciana-. No creas que es así con todos… Los perros reconocen a las buenas personas.
Cillian acarició al animal.
– ¿Qué tal se encuentra hoy, señora Norman?
– ¿Qué tal te encuentras tú? -preguntó ella con aire grave.
– Bien.
– Me alegro, querido… me alegro de que te lo tomes así. ¿Sabes qué? Como pensábamos que tal vez estarías un poco abatido, las chicas, Elvis y yo te hemos preparado una tarta.
Cillian reaccionó como solía hacer en esos casos: abrió los brazos, se encogió de hombros y reclinó la cabeza hacia un lado, dando a entender que no tenía por qué haberse molestado.
– Y si vas a decirme que esta noche sales con tu chica, no pasa nada. Metes la tarta en la nevera y te la comes mañana o pasado mañana. Solo o con ella.
– Pues muchas gracias. Un verdadero detalle. -Cillian sonrió. Su rostro reflejaba la felicidad que estaba viviendo, y no le parecía necesario ocultarla.
– ¿Seguro que estás bien?
Se dio cuenta entonces de que la señora Norman deseaba que estuviera hecho polvo para poder levantarle el ánimo.
– No se preocupe, encontraré otro trabajo.
– Que sepas que yo no tengo absolutamente ninguna queja. Al contrario, me pareces un chico muy educado y simpático. Mejor que el de antes. Te voy a echar de menos. Y los chicos también.
Los ojos de la señora Norman se humedecieron. Cillian le puso una mano en el hombro y después le acarició la mejilla con ternura. Notó el escalofrío que recorrió la piel de la anciana, nada acostumbrada al contacto físico ajeno. La mujer se sonrojó. Incluso inclinó la cabeza hacia la mano de Cillian, atrapándola delicadamente entre su arrugada mejilla y el abrigo.
– Es usted muy buena, señora Norman. No entiendo cómo, siendo tan encantadora, continúa soltera… -La mujer esbozó una sonrisa; interpretó el comentario como un cumplido. Cillian retiró la mano. El rubor bañaba todavía las mejillas de la anciana-. Soltera… sin hijos… sin familiares… sin amigos que estén a su lado ahora y en los años difíciles que vendrán…
La señora Norman, con una sonrisa que pretendía quitar importancia al asunto, intentó intervenir:
– Hombre, Cillian, tengo muchos amigos.
Pero Cillian no le permitió que le interrumpiera.
– La veo todos los días, señora Norman. Todos los días me cuenta sus cosas, a mí o a la señorita King o al vecino al que pille… gente que sólo la escucha por pura educación.
La boca de la anciana se abrió y permaneció abierta, pero no profirió ninguna palabra.
– Me da mucha pena. Mucha. -Cillian la miraba a los ojos y mantenía un tono calmo y sonriente-. Me da pena porque no ha preparado esa tarta por mí sino por usted misma, para sentirse útil. Ahora consigue soportarlo, engañándose…
– Pero Cillian…
Cillian le puso el dedo índice delante de los labios y la mandó callar.
– … con sus falsos amigos, sus falsos compromisos, sus falsas fiestas… Pero todos los vecinos saben dónde se esconde cuando se arregla para sus inexistentes eventos mundanos… La única a la que consigue engañar es a usted misma… pero pronto ni eso podrá… Cada día que pase será peor que el anterior… Cuando los años y sus dolores no le permitan salir de casa, sus chuchos se cagarán en la alfombra de su salón, ya no habrá más que soledad…
La señora Norman se había quedado sin palabras. Miró al portero intentando ver en él la razón de tan brutal sinceridad.