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Al clavar el bisturí apenas había sentido ninguna emoción. Había sido un gesto inconsciente, fulminante, inesperado y, por lo tanto, inmune a complicaciones mentales. Pero introducir ese cuchillo, en frío, en la garganta de ese hombre aún moribundo… era otra cosa. En eso no había pensado.

Tuvo que utilizar las dos manos para internarse con precisión en la herida. La cabeza del moribundo se movía ligeramente por el pequeño oleaje del agua, complicando la misión. La bloqueó con su rodilla. No necesitaba mirarse en el espejo -algo imposible en ese momento, por otra parte- para saber que estaba en una postura totalmente esperpéntica. Una pierna fuera de la bañera, como punto de apoyo; la otra pierna, doblada encima de la cabeza de Mark, inmovilizándola; el cuerpo, curvado hacia delante, y agarrando el cuchillo con las dos manos. Se sentía una mezcla entre torero a punto de clavar el estoque en la cerviz del toro inmóvil, y una versión real y truculenta del juego de mesa Operación.

La punta del cuchillo se aproximó insegura a la herida. Despacio. Cillian, empapado en sudor, se concentró. La última estocada. Entró lentamente, como en una imagen ralentizada. En el juego de mesa se habría encendido la nariz roja del paciente. Pero entró. Al principio sin resistencia. Después tuvo que abrirse camino. Hasta que un obstáculo sólido le impidió el paso. Probablemente una vértebra.

Cillian soltó el aire de los pulmones; sólo en ese momento se dio cuenta de que llevaba un buen rato sin respirar. Acto seguido, abrió la tapa del váter y vomitó el resto del café de la mañana.

No era el asco por la sangre, sino ese rechazo hacia la violencia física. Mientras su estómago daba la vuelta sobre sí mismo, Cillian se recordó que él estaba hecho para pensar, no para actuar.

Tiró de la cadena y, sintiéndose mejor, volvió a la tarea interrumpida. Cogió la mano de Mark y apretó los dedos sobre el mango del cuchillo. Con fuerza, para que las huellas quedaran bien marcadas. No sabía si el chico era diestro o zurdo y no quería caer en el error de los criminales de pacotilla. Así que repitió la operación con la otra mano para que la alfombra de huellas sobre el mango fuera caótica.

No había seguido al pie de la letra la técnica del samurái. En lugar de matar a los enemigos uno tras otro, los había ido dejando moribundos. El mensaje de despedida y la saca manchada de sangre reclamaban una solución.

En realidad, podía prescindir del adiós del suicida. Pero, de tenerlo, el escenario funcionaría mejor. Se le ocurrió un experimento. Cogió el dedo índice de la mano derecha de Mark. En este caso se arriesgó a elegir una de las dos manos, pero, para lo que tenía pensado hacer, no era determinante. Introdujo el dedo en la herida del cuello y, acto seguido, como si el dedo fuera un lápiz, empezó a escribir sobre las baldosas de la pared un último mensaje de sangre.

«Lo siento, Clara. No es mío. No lo aguanto.»

Observó su obra. La pintada era clara y seguramente impactante. Había el riesgo de que la analizaran. Pero esas cosas, pensó, sólo salían en las series policíacas. En realidad, no le importaba que dieran con él; sólo pretendía que Clara se creyera durante el máximo tiempo posible que su chico se había quitado la vida por su culpa.

Volvió a mirar la pintada y se arriesgó a dejarla.

En cuanto a la saca, optó por buscar otras fundas de almohada y esperar que la dueña de la casa no se percatara de su ausencia. Estaba seguro de que su pelirroja tendría la mente ocupada en otras cosas.

Tiró el bisturí dentro de la saca reforzada y fue al cuarto de invitados.

Se subió a una silla y sacó todas sus cosas del escondite. No dejó nada. Su intención era borrar todo rastro de su presencia allí.

Le quedaban dos pequeños enemigos. Las manchas de sangre en el suelo, sólo parcialmente borradas. Y, después, la salida.

Fue por orden.

Regresó al baño. Mark, de una palidez azul, estaba rígido. Había muerto. Sus últimos minutos de vida habían sido intensos, tremendos, espantosos. Y Cillian no había tenido que recurrir a la tortura, a la violencia consciente. Aparte del dolor por la cuchillada, todo había sucedido en su cabeza. Cillian, aún bajo los efectos de la excitación, tenía sólo una intuición de lo hermosa que, según sus parámetros, había sido su actuación.

Abrió el grifo y el agua caliente volvió a caer en la bañera, ya llena. Se desbordó de inmediato y se derramó por el suelo.

Cillian, descalzo, sin dejar que el agua alcanzara sus pies, observó cómo esa solución rojiza se extendía por el suelo del baño, cubría y confundía las manchas anteriores de sangre.

El grifo seguía vomitando. El agua salió al pasillo y ramificó su recorrido: hacia el dormitorio por un lado, y hacia el salón por el otro. El portero controló, a través de la puerta abierta del dormitorio, que el desbordamiento cubriera el lugar donde antes había un charco de sangre.

Puso la mano en el picaporte y, antes de abrir, intentó prever lo que podía esperarle al otro lado. El escenario más embarazoso y grotesco sería que se encontrara cara a cara con Clara; una situación complicada, que se topara con algún vecino que le viera salir del apartamento; un contexto óptimo, llegar sin encuentros ni incidentes hasta su estudio. Había otras variantes intermedias.

Abrió la puerta, despacio. El pasillo estaba desierto. Salió rápido para no desperdiciar el momento. Empezaba a pensar que tal vez tenía una estrella de la suerte en algún lado.

Eso sí, tuvo la sensación de que algo se movía detrás de la mirilla del 8B. Fue sólo una sensación. Pensó que a esa hora la niña maléfica estaría en la escuela. Tocó el timbre. Una vez. Esperó y volvió a llamar. Nada ni nadie se movió al otro lado. Había sido su imaginación.

Se fue rápido hacia la escalera. Bajaría por allí, para evitar encuentros inoportunos.

Llegó sin problemas a la primera planta. Hasta su estudio le quedaban por sortear dos posibles peligros: cruzar el vestíbulo y, después, pasar delante del cuarto de lavadoras, donde a esa hora era probable que hubiese alguna asistenta haciendo la colada.

Y esta vez no fue tan afortunado. La realidad se quedó en una variante entre el segundo y el tercer escenario previsto.

El vestíbulo estaba en silencio. Lo cruzó veloz, no se dio cuenta de que había un hombre delante de los buzones.

– ¡A usted precisamente quería ver!

Un anciano muy alto, elegante, que caminaba con un bastón de paseo, se le acercó. El vecino del 2D era un hombre educado y parco en palabras. Cillian nunca había tenido ningún problema con él. Hasta entonces.

– No estoy seguro de que el correo me llegue correctamente.

Cillian sabía adónde quería ir a parar el hombre. Tarde o temprano tenía que ocurrir. Pero en ese momento no se sentía capacitado para afrontar la situación.

– Lo siento, pero ya no soy el portero de este edificio. Si tiene alguna queja, puede contactar con el administrador.

Se disponía a seguir su camino, pero el viejo se lo impidió apoyándole el bastón en el costado.

– No quiero quejarme, quiero saber dónde están mis cartas.

Cillian resopló.

– Mire, cada día reparto el correo a todos los vecinos… no sé a qué cartas se refiere. Lo que llega, lo reparto. Si el cartero se ha equivocado, no…

– Acabo de hablar con el cartero. Él recuerda perfectamente esos sobres. Y recuerda habérselos entregado a usted.

No parecía que por ese camino fuera a llegar a buen fin, pero Cillian intentó acotar las posibilidades.

– ¿Y qué quería que le dijera? ¿Qué admitiera que el fallo era suyo?

Se dio cuenta entonces de que el hombre miraba perplejo sus pies desnudos. Cillian intentó recuperar su atención.