Abandonó su estudio a las 19.10, con su mochila y una caja de herramientas.
La primera visita fue al 5B, el piso recién reformado. La ausencia de los muebles del salón y el parquet nuevo -«de roble macizo tricapa», la voz de la propietaria del apartamento resonó en su cabeza-, daban una sensación de amplitud y distinción. Fuera empezaba a caer algún copo de nieve. Cillian se quitó los zapatos para no rayar el parquet y fue a cerrar las ventanas.
Entró en el dormitorio, amplio y vacío. Y no pudo resistir la tentación de abrir el armario. Más que la interminable serie de prendas de alta costura bajo fundas de marca, lo que atrajo su atención fue una caja que había en el suelo y en la que, al parecer, la mujer había guardado el contenido de su mesita de noche. Le animó descubrir que, junto a un despertador, medicinas de primer auxilio y una funda de gafas de lectura de Prada, había un tubito de lubricante. La vecina estaba divorciada, pero eso no significaba que no tuviera relaciones sexuales.
Pero había ido allí con una misión y no disponía de mucho tiempo. Se dirigió a la cocina con la caja de herramientas. Como no podía ser de otra manera, se trataba de una cocina italiana, de diseño. Los fogones estaban en el centro de la sala, debajo de una enorme campana de cobre. A un lado, una barra con dos taburetes rojos; al otro lado, los electrodomésticos empotrados debajo de un tapa de madera oscura.
El lavavajillas estaba entre la nevera y el horno. Le llevó un tiempo desempotrarlo y sacarlo hacia fuera. Cogió lo que necesitaba de la caja de herramientas y empezó a trabajar. Fue rápido. En media hora había terminado y devuelto el lavavajillas a su posición original.
La segunda etapa fue el apartamento de la señora Norman, el 3B. Ese piso era el claro reflejo de la personalidad de su dueña. El salón estaba repleto de muebles y adornos recargados, que una persona magnánima definiría como Kitsch, y una más honesta y sincera de puro y simple mal gusto. Los perros corrieron a su encuentro y festejaron su llegada con ladridos agudos y el movimiento descontrolado de su raquítica cola.
En este caso, no tuvo ningún interés en entrar en el dormitorio. Cruzó el salón y se dirigió sin rodeos hacia la cocina. La señora Norman le miraba desde todas partes. Sus retratos estaban en cada rincón de la casa. La mayoría eran fotos de cuando era joven o retratos familiares. Viéndolas, se podía adivinar bastante de su vida. Era hija única, de familia aristocrática, había estudiado en caros colegios privados. En casi todos los retratos salía muy arreglada, seguramente siempre un poco más de lo que la ocasión lo requería. Sin duda, un lento y minucioso trabajo de pose había precedido a cada toma. No había naturalidad en las imágenes. Y casi todas, por su recargada confección, rozaban el ridículo. Por lo que se veía, con excepción de su padre o algún amigo muy mayor, no había habido ningún hombre en su vida. Sobre el televisor reinaba la foto de los perros: Barbara, Celine, Aretha y un cuarto can en un vistoso marco de plata con temática floral.
Encima de la mesa, la señora Norman había dejado un pastel con una tarjeta en la que ponía «Para nuestro querido amigo Cillian». Seguían su nombre y el de las tres chicas. Cillian olisqueó sin demasiado interés el pudin, mientras las tres perras correteaban y ladraban a su alrededor presintiendo ya su cena.
Sabía perfectamente dónde estaba cada cosa. Debajo del fregadero, la comida de los animales. Sacó sólo la bolsa azul. En una esquina, al lado de la mesa, los tres cuencos con el nombre de cada perra.
Repartió la comida sin poner demasiada atención en cuanto a las medidas. Cada perra recibió una cantidad testimonial de pienso, lo suficiente para ensuciar los cuencos. Unos segundos después, antes de que Cillian hubiera vuelto a poner la bolsa debajo del fregadero, ya se habían zampado el pienso.
Acabada su tarea, se dirigía hacia la puerta, dispuesto a marcharse y completar su ruta por el edificio, cuando se cruzó con la mirada suplicante de las mascotas. Las criaturas seguían hambrientas. Reconsideró su plan.
Cogió el pudin y lo repartió en los tres cuencos. Las perras se abalanzaron sobre la comida agradecidas. Esperó hasta que acabaron, para cerciorarse de que no quedaban rastros del dulce en los cuencos, y entonces dejó una nota de agradecimiento para la anciana y sus cánidos por ese detalle tan amable.
Quedaba una última visita antes del piso de Clara. Los perros le habían retrasado en su programa, pero Cillian no había faltado ninguna tarde a casa de los Lorenzo, fines de semana incluidos, y no quería empezar a fallar ahora.
Para entrar en el 6C no necesitaba llaves porque siempre había alguien en casa. Le abrió el viejo signor Giovanni, un hombre pequeñito y amable.
– Pasa, Cillian. ¿Qué te podemos ofrecer?
La señora estaba en la cocina, preparando la cena. Daba igual la hora que fuera, ella siempre estaba en la cocina.
– Hola, Cillian -le gritó-. ¿Te apetece un café?
– ¿Una grappa? -propuso el marido.
Como siempre, Cillian rechazó cortésmente todos los ofrecimientos. Había ido a lo que había ido.
– Hoy no tengo mucho tiempo -explicó-. ¿Puedo pasar ya?
– No sabes lo que te pierdes -repuso el signor Giovanni, refiriéndose al licor, mientras le acompañaba a la habitación de Alessandro, el único de los tres hijos de la pareja que aún vivía con ellos.
Al más joven de los Lorenzo no le quedaba otra opción. Después de una pequeña pero fatal distracción durante una noche de práctica de parkour urbano, se había despertado en el hospital Mount Sinai sin sentir las piernas ni los brazos, y sin poder mover la boca. De hecho, tampoco podía cerrar el ojo izquierdo, pero de eso se dio cuenta más adelante. La caída, de la que no tenía ningún recuerdo, había resultado en la fractura de la pelvis y de los dos huesos femorales, y en un traumatismo craneoencefálico que, a su vez, había provocado la parálisis total de la cara, los brazos y las piernas.
El último recuerdo que tenía eran los gritos de ánimo de sus amigos para que saltara de una azotea a otra entre dos edificios del East Side. No se trataba de una gamberrada. Era filosofía. Alessandro era un treceur, un practicante concienzudo del parkour, esa práctica que conjugaba la disciplina deportiva con una filosofía de la vida que abogaba por el movimiento libre y constante para desplazarse y superar obstáculos -murallas, vallas, fosos, tejados o balcones- de la forma más rápida y plástica posible. Lo había hecho centenares de veces: con sus amigos, con su novia, solo. Con el lema de «ser y durar» había ido siempre hacia delante, sin que nada pudiera detenerle.
Pero ahora Alessandro estaba más que detenido. En una cama, reducido a poco más que un esqueleto humano. Sus amigos, por el contrario, seguían desplazándose y superando obstáculos. Ya no iban a visitarle.
El listado de síntomas postraumáticos era tan largo como crueclass="underline" a la pérdida inicial de masa muscular se sumaba la pérdida de control de los esfínteres. Debido a la disfagia, se alimentaba a través de un tubo de goma que llevaba la comida triturada directamente a su garganta. El constante estreñimiento se combatía con medicamentos y los humillantes masajes en el vientre que su abnegada madre le practicaba todas las mañanas, durante una hora. De momento sólo necesitaba el oxígeno durante la noche, más que nada como medida preventiva. Su grave disartria le había dejado incomunicado. A pesar de las sugerencias de los médicos, los Lorenzo habían desestimado la compra de un ordenador con lector óptico de mirada. Les había costado mil dolores de cabeza acostumbrarse al teléfono móvil, y la idea de tener que lidiar con un ordenador para que su hijo pudiera sacar dos palabras los superaba.