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– Descargar las responsabilidades sobre otros es el deporte nacional.

El señor Samuelson esbozó una tibia sonrisa.

– Pero a usted lo han despedido porque no hace bien su trabajo… ergo, a menos que me demuestre lo contrario, tiene todas las papeletas para ser el responsable.

Cillian permaneció en silencio y le sostuvo la mirada. Ya le habían despedido. Una denuncia por sustracción de correo no le preocupaba lo más mínimo. Lo que le inquietaba era que ese encuentro estropeara la perfección de la aventura que acababa de vivir en la octava planta.

Podía largarse en ese instante y dejar abierta esa conversación, pero eso significaba admitir la culpa en un día en el que, por el contrario, debía pasar desapercibido lo máximo posible.

– Es cierto -dijo pasándose la saca de un hombro a otro-. He sido yo.

El señor Samuelson agudizó su mirada. No había rabia ni resentimiento en sus ojos, sino más bien curiosidad.

– ¿Conoce a la vecina del 3B, la señora Norman? -continuó Cillian.

– ¿La mujer de los perros?

– Exacto. Bueno… a pesar de las apariencias, se trata de una mujer muy sola y triste. No tiene amigos ni familiares. Sólo sus viejos perros.

– Lo siento mucho por ella, pero, la verdad, no entiendo qué tiene que ver esto con mi correo.

– No me pregunte el motivo, pero esa mujer me tiene especial confianza y cariño… -Cillian notaba que el señor Samuelson estaba cada vez más confundido-, y la cuestión es que me ha confiado que le gustaría mucho tener un amigo de su edad. Una persona que comparta sus mismos intereses y aficiones. No busca una relación complicada, créame. Sólo un amigo especial con quien ir al cine o al teatro una vez a la semana, o incluso dar un paseo por el parque.

El señor Samuelson había caído en la telaraña. El cuento de Cillian había capturado su atención.

– Bueno, el caso es que me preguntó si usted tenía alguna… novia, alguna amiga… y yo cometí el error de decirle que creía que sí, que recibía regularmente cartas de una mujer… -Mientras se escuchaba, él mismo alucinaba de que fuera capaz de soltar esa perorata pocos minutos después de haber cometido un asesinato, descalzo y con una saca llena de prendas ensangrentadas a la espalda-. Recuerdo la desesperación que mi inoportuno comentario provocó en la pobre… así que le prometí… -simuló embarazo- que haría lo posible por romper el vínculo entre su corresponsal epistolar y usted.

Cillian levantó la mirada. Parecía un niño que ha admitido haber hecho algo malo pero que, por su confesión, espera el perdón.

El señor Samuelson le miró muy serio. Después volvió a sonreír.

– No sé si creérmelo, francamente…

– Es lo que ocurrió. Y le agradecería que no mencionara nada de todo esto a la señora Norman o a la pobre le dará un infarto. Yo soy el único responsable.

– Sigo sin creer ni una palabra… pero por lo menos me ha hecho usted gracia.

En ese momento la saca de Cillian empezó a vibrar. Un curioso temblor intermitente.

– Prométame que un día me contará el motivo real, ¿le parece?

Cillian no contestó, tenía toda su atención puesta en lo que ocurría en la saca. Al instante empezó a sonar la melodía de un móvil. Cillian no se movió. El señor Samuelson tampoco. Se trataba de una versión de «Para Elisa» de Beethoven que, cada vez más alto, invadía el vestíbulo.

– Creo que le están llamando.

– Sí, pero sé quién es y… no me apetece hablar ahora. -Y sabía de verdad quién era. Al otro lado de la puerta de cristal, en la acera, vio a Clara con el móvil pegado al oído.

El señor Samuelson se dirigió hacia los ascensores.

– Es usted un tipo muy curioso… Por cierto, ¿hay alguna forma de que pueda recuperar mis cartas?

– Las tiré al río -respondió Cillian sin dejar de mirar a Clara.

El señor Samuelson sacudió la cabeza y se giró hacia los ascensores.

– Que tenga un buen día.

– Usted también -dijo Cillian.

Clara, en la calle, había colgado. Y al instante la pieza para piano había dejado de sonar en la saca.

Cillian se precipitó hacia la escalera del sótano antes de que Clara entrara en el vestíbulo. Detrás de él, oyó el sonido familiar de los tacones de la chica que cruzaban el espacio entre la puerta y los ascensores y cómo el señor Samuelson y Clara intercambiaban un saludo.

Una vez en su estudio se quitó a todo correr la ropa que llevaba puesta. Alguna gota de sangre podía haber impregnado su vestimenta. Volvió a vestirse, se calzó unos zapatos y se puso el abrigo. Metió la saca en una bolsa grande de la basura, junto con la ropa que acababa de quitarse.

Quería largarse antes de que explotara todo. Antes del tremendo alboroto que viviría el edificio en cuestión de minutos.

Cuando salió a la calle, en el inmueble reinaba aún el silencio. No se oían gritos ni nada fuera de lo normal.

Con su bolsa de basura, fue hacia el este. A pesar de la poesía y la melancolía que le inspiraba el lugar, no era momento de viajar hasta el puerto del Hudson con la Setenta y nueve. El East River, más cercano, satisfaría sus necesidades. Cruzó la Franklin D. Roosevelt East River Drive por un puente peatonal a la altura de la calle Sesenta y tres.

En el paseo que recorría la orilla sólo había unos pocos corredores incondicionales. El frío invitaba a cualquier cosa menos a un paseo por allí. Después de cerciorarse de que se hallaba lejos de ojos indiscretos y de las cámaras de vigilancia de la FDRER, recuperó el iPhone rebuscando en el pantalón con una mano enguantada. No estaba seguro de lo que debía hacer con el dispositivo. No haber revisado los bolsillos del pantalón había sido un error importante. La ausencia de ese aparato en la casa podía levantar sospechas. Decidió que se lo guardaría hasta que supiera qué hacer. A continuación, metió una piedra en la bolsa, para que se fuera al fondo sin sorpresas, y la tiró al agua.

Y entonces tomó conciencia de lo que había hecho. Por fin en su cabeza quedó claro que había matado a un hombre después de una tremenda tortura psicológica. Supo que acababa de dar otro horrible golpe a Clara. Nunca había ido tan lejos. Sólo la descarga de adrenalina le había permitido llegar hasta allí. Sabía que ahora era un asesino a todos los efectos.

Las piernas le flaquearon y tuvo que sentarse en el borde del río.

17

Estuvo más de una hora sentado en el bordillo del paseo peatonal del East River. Observaba el agua helada que fluía calma delante de sus ojos. El temblor había remitido, pero se sentía destemplado. A pesar del frío exterior, debajo de su abrigo había un pequeño horno. Las intensas emociones y la falta de sueño le habían debilitado. Aun así, si hubiera estado en su cama, no habría conseguido pegar ojo.

Durante esa hora de inmovilidad aparente delante del río, tenían que haber ocurrido muchísimas cosas en el edificio. Si todo había ido como tenía que ir -y no había ninguna explicación lógica por la que no hubiera sido así-, Clara estaba viviendo el dolor más atroz e intenso de su vida. Era algo demasiado grande para poder comprenderlo totalmente. Incluso le daba miedo volver a casa y presenciarlo.

Cuando emprendió el camino de regreso, eran las cuatro y media de la tarde. No volvió a cruzar el puente de la Sesenta y tres. Bajó por el paseo hasta el puente de Queensboro, recorrió toda la calle Cincuenta y nueve y subió por la Quinta Avenida bordeando el parque. Caminó durante más de una hora, haciendo tiempo para descargar la batería del iPhone; en ningún momento tocó el dispositivo con las yemas desnudas.

Poco antes de doblar la última esquina, ralentizó el paso. Desconocía el procedimiento habitual en caso de suicidio. No sabía a qué se enfrentaba: si a un escandaloso despliegue de coches y sirenas, o a un simple coche fúnebre aparcado discretamente delante del portal. Había parado en un Deli a comprar comida y llevaba dos bolsas llenas hasta arriba. Quería tener una coartada para la clásica pregunta sobre dónde había pasado la tarde. Había pensado que no tenía sentido que buscara una coartada fuera del edificio para el momento de la muerte de Mark porque el encuentro con el señor Samuelson la desmontaría fácilmente. Pero sí consideraba oportuno justificar su ausencia durante las horas siguientes. Si la mirada de un encargado en una tienda le ponía nervioso, debía ir muy bien preparado para un eventual interrogatorio de la policía.