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Le quedaban pocos metros en la ignorancia. Un par de pasos más y todo empezaría a aclararse. Inspiró y expiró despacio, estirando los músculos del cuello. Dobló la esquina.

Fue espectacularmente apoteósico. El tramo de calle delante del edificio estaba cortado por cintas policiales. Habían cerrado el paso a vehículos y peatones. Delante del portal, en un festival de luces rojas y azules, había una ambulancia y un camión de bomberos. Dos coches de la policía habían aparcado a un extremo del tramo clausurado, y un tercero al otro lado.

No era una imagen insólita en una ciudad como Nueva York, pero a Cillian le impactó enormemente, sobre todo porque él era el motor de toda esa parafernalia. Él era la mariposa cuyo aleteo había provocado consecuencias en la vida de decenas de personas. Mientras se acercaba, imaginaba a los bomberos, a los voluntarios de la ambulancia, a los agentes de la policía, a los vecinos… La muerte de Mark había modificado la vida de todos ellos. Y él, Cillian, era el titiritero.

Entró en el vestíbulo; llevaba su papel bien ensayado. Una mujer policía estaba al lado de los ascensores con una libreta y un bolígrafo.

– ¿Usted vive aquí?

– Soy el portero… ¿Qué ha ocurrido?

La mujer se acercó a la boca el micrófono de su transmisor.

– Tengo al conserje aquí abajo. -Apuntó esa misma información en su libreta, al lado de la hora de llegada.

– Bueno, ex portero… ya no estoy en funciones. -Cillian vio su rostro reflejado en la puerta dorada del ascensor. Le alegró esa conseguida expresión de inquietud y aprensión-. Pero… ¿qué ha ocurrido?

– Ha muerto uno de los vecinos -dijo la mujer policía en un tono carente de emoción.

– ¿Quién?

El transmisor produjo un ruido estático. Después una voz varonil contestó al mensaje: «El teniente dice que lo subas».

– Venga conmigo, por favor. -La mujer se mostraba impasible; mascaba chicle. Apretó el botón del ascensor.

– Pero ¿quién ha muerto?

– Un hombre, en el 8A.

– ¿El apartamento de la señorita King? ¿Qué ha pasado? -Cillian supo contener las emociones para que su actuación no resultara exagerada. Pero, a juzgar por la actitud de la policía, no era necesario. La mujer ni siquiera le miraba. Todo ese soberbio trabajo teatral desperdiciado.

– Ya le contará el teniente.

Cillian se dio cuenta de que aún llevaba las dos bolsas de la compra.

– ¿Qué hago con esto? ¿Puedo pasar un momento por casa?

La mujer, sin dejar de mascar chicle, señaló una esquina con un movimiento de la cabeza.

– Déjelo ahí, lo recogerá después.

Subieron. Estaba claro que la agente no le daría ninguna pista sobre cómo las fuerzas del orden habían interpretado el escenario del crimen. La mujer, cansada, se miraba las uñas pintadas de rojo. Cillian no pudo evitar meter la mano enguantada en el abrigo y comprobar que el iPhone de Mark seguía allí.

Se sorprendió al ver a tanta gente reunida en el pasillo en absoluto y respetuoso silencio. Vecinos de distintas plantas estaban allí para dar ánimo, con su taciturna presencia, a la pobre propietaria del apartamento 8A. La agente se abrió paso entre la muchedumbre.

Cillian percibía las miradas de los vecinos posadas en él. Le pareció detectar una ausencia importante. Ni la señora Norman ni sus perros estaban allí.

A pocos metros de la puerta de Clara, una cinta amarilla y negra acordonaba un pequeño espacio, como un privado de club nocturno. No había vecinos al otro lado. Un agente levantó la cinta para permitir el paso a Cillian y a su escolta.

La puerta del 8B estaba abierta, pero, contrariamente a lo que Cillian esperaba, Ursula no estaba allí asomada. Del apartamento de Clara salían y entraban bomberos y forenses con su traje azul oscuro.

– Por aquí.

– ¿Aquí?

La policía había entrado en el 8B, en el piso de Ursula, sin darle explicaciones, esperando simplemente que Cillian le siguiera.

El portero obedeció. En el descarado intento de escrutar lo que ocurría en el apartamento de enfrente miró hacia atrás. Sólo vio que todo el suelo estaba cubierto por un esponjoso tejido blanco.

– Por aquí.

Entonces Cillian se encontró cara a cara con Ursula y su hermano. Los dos niños se asomaban al pasillo desde su dormitorio, como si les hubieran dado estrictas consignas de no moverse de allí. La niña le miró muy seria, sin su habitual malicia. Parecía afectada.

De una de las habitaciones del fondo llegó el lamento desesperado de una mujer. Un sollozo áspero, duro al salir de la garganta.

– Clara -susurró Cillian, animado por la presencia de la pelirroja.

– ¡Quédese ahí!

Cillian se detuvo en el umbral del salón mientras la agente se acercaba a hablar con los dos únicos hombres que se encontraban en el lugar. Uno iba uniformado; el otro, de paisano, con un traje gris corriente y una camisa blanca.

La mujer habló en susurros, pero Cillian oyó el informe que le hizo al inspector:

– Es el portero. Estaba de compras, parecía realmente sorprendido. Ha especificado que ya no está en funciones no sé si por justificar algo. Por el resto, nada anormal.

– Gracias, agente -le respondió el hombre de paisano.

El inspector le llamó con un gesto de la mano mientras la agente se iba por donde había venido.

– Me han dicho que es usted el conserje. -El hombre tenía unos cincuenta años muy bien llevados. Un físico imponente; el pelo corto y oscuro.

– Ya no, desde hace unos días.

– Explíqueme eso.

– Hubo quejas de un vecino. Y me han despedido.

– ¿Y que hizo usted para que el vecino se quejara?

Cillian, delante de un profesional especializado en detectar la mentira, prefirió ser sincero. Al menos parcialmente.

– Dejé morir unas plantas.

El policía levantó una ceja para resaltar su perplejidad. Cillian entró en detalles:

– Displadenias… Por lo visto son muy caras.

Ese comentario suscitó una sonrisa de simpatía en el investigador.

– ¿Sabe qué ha ocurrido?

Cillian fingió un tímido nerviosismo.

– Una desgracia, en el 8A… no sé más.

– Sí, una desgracia. ¿Conocía al señor Mark Kunath?

– ¿El novio de la señorita King? -Puso cara de desolación-. Le conocí ayer… ¿Qué le ha pasado?

– Estamos intentando averiguarlo. -El hombre le observaba, pero Cillian no se sentía violento. Imaginaba que hacía lo mismo con todo el mundo. Era su trabajo-. Le hemos encontrado en la bañera, sin vida. El agua se ha desbordado por todo el apartamento, por eso estamos aquí.

Cillian sacudió la cabeza, incrédulo.

– ¿Ha visto entrar a algún desconocido esta mañana?

– Ya no ejerzo de portero. No estuve en la garita…

– Correcto, ya me lo había dicho. Por cierto, ¿dónde estuvo?

– En mi estudio hasta media mañana. Bueno, antes fui a desayunar a la calle Sesenta y cinco. Después volví, hice algunas tareas domésticas, y me fui antes de la comida. Acabo de regresar…

– ¿Y la señorita King? ¿La ha visto esta mañana?

Cillian negó con decisión.

– ¿Seguro?

– Seguro.

El inspector le sonrió. Una estrategia, pensó Cillian, para ganarse su confianza. Le hacía creer que se tragaba todo lo que Cillian le contaba.

– Usted tiene acceso a las llaves de los apartamentos, ¿verdad?