Desde la zona de los dormitorios, llegó otra ráfaga de sollozos, aún más violentos, descontrolados. Cillian oyó la voz de una mujer que trataba de calmar a Clara. Cillian echó la cabeza hacia atrás para intentar ver la escena. «El rostro… quiero ver tu rostro», pensó.
– ¿Entonces? -El investigador reclamaba su respuesta.
– Ya no. Todas las llaves están guardadas bajo candado. El administrador tiene la llave.
– En ese caso, la copia de las llaves del 8A debería… -Se detuvo. Ursula había entrado en el salón-. Lo siento, cariño -dijo el policía en tono amable-, sé que hemos ocupado tu casa de repente, pero necesito estar a solas con este señor un rato más.
– Tengo sed -protestó la niña. Y se fue hacia la cocina.
Por la mirada que le dedicó, Cillian sabía que Ursula habría devuelto todo el dinero que le había extorsionado y hasta la película porno por saber qué estaba pasando, entre el investigador y él.
– Entonces, ¿me decía que la copia de las llaves del 8A deberían de estar en esa caja?
Cillian se puso tenso. «En la mesa de mi estudio», pensó.
– Sí, en la caja cerrada con candado que hay en la garita.
El investigador llamó al otro agente uniformado.
– Acompáñale abajo. Comprueba que el juego de llaves del apartamento está en la caja. -Dedicó una sonrisa al portero-. Muchas gracias por su tiempo. -Después se sentó en un sillón para anotar el resumen de la charla en su libreta.
El policía uniformado abandonó la sala pero se dio cuenta de que Cillian no le seguía y se detuvo en el pasillo.
– Venga conmigo, por favor.
– Me gustaría… -Cillian miraba la puerta entreabierta del dormitorio-. Me gustaría dar mi pésame a la señorita King… si es posible.
El inspector levantó la mirada pero no dijo nada. Ursula regresaba de la cocina con un vaso lleno de agua. Cruzó el salón muy despacio, hasta llegar a su cuarto.
– Pequeña fisgona -soltó el inspector en voz baja, para que la niña no pudiera oírle. Se dirigió a Cillian-: Más tarde. Ahora la señorita King no está en condiciones de ver a nadie. La señora que vive aquí se está ocupando de ella.
Cillian tuvo que resignarse, otra vez, a no ver el rostro de su vecina preferida en el día de su triunfo.
En el ascensor se aventuró a sonsacar alguna información al joven policía.
– Entonces, si creen que ha entrado un desconocido… ¿ha sido un asesinato?
El policía le miró y no contestó. Llegaron al vestíbulo, donde la agente había vuelto a posicionarse al lado de los ascensores.
– ¿Dónde está la caja?
Cillian señaló la garita.
– Usted puede irse, esperaremos aquí al administrador.
– ¿Necesita su número de teléfono?
– Mi compañera ya le ha llamado. Está de camino.
Cillian asintió con la cabeza.
– Bueno, entonces… si me necesitan, estaré en el estudio, al final del sótano. -Cogió despacio sus bolsas de la compra y se fue abajo.
No llegó a su estudio. Se quedó en el pasillo del sótano, entre la escalera y el cuarto de las lavadoras. Intentó convencerse de que, aunque le desenmascararan, había vencido sobre Clara. Había ganado, y eso nadie se lo podía quitar, ni unas llaves que no estaban donde debían, ni su retorcida mente. Pero no podía reprimir una sensación de rabia y frustración por cómo un insignificante detalle estaba comprometiendo una actuación casi perfecta. Se había convertido en una cuestión de orgullo.
De pronto oyó alboroto arriba. Mujeres que gritaban histéricas. Parecía que la policía intentaba retenerlas allí abajo y las recién llegadas se rebelaban. Reconoció la voz de la agente pidiendo a todo el mundo que se tranquilizara. Otras voces, confusas. Hasta que un chillido desesperado y nítido se sobrepuso al griterío generaclass="underline"
– ¡Quiero ver a mi hija ya!
Abandonó la compra en el pasillo y subió algunos escalones. Despacio. Poco a poco. Hasta llegar a la puerta del vestíbulo. A falta del plato principal, el rostro apenado de la madre de Clara podía valer como interesante entremés. Pero tampoco en este caso llegó a saborear nada.
Se asomó sigiloso para descubrir que en el vestíbulo no había nadie. Una de las dos luces de los ascensores estaba encendida, el ascensor estaba subiendo.
Aprovechó el momento. Entró en la garita y fue a por la caja de metal, escondida debajo de la mesa. Patoso, nervioso, tardó más tiempo que nunca en meter la pequeña llave que llevaba al cuello en el candado. La luz del ascensor cambió de tonalidad; había llegado a la planta solicitada. Una vez abierta la caja, metió la mano en el bolsillo, pero lo único que encontró fue el móvil de Mark. La fiebre y los nervios le habían jugado una mala pasada: las llaves de Clara seguían en su estudio.
El ascensor empezó a bajar.
– ¡Joder! -susurró. La rabia por haber desperdiciado la oportunidad de arreglar el fallo hizo que la situación le resultara aún más desesperante. Miró, decepcionado y rabioso, el montón de llaves desordenadas en el interior del contenedor metálico. El tiempo de cerrar el candado y salir de la garita empezaba a escasear. Pero no se daba por vencido. Se fijó en la pegatina desgastada que llevaba cada llave. Y entonces tuvo una intuición. Buscó, frenético, el juego del 9A o del 6A. El que encontrara primero. Le tocó al 9A. Histérico, cogió un boli y corrigió rudamente el 9 hasta convertirlo en un 8.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, tuvo que justificar su presencia en el vestíbulo.
– Discúlpeme otra vez, agente, pero esta situación me ha trastornado… Me preguntaba si podía serles de alguna ayuda. ¿Puedo traerles algún refresco?
– No es necesario -dijo la mujer.
– ¿Algo para comer?
– De verdad, si quiere ayudar, lo mejor que puede hacer ahora es retirarse y dejarnos trabajar.
Cillian asintió con la cabeza, como asumiendo una verdad dura de aceptar.
– Pues entonces… les dejo.
– Muchas gracias, se lo agradecemos mucho.
– Buenas noches.
Por fin regresó al estudio. No estaba seguro de que su apaño de última hora funcionara. Pero bastaba con que diera el pego esa tarde. Por la noche, cuando todo estuviera en silencio y desierto, regresaría a la garita y arreglaría definitivamente ese asunto. Recordó que el inspector había ordenado al agente que comprobara si la llave del 8A estaba en la caja, no si además entraba en la cerradura. Hizo un esfuerzo por tranquilizarse.
El día en que se había convertido en un asesino se estaba acabando. Dentro de poco se llevarían el fiambre a la morgue para la autopsia. Después, con toda probabilidad, la madre o algún otro familiar se llevaría a Clara. O tal vez los mismos agentes se ofrecerían para acompañarla donde fuera oportuno.
Se tumbó en el colchón. Salvo por la corta siesta de la mañana, llevaba una eternidad sin dormir. Aun así, no tenía sueño. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Mark. Aquellos ojos incrédulos que reclamaban una improbable piedad. La sangre que manaba con profusión de la herida. Sus manos manchadas de sangre.
Intentó engañarse recuperando recuerdos aburridos de su infancia, eventos lejanos e insignificantes. Pero al rato se descubrió dándole vueltas a la charla con el inspector. Más allá de las preguntas de rutina, parecía que no descartara a priori la hipótesis de un homicidio. Y la niña. Por una vez había echado de menos una señal de la pequeña Ursula. Una mirada de amenaza o un mensaje colgado en la pared le hubieran dejado tranquilo. Pero ese silencio, en ella y en un día tan delicado, le preocupaba. ¿Y si Ursula había metido al inspector sobre su pista?
¿Y qué pasaría con las llaves?
Volvió a repetirse que si le detenían no sería ninguna tragedia. Intentó convencerse de que en la cárcel también se podía jugar a la ruleta rusa. Pero el cansancio y los nervios podían con su racionalidad. Aguzó el oído al tiempo que sentía un inusitado terror a oír pasos en el pasillo. Cualquier ruido o crujido le sobresaltaba.