– Soy demasiado pequeña para morir… mis padres sufrirían mucho si me pasa algo… puedo cambiar y ser buena. -Nerviosa, esperó la reacción del maestro.
Cillian, muy serio, ponderó la respuesta. Después sacudió la cabeza. No le había convencido.
Los ojos de la niña se cerraron, rendidos, mientras copiosas lágrimas fluían por las mejillas.
Cillian presionó sus rodillas.
– No te resistas, será peor.
De pronto la niña abrió los ojos.
– ¿Puedo cambiar la última razón?
Cillian se detuvo, divertido.
– Claro.
Ursula respiró un par de veces antes de compartir con el portero su posible salvación.
– Si me empujas, la policía investigará… dos muertes en un mismo edificio son demasiado sospechosas… te descubrirán.
Cillian dejó caer sus brazos, liberó las rodillas de la pequeña. En realidad, no le importaba que dieran con él, pero la lucidez en la forma de pensar de la pequeña le había impresionado. Dio un paso hacia atrás y dejó espacio suficiente para el regreso de Ursula.
La niña le miró. Feliz y orgullosa por haber escapado de la muerte en el último momento, se envalentonó y volvió a ser la Ursula que Cillian conocía.
– Te tengo cogido por los huevos, gilipollas.
Cillian la miró muy serio. Ese calificativo no le había hecho gracia.
Después de una larga caída, reventó el parabrisas del coche rojo, aparcado como siempre cerca de la entrada. Fragmentos de cristales salieron disparados por la acera y la calzada. El impacto hizo saltar algunas alarmas.
Las dipladenias, envueltas en la tela térmica, habían hecho estragos sobre la carrocería del coche importado de Europa.
19
Llamaron a la puerta de su estudio a las siete de la mañana. Cillian estaba preparado. Vestido, con todos sus enseres guardados en su maleta y en un par de cajas.
No se sorprendió al ver a un agente uniformado, pero sí al inspector que había conocido la noche anterior.
– ¿También se ocupa de actos vandálicos?
El inspector le miró confuso.
– Quiero hacerle más preguntas sobre la muerte del señor Kunath.
No estaban allí por su gamberrada de la noche anterior. De pronto le asaltaron todas sus dudas nocturnas sobre la hipótesis de que la policía no se creyera el suicidio de Mark. «No pasa nada -se dijo-. En la cárcel podré suicidarme cuando quiera.» Pero su corazón siguió latiendo acelerado.
– ¿Podemos entrar?
Cillian se apartó, dejó campo libre a los dos oficiales. Él se quedó de pie, al lado de la cama. El agente uniformado empezó a pasear por el estudio, observando cada detalle. El inspector se fijó en las maletas.
– ¿Se marcha?
La pregunta le molestó. Le molestó que una simple casualidad, el hecho de que le hubieran despedido y tuviera que buscar otra vivienda, fuera utilizada ahora para ponerle artificialmente bajo la condición de sospechoso.
– Ya se lo comenté, me han despedido. Me encantaría poder quedarme…
– Es cierto, me lo había dicho. -El policía sonrió. El mismo intento del día anterior de ganarse su confianza-. Imagino que es difícil encontrar un sitio así a corto plazo… ¿Adónde irá?
– De momento a casa de mi madre.
– Bien. Siempre es bonito reunirse con la familia. ¿No cree?
– Si es por poco tiempo, estoy de acuerdo.
Al inspector le hizo gracia su respuesta, pero la seriedad de Cillian le obligó a recuperar la compostura que requería su intromisión en la vida del portero.
– No tiene buen aspecto. ¿No ha dormido?
Efectivamente, el rostro de Cillian, surcado por profundas y violáceas ojeras, no daba opción a mentir.
– Sufro de insomnio, desde pequeño.
– Mi abuelo decía que sólo duerme bien quien tiene la conciencia tranquila.
– Es cierto -contestó Cillian, impasible-. Creo recordar que a los siete años robé unas manzanas del jardín del vecino. Desde entonces no duermo.
El inspector volvió a reírse, esta vez convencido; interpretó la indolencia del portero como una personal y original forma de conseguir el efecto cómico. Y, sin perder la sonrisa, soltó el primer ataque:
– Resulta que los forenses ayer encontraron distintas huellas dactilares suyas en el apartamento y… -le miró haciendo una extraña mueca, como si los forenses hubieran cometido algún error-, francamente, en los lugares menos pensados.
El agente uniformado interrumpió su inspección por la casa para analizar la reacción de Cillian.
– Hace unos días la señorita King me pidió que fumigara su piso. Había insectos por todas partes… Hasta en los lugares menos pensados.
– Me consta. Me consta. Pero ¿no suelen ponerse guantes para esas tareas?
Cillian contestó sereno. El corazón explotaba en su caja torácica, pero veía su reflejo en el espejo del armario y se reconfortaba con la imagen de total tranquilidad que conseguía transmitir al exterior.
– Tal vez los profesionales… Yo acepté ese trabajo para redondear mi sueldo. No sabía que se necesitaran guantes.
El agente reemprendió el análisis de la madriguera de Cillian, pero el hecho de que todas sus cosas estuvieran guardadas en las maletas le dejaba muy poco trabajo. Al rato se juntó con los otros dos hombres.
– ¿Acaso aquí no le pagan bien? Perdón, me corrijo, ¿no le pagaban bien?
– No me pagan mal, pero tampoco lo que me gustaría. Me corrijo, lo que me habría gustado.
– ¿Podemos decir que tiene algún motivo de resentimiento contra los vecinos del edificio?
– El mismo motivo que los treinta mil conserjes que trabajan en esta ciudad. Estamos a punto de entrar en huelga. Y todos por la misma razón. No tiene más que leer los periódicos.
– Ya… -asintió el inspector.
La imagen que Cillian se había hecho de ese hombre cambió radicalmente. El día anterior le había parecido un profesional eficaz, resuelto, buen analista de la psique humana. Ahora le subestimaba, le preguntaba por temas superfluos para intentar confundirlo y hacerle caer en una contradicción más tarde.
– El suicidio de un hombre joven, con un buen trabajo, una relación sentimental estable… ¿no le parece extraño?
– Creo que no entiendo la pregunta.
– Si no le resulta difícil creer que el señor Kunath tuviera alguna razón para quitarse la vida… y además de esa forma tan truculenta y salvaje.
Otro truco fácil. Cillian no picó.
– ¿Por qué? ¿Cómo murió?
El investigador encajó con otra ligera sonrisa la respuesta de Cillian.
– Dentro de la bañera, con un cuchillo de cocina en la garganta.
Cillian meditó un momento.
– Creo que no le conocía lo suficiente para poder juzgar.
– Ya… La señorita King nos contó algo interesante sobre la forma curiosa, por definirla de alguna manera, con la que usted y el señor Kunath se conocieron.
– ¿Qué pretende decir?
El inspector se volvió inesperadamente agresivo.
– Lo que quiero decir es que, por un lado tenemos un supuesto suicidio, con un modus operandi totalmente anómalo, de un hombre que no tenía ninguna razón para quitarse la vida y que incluso había encargado un anillo de pedida hacía sólo unos días… y, por otro lado, tenemos a un conserje que entra sin permiso en los apartamentos de los vecinos.
Fue la primera vez desde el inicio del interrogatorio que Cillian se puso nervioso. No por la acusación directa, sino por la actitud del inspector. Ese enfado, ese tono provocador no podían ser reales. Un hombre con esa experiencia no podía perder la calma por tan poco. Ese enfado era parte de una estrategia que Cillian no sabía descifrar. Y eso le desconcertaba.
– Me resulta algo incómodo hablar de esto… -dijo en tono sumiso. Miró a los ojos a los dos policías que tenía delante-. Pero imagino que, después de su acusación, no tengo alternativa…