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Hizo una pausa. Consiguió generar expectación. Notaba que estaba recuperando el control de esa conversación.

– El otro día estaba en el cuarto de las lavadoras y… escuché por casualidad una pelea entre los dos; estaban en el vestíbulo…

– ¿Entre la señorita King y el señor Kunath?

Cillian percibió que el inspector se animaba. El portero se había metido en un callejón con sólo dos posibles salidas: su autocondena por caer en contradicción, o una revelación concluyente. El inspector creía que era él quien tiraba de los hilos, y eso estaba bien.

– ¿Por qué se peleaban?

– La verdad, no lo entendí… -siguió Cillian con su tono manso-, sólo comprendí que él la acusaba de mentir y que ella lo negaba. Después deduje que él la acusaba de haberle engañado con otro hombre.

– ¿Después? ¿Después de qué?

– Después de hablar con la niña que vive en el apartamento de enfrente. En el 8B.

– ¿La fisgona?

Cillian asintió. Vio que el inspector procesaba internamente la información y que por primera vez recibía un dato que le sorprendía.

– La niña vuelve cada día de la escuela a eso de las cinco de la tarde y siempre solemos intercambiar unas palabras… Bueno, eso desde que la salvé de un intento de robo por parte de unos gamberros. Por cierto, deberían hacer algo en esta zona, no es la primera vez que un vecino sufre un ataque de…

El inspector no pudo evitar hacer un gesto molesto que invitaba a Cillian a olvidar ese paréntesis e ir directamente al núcleo de la cuestión. Lo tenía en sus manos.

– Bueno, me contó que la noche anterior, desde su casa, había oído una discusión muy dura entre los dos. Él la acusaba de estar embarazada de otro hombre.

La confesión de Cillian había llevado el interrogatorio a una conclusión sorprendente. Y eso se reflejaba en el rostro del inspector.

– Tal vez sean exageraciones de niños -continuó Cillian-, pero a mí me pareció que encajaba con el altercado que yo había oído y… até cabos.

Por una razón que no comprendía, el inspector no parecía demasiado contento con la nueva pista. Interpretó que era el tipo de investigador que prefería enfrentarse a complicados casos de asesinato que a un banal suicidio, en el que el villano a buen seguro se hallaba ya en el ataúd.

– Sube a ver si la niña está aún en casa -le dijo el inspector al otro agente.

Cillian miró el reloj. Las 7.20.

– No suelen salir antes de las siete y media.

El agente uniformado abandonó el estudio.

– Deme la dirección de la casa de su madre, por favor -le soltó el inspector, serio, como clara amenaza de que el caso aún no estaba cerrado.

– Claro. Estamos en…

– Mejor escríbala usted. -Le dio su libreta, abierta por una hoja en blanco-. Anote también su teléfono móvil y el de su madre, por favor.

Cillian volvió a tener la certeza de que ese hombre estaba menospreciando su inteligencia con otro jueguecito ramplón. Escribió con mayúsculas, estrechando lo máximo posible todos los arcos y las curvas. Su letra no se parecería en absoluto a la de la pintada que los agentes habían encontrado en la pared del baño de Clara. Procuró agarrar la pluma de una manera diferente a la habitual para que la presión de la tinta sobre la hoja resultara también distinta.

Mientras escribía, envalentonado por cómo había salido de ese interrogatorio, quiso poner la guinda final a la conversación.

– Francamente, nunca he entendido que alguien pueda quitarse la vida…

El inspector miraba su libreta.

– Siga, me interesa.

– La vida es lo único que tenemos. Por malos momentos que podamos pasar, siempre vendrán otros bonitos. Siempre. Sin ella no somos nada. Sin ella, desaparecemos. -Entregó la libreta al policía-. Nunca entenderé que alguien pueda desear desaparecer…

El investigador comprobó los datos escritos por el portero. Todo parecía en orden.

– ¿Sabe cómo se encuentra la señorita Clara? Toda esta historia me duele más que nada por ella.

– Está arriba -le sorprendió el policía-. Ayer, con el fiambre en el baño y la sangre por todo el piso, no pudimos hacer el reconocimiento del lugar.

La mente de Cillian fue directamente al iPhone de Mark, que seguía en el bolsillo de su abrigo. Pero la preocupación por las sospechas que levantaría la ausencia del móvil no fue nada en comparación con la excitación por la inesperada presencia de Clara en el edificio. La pelirroja con la que había compartido casi todas las noches desde que vivía allí aún no se había ido.

– Bueno, no descarto volver a llamarle uno de estos días.

– Será un placer volver a hablar con usted.

Los dos hombres se estrecharon la mano.

– Hágame caso. Procure descansar, que por falta de sueño hasta se puede morir. -El oficial sonrió-. Otra de las frases celebres de mi abuelo.

El inspector se fue silbando por el pasillo sin que su rostro, al final de ese encuentro, hubiera revelado a Cillian lo que pasaba por su cabeza.

Cillian permaneció en paciente espera en el vestíbulo, apoyado en los buzones y con la maleta y las cajas a su lado. Aguantó así el saludo incómodo de los vecinos que salían, como cada mañana, y se sorprendían al encontrarse cara a cara con el ex portero al que la comunidad había despedido.

Y por fin, a las 9.38, las puertas del ascensor se abrieron y Clara salió al vestíbulo sostenida por una mujer de sesenta años, rubia pero parecida a la hija. El inspector las acompañaba.

Por fin veía a Clara después de todo lo ocurrido. Por fin veía el resultado de su larga, dura y afortunada labor. Por fin.

Las pupilas de Cillian se dilataron. Sus ojos se abrieron, vivos como nunca. Se separó de los buzones y sintió que una descarga de adrenalina recorría su cuerpo.

El rostro de la chica estaba devastado por el dolor. Tenía los ojos rojos e hinchados, la piel pálida, irreconocible. Parecía imposible que esa joven hubiese podido sonreír alguna vez. Parecía que ese sincero sufrimiento tuviera profundas raíces en esa casa.

Cillian se le acercó.

– Señorita King, le transmito mi profundo y sincero pésame.

Clara lo miró indiferente, ida, casi como si no le reconociera.

– Ha sido una tragedia terrible. No sé que decir. No le conocía mucho, pero creo que se ha ido un hombre muy bueno.

Los ojos de Clara se humedecieron.

– Sé que ahora está sufriendo un intenso dolor. Pero sepa que tiene que ser así. -La madre lo miró sorprendida-. Ahora hay mucho dolor porque antes había mucho amor. Es el riesgo que conlleva querer a otra persona. -Le cogió la mano-. Si no queremos sufrir, no deberíamos amar… -Le sonrió con ternura-: Pero ésa no es forma de vivir.

La chica levantó el brazo y acarició al portero en la mejilla con un gesto tan espontáneo como infantil.

– Gracias, Cillian -consiguió susurrar.

Percibió su olor corporal, esta vez no maquillado por perfumes ni geles. No se había duchado. Tenía el pelo enredado, grasiento.

– Espero que un día pueda recuperar su preciosa sonrisa.

– Vamos, Clarita -le susurró su madre para evitar que las palabras del portero provocaran una crisis de llanto.

El inspector observó a Cillian con ese aire melancólico que no se le había borrado desde la última y concluyente revelación sobre el embarazo adúltero de Clara.

Como había hecho tantas veces, Cillian se adelantó a la vecina del 8A y le abrió la puerta de cristal. Un Dodge gris metalizado, conducido por una chica también pelirroja, la esperaba en la calle.

Poco antes de meterse en el coche, Clara se volvió a mirar el edificio, su casa. Y le fue imposible reprimirse. Rompió a llorar. La madre la agarró para que no se derrumbara en el suelo.

Cillian se quedó en la puerta, saboreando su momento. Siguió con la mirada a las dos mujeres que entraban aparatosamente en el coche; Clara, que desaparecía de inmediato, probablemente porque se había desplomado en el asiento; la madre, que daba apresuradas indicaciones a la otra hija y se agachaba para consolar a Clara; la hermana, que, antes de arrancar, intentaba ver en el espejo retrovisor lo que ocurría detrás de ella.