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El Dodge se alejó. Cillian lo siguió hasta que giró en la Quinta Avenida y desapareció. Entonces sus ojos se posaron a pocos metros de donde se encontraba. El vecino del 10B, enfadado, furibundo, gesticulaba a algunos hombres vestidos con un mono de mecánico delante de su coche rojo, destrozado por el impacto de la maceta. En la calzada y en la acera no quedaban ya cristales ni restos de tierra. Al parecer discutían sobre la manera de enganchar el vehículo a la grúa.

El hombre no le vio, pero no importaba. La displadenia llevaba su firma. Estaba seguro de que el vecino cascarrabias lo sabía y que una rabia reprimida le corroía desde dentro. Sabía que le denunciaría, que contrataría a un bufete de abogados para llevarle a los tribunales, que esperaría impaciente la primera audiencia. Pero, para entonces, Cillian ya no estaría. El vecino no podría tomarse la revancha.

Aun así, por precaución, y haciendo memoria de los radicales cambios de planes que habían afectado su existencia, Cillian se había puesto un par de guantes para arrastrar y levantar la maceta. De haber proceso, el cascarrabias no lo tendría fácil para demostrar que había sido él quien había lanzado al vacío esa planta.

Extendió el brazo derecho hacia la calle, y un coche amarillo se detuvo delante del edificio. Le hizo señas al taxista de que esperara un momento.

Regresó al vestíbulo para coger sus pertenencias. Puso una caja sobre la otra y las empujó con los pies mientras que con la mano arrastraba la maleta.

– ¿Se marcha ya?

– Sí, aquí ya no pinto nada -explicó Cillian.

Salvo por un par de batas limpias que había dejado colgadas en el perchero, su estudio estaba vacío. Encima de la mesa de la garita había dejado un sobre dirigido a la atención del administrador con las llaves del estudio. Todo estaba listo para la llegada de su sucesor.

– No creo que regrese nunca -dijo el inspector; se refería evidentemente a Clara-. Le resultará imposible vivir en el lugar donde su pareja se ha quitado la vida de esa forma…

«¿Qué es esto? -pensó Cillian-. ¿El último truquito o la comunicación oficial de que el caso se considera un suicidio?» El inspector parecía sincero. No había nada extraño en su expresión ni un doble sentido en el tono de su voz.

– Pues entonces no regresaremos ninguno de los dos, ni Clara ni yo -afirmó el ex portero-. Este sitio sólo nos trae malos recuerdos.

– Que tenga suerte -se despidió el inspector con su habitual sonrisa cautivadora.

– Y usted atrapando a los malos.

Salió a la calle. Ayudó al taxista a meter en el maletero sus pocos y únicos bienes.

– A la Estación Central, por favor.

Se marchaba. Después de casi siete semanas de servicio en el edificio del Upper East, Cillian se iba. No se giró. Estaba seguro de que no se dejaba nada.

20

El sol se filtraba a través de la ventana de guillotina semiabierta del dormitorio. El perfume del parque llegaba transportado por la suave brisa que llenaba de frescor la habitación. Hacía un día magnífico, el canto del cisne de un verano que refulgía en su esplendor antes de dar paso al otoño.

– ¡Mira quién ha venido a verte!

Alessandro dirigió la mirada hacia la puerta, expectante. Por un segundo imaginó que su único verdadero amigo se hubiera por fin acordado de él. Hacía aproximadamente diez meses que no le veía, diez meses de su vida que podían resumirse en un eterno e insufrible bostezo.

En el umbral se presentó una mujer de cincuenta años, muy menuda, con un imposible vestido de flores color violeta y una pamela blanca demasiado amplia para esa cabeza tan pequeña. La tía Matilde le sonrió como si su llegada tuviera que despertar quién sabe qué intensa alegría.

La tía tomó asiento a su lado y puso cara de pena. Estaba allí para realizar una buena acción y su rostro afligido así lo expresaba. Habló todo el rato con su madre. En primer lugar preguntó por el estado de Alessandro, se compadeció de la cruz que les había caído a esos pobres progenitores, y después se lanzó, con alegría y entusiasmo, a un repaso de la situación socioeconómica de todos los familiares cercanos y lejanos.

Mientras tanto, Alessandro volvía a recordar al amigo que continuaba sin dar señales. Había intentado convencerse de que Cillian estaba muerto, por fin se había suicidado lanzándose desde alguna altura de algún remoto lugar del país. De hecho, ésa era la intención declarada por Cillian si las cosas le iban bien con Clara. Y Alessandro sabía que le habían ido bien.

La muerte del portero era la única explicación de ese silencio. Aun así, Alessandro, en su interior, cultivaba la indomable esperanza de que su entrenador apareciera en su dormitorio en el día menos pensado. En su inmensa soledad, añoraba a su auténtico amigo.

Recordó con qué abatimiento había recibido a través de su padre las noticias sobre Cillian después del último adiós esa tarde de un domingo invernal. El signor Giovanni, en vez de hacer caso al portero, había comentado en casa, indignado, el encuentro con Cillian en el ascensor y la idea de la falsa noticia sobre el suicidio desde la azotea.

Alessandro había vuelto a caer entonces en una depresión. Había deducido que su camarada había fracasado con Clara. Cillian no había conseguido su objetivo. Y, a pesar del amable gesto de intentar ocultarle la realidad, el descalabro del portero le desanimaba sin remedio. Creía que había un vínculo entre los dos, y la derrota de uno anunciaba sin remedio la derrota del otro. La ventana se convertía otra vez en una meta inalcanzable, y la idea de sobrevivir sin fecha límite en esas patéticas condiciones le perturbaba hasta enloquecerle.

Había empezado una huelga de hambre, pero sólo había conseguido que aumentaran las humillaciones a las que le sometían a diario. Le introducían la comida en la garganta a la fuerza, como si fuera una oca de una granja de foie.

Se había dejado caer de la cama, pero a cambio sólo obtuvo algunas dolorosas magulladuras y que extremaran la vigilancia. No tenía manera de acabar con el infierno de su vida. Sus condiciones no se lo permitían.

La depresión había durado poco. Cuando unos días después, Alessandro vivió el revuelo que se montó en el edificio a través de los cotilleos animados de su madre y las vecinas, recuperó el entusiasmo. En cuanto se enteró de que el novio de Clara se había suicidado en la bañera del 8A, Alessandro supo que había sido Cillian. «¡Qué cabrón!», se había alegrado en su cabeza. Su amigo lo había conseguido.

La ventana volvía a estar a su alcance.

Desde entonces, cada día, se había ejercitado en solitario. Levantaba alternativamente las piernas debajo de las sábanas, flexionaba los dedos de los pies, fortalecía los músculos abdominales desfibrados. Incluso trabajaba los brazos, y había llegado a recuperar ligeramente el uso de los dedos y a reforzar los bíceps.

En algunos momentos, cuando su padre no estaba en casa y los sonidos de su madre trasteando en la cocina le hacían prever que la mujer tenía para rato, se había aventurado a dar un paseo solitario junto a la cama, para poder regresar debajo de las sábanas con relativa facilidad.

Pero Cillian se había equivocado en algo respecto a él. Los tiempos. La previsión de que Alessandro llegaría a la ventana antes del final del invierno se había revelado utópica, y no porque Alessandro no lo hubiera intentado con todo su ser.

Se había entrenado al límite de su capacidad, a base de incesantes y dolorosos ejercicios gimnásticos que Alessandro ponía en práctica con diligencia de marine todos los días, fines de semana incluidos. Pero la primavera había llegado, había transcurrido entera, la había relevado un cálido y soleado verano, y sólo ahora, al final de la temporada, Alessandro se sentía preparado. No había sido exceso de precaución, sino sentido del límite. Según sus cálculos, estaba adiestrado para llegar hasta esa ansiada abertura en la pared y ni un centímetro más.