Su organismo se bloqueó, no podía mandar aire a los pulmones. Cillian, su supuesto amigo, le había hecho la jugarreta más vil que podía imaginar. El aire seguía sin entrar. La vista se empañaba. Cillian, su Cillian, se había burlado cruelmente de él. Abrió la boca, un espasmo de glotis, incapaz de tragar oxígeno. El aguijón del escorpión se había clavado en la piel de la rana, pero en este caso sólo la rana pagaba las consecuencias. Supo que Cillian seguía vivo en algún lugar del mundo, disfrutando de su dolor.
Sin oxígeno. Perdió el equilibrio. Cayó pesadamente hacia atrás. Un relámpago amarillo y todo fue oscuro. Otra vez.
Oscuro.
Cuando abrió los ojos, se encontraba en su cama. Tenía un gotero conectado a una vena. Un médico se ocupaba de él mientras su madre, su padre y la tía Matilde le miraban preocupados. Por desgracia, no había muerto.
Aunque su cuerpo estaba más atrofiado y castigado que nunca, su cabeza seguía funcionando a la perfección. La necesidad de entender le llevó a recordar todas las reuniones y conversaciones que había mantenido con Cillian tratando de dar el justo valor a cada palabra del portero. Y volvió a recordar la fábula de la rana y el escorpión que Cillian le había contado y que entonces no había comprendido.
Pensó en la amistad sincera que posiblemente se había creado entre la rana y el escorpión mientras cruzaban juntos las aguas del río o, lo que era lo mismo, el espacio del dormitorio de la cama hasta la ventana. Durante su aventura juntos, ¿quién ayudaba a quién? Alessandro llegó a la conclusión de que posiblemente, y al contrario de lo que parecía, él había ayudado más a Cillian, que el portero a él. El egoísmo intrínseco del portero era la clave. Pensó en la gratitud honesta y profunda que el escorpión llegó a sentir por la rana… Y estuvo seguro de que Cillian, en algún momento, llegó a apreciarle de verdad.
Y entonces, a partir de esa certeza, volvió a pensar en el aguijón que, como una puñalada, perforaba la espalda de la rana… porque ésa era la naturaleza del escorpión y nada se podía hacer. Cillian le había hecho daño muy a su pesar. Aun así, su traición no resultó menos dolorosa. Estaba seguro de que Cillian estaría gozando de lo que había logrado con su desgraciado amigo Alessandro. Porque ésa era su naturaleza y nada se podía hacer.
Al ver que se despertaba, la madre le cogió la mano, emocionada, mientras con la otra estrechaba el rosario y se lo llevaba a la boca para besarlo. La mujer le dijo algo que no entendió. Le pareció que se disculpaba por haberle dejado solo. No volvería a pasar. En adelante, nunca le abandonaría, nunca permitiría que le pasara nada malo.
Nunca, por nada del mundo, para siempre.
21
En el pequeño jardín, detrás de la casa colonial, Clara se columpiaba dulcemente en un balancín, a la sombra del sauce que el padre de su abuelo, según le habían contado, había plantado allí hacía casi un siglo. El niño, en sus brazos, acababa de dormirse, acompañado por una tierna nana de su madre.
Delante de ellos, el mar, bajo el sol del final del verano, se veía azul oscuro. Desde el puerto deportivo de Wesport, windsurfs y pequeños barcos se dispersaban en todas direcciones, completando esa postal de paz y serenidad con los colores vivos de sus velas.
La chica seguía viviendo con su madre. Había abandonado su piso y su trabajo en Manhattan, y todavía necesitaba tiempo para acabar de recoger los pequeños añicos de su vida anterior. Afortunadamente, la familia ayudaba. Y la llegada de la criatura, con las pequeñas necesidades del día a día, le ocupaba la mente y llenaba poco a poco ese vacío que se había creado en su corazón.
– Señorita, ¿quiere que lleve el bebé a la cuna? -Nacha, la asistenta colombiana, le sonrió amable.
– No, no te preocupes. Está tranquilo. -Clara cerró los ojos y volvió a mecerse con su pequeño-. Vamos a dormir un poco.
La brisa movió su pelo color cobre y la despeinó. Clara, sin abrir los ojos, disfrutó de esa caricia de la naturaleza y protegió al pequeño ajustándole el gorrito.
A las 10.40 de la mañana, Cillian bajó por la escalera de la casa en la que había nacido. A esa hora su madre solía estar en la cocina, planchando o afanada en alguna tarea doméstica que la distrajera de la realidad.
– ¡Voy fuera! -le gritó desde la entrada, como si de una salida normal se tratara.
Abrió la puerta y dio un respingo: tenía a su madre delante, con las bolsas de la compra y una mirada inquisitoria. Los músculos de su rostro se contrajeron en una expresión de culpabilidad.
– Voy fuera -repitió en voz baja-, a dar un paseo.
La mujer supo que mentía y Cillian que su madre lo sabía.
Aparentaba más que los sesenta y cinco años que tenía según su pasaporte. El tiempo vivido al lado de Cillian, antes de que se marchara a estudiar fuera, y la conciencia de que ese individuo había salido de su vientre habían marcado surcos imborrables en su cara, siempre triste y apagada. Viéndolos juntos ahora nadie dudaría de que eran madre e hijo, porque se parecían y porque una luz opaca brillaba en el fondo de sus ojos.
La mujer comprendió de inmediato que esa salida no era como las otras. Al menos así interpretó Cillian la emoción que reflejó el rostro de su madre durante un instante: sus mejillas se sonrojaron, sus pupilas se dilataron.
– ¿Tanto te alegraría librarte de mí?
Ella no contestó; estaba acostumbrada a las provocaciones de su hijo. Bajó la mirada y escondió sus pensamientos, como siempre.
– No sé qué va a pasar… -siguió Cillian, intentando averiguar qué escenario preferiría su madre: que siguiera con vida o que desapareciera de la faz de la tierra de una vez por todas-. Lo único que sé, mamá, es que se me acaban las razones. -Volvió a escrutarla y tuvo que quedarse con la duda-. Te he dejado en la cesta la ropa para planchar… pero, pensándolo bien, no hace falta que hagas nada.
Su madre seguía con la mirada baja. Cillian hizo ademán de salir. Entonces ella alzó la cabeza con una valentía que pocas veces había demostrado. Sus mejillas tenían ahora un rojo más intenso, como si los capilares estuvieran a punto de explotar por la emoción.
– ¿Quieres saber qué has hecho para crear a un hijo como yo? -le espetó Cillian-. No vas a entender en un día lo que no has comprendido en toda tu vida… -añadió-. Pero, si quieres saberlo, no has hecho nada… nada. -Observó su reacción-. Simplemente salí así. -La mujer aguantó la mirada provocadora de su hijo, intentó penetrar en lo más profundo de ese ser al que había parido pero no conocía-. No podías ni puedes hacer nada para cambiarme. Soy así, mamá -sonrió-. Pero no por eso estás exenta de culpa. -Apoyó su mano delicadamente sobre su hombro, pero en ningún momento pareció un gesto de cariño-. Te odio y siempre te he odiado, a ti y a papá, por traerme al mundo y condenarme a vivir… Y eso no tiene perdón. -Retiró su mano y comprobó, con satisfacción, que la mujer se había rendido. Había vuelto a bajar la mirada, posiblemente para siempre.
Se marchó decidido. A los pocos pasos ya se había olvidado de su madre, su mente estaba centrada en lo poco que le quedaba por delante.
– ¿Qué les digo a tus hermanos?
Cillian se detuvo, sorprendido. La mujer seguía sin mirarle, de pie, delante del umbral de la casa. Se estrujó el cerebro para que produjese alguna salvajada efectiva y rápida, pero por lo visto su cerebro no estaba por la labor.