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Colgó. Su esperanza de despedirse en persona de la chica se frustraba. No era ninguna tragedia. Clara se enteraría de todas formas de lo que había ocurrido.

En la calle y la carretera nacional no había nadie. Esta vez ningún deportista inoportuno en el horizonte. Subió a la barandilla y miró, abajo, el río; apenas llevaba agua.

En la cocina, Nacha fregaba los platos canturreando una canción en español. Uno de sus autoengaños para sentirse más cerca de su país y su familia.

Había sido madre tres veces. Sus tres retoños se habían quedado en Bogotá, al cuidado de su hermana. La separación había sido dolorosa, pero necesitaba trabajar y ganar dinero para garantizarles una educación y un futuro. Había ido a Estados Unidos para cuidar a los hijos de otras madres que, a su vez, no podían hacerlo a raíz de su trabajo.

Su sexto sentido maternal aún estaba despierto. Se calló y cerró el grifo sin saber muy bien por qué. Aguzó el oído. El bebé de la señorita Clara estaba llorando. Se asomó a la ventana para ver qué ocurría en el jardín, pero sólo vio a Clara sentada de espaldas en el balancín.

Se secó las manos y abandonó la cocina.

– Señorita Clara, ¿va todo bien?

No obtuvo respuesta. Salió al porche. Clara seguía inmóvil, de espaldas. El niño berreaba desde algún lugar del jardín.

Nacha avanzó.

– Señorita Clara… señorita Clara, ¿le ocurre algo?

Vio que el cabello rojo de Clara desaparecía de su vista, detrás de los cojines. La mesita de hierro se volcaba en el suelo. El vaso con el refresco se rompía. El bebé dejó de llorar de improviso. Nacha echó a correr.

La lluvia, ahora más intensa, le empapaba el pelo y la ropa. Llevaba un chubasquero atado alrededor de la cintura, pero pensó que no tenía ningún sentido protegerse de la lluvia cuando estaba a punto de morir.

«Querida Clara -recitó para sí las palabras que no había podido liberar al teléfono-: Sólo puedo imaginar tu rostro leyendo esta carta, repasando tu último año de vida desde que fui tu secreto compañero de piso, tu secreto amante, el asesino del hombre al que amabas, el padre de tu hijo. Y quiero que sepas que has sido mi única razón para vivir hasta hoy.»

Decidió seguir en voz alta, como si Clara estuviera allí con él.

– Byron -a raíz de la carta se había preocupado en buscar quién era el autor de la frase que tanto le gustaba- decía que el recuerdo de un momento feliz es sólo un dulce recuerdo. Pero el recuerdo de un momento doloroso es dolor. Después de esta carta, espero que cada vez que mires a nuestro pequeño recuerdes y revivas todo lo que te he causado…

Un coche pasó por la carretera nacional. Cillian vio que aminoraba la marcha, seguramente porque el conductor le había visto de pie sobre la barandilla. Pero no frenó; volvió a acelerar. Siguió con su monólogo.

– Y creo que ya no puedo provocar más dolor a nadie, Clara, a nadie.

Nacha, con el corazón en la garganta, llegó hasta el balancín y lo rodeó. Clara estaba arrodillada en el suelo, inmóvil, con la mirada ida. El bebé volvía a berrear histérico. Seguía tumbado, ileso, en el cojín del balancín.

– ¡¿Qué le pasa, señorita?! ¿¡Señorita?!

Nacha cogió al bebé e intentó tranquilizarle meciéndole arriba y abajo. Pero estaba demasiado nerviosa y sus gestos resultaban rígidos, bruscos. El bebé, completamente morado, no paraba de llorar.

Clara miró sin ver a la asistenta. Abrió los brazos… como suplicando una explicación, como si no entendiera nada de lo que había ocurrido.

– Su bebé la necesita.

Nacha le tendió el pequeño y Clara salió entonces de su ensimismamiento. Miró al niño, que chillaba a pleno pulmón, y su rostro se desencajó en una mueca de dolor absoluto.

Empezó. «Razones para volver a la cama: lo que acabo de hacer con Clara me animará durante un buen tiempo… mi madre merece sufrir más… puedo encontrar un nuevo trabajo.»

Agarrado a un barrote del puente, se secó la cara mojada por la lluvia. «Razones para saltar: nunca conseguiré repetir lo que he hecho con Clara… no aguantaré mucho como fugitivo… mi madre sufrirá igualmente… pronto volverá a hacer frío.»

La balanza estaba en equilibrio, no se decantaba hacia ninguno de los dos lados. Empate. Se imponía una segunda tanda de razones.

Su mirada se posó entonces en la valla publicitaria. Esas tres chicas sonrientes, procedentes de distintos lugares del globo terráqueo, le comunicaban que ahí fuera había millones de personas listas para que Cillian destruyera su felicidad. Había millones y millones de sonrisas por borrar.

Pensó que, muy probablemente, la fantástica experiencia vivida en el Upper East no se repetiría, pero el mundo seguía ofreciendo motivos para sobrevivir. La cuestión estaba en saber contentarse.

Supo al instante, que no lo lograría. A medida que pasaban los años se había vuelto cada vez más exigente; el listón de condiciones mínimas para seguir en el mundo de los vivos era muy difícil de alcanzar.

Clara le denunciaría, y si algo tenía la policía eran sus huellas, además de todos sus datos anagráficos que nunca se había preocupado en ocultar.

Era consciente de cuáles eran sus habilidades, de su eficaz pericia en la artesanía del pequeño dolor, pero también conocía sus puntos débiles, su incurable torpeza y su incapacidad para soportar la presión cuando las cosas se volvían complicadas, cuando el juego se hacía serio. Si sobrevivía, le esperaba una existencia de verdadero fugitivo. Tendría que ocultarse continuamente, necesitaría construirse una nueva identidad, viviría en continua alerta. Demasiado para un tío que se ponía nervioso por la mirada perpleja de la dependienta de una perfumería. «¿Estás preparado para todo esto, Cillian?»

La balanza dejó de estar en equilibrio.

Cerró los ojos y echó la pierna atrás. Bajó de la barandilla con un salto ágil. Se puso el chubasquero y emprendió, despacio, el regreso a casa. Pensó que la cesta de la ropa para planchar volvía a cobrar sentido y que su madre tendría trabajo por su culpa.

Las calles estaban mojadas por la lluvia reciente. El vecino del 10B detuvo su coche delante de la puerta del edificio. Los últimos acontecimientos le habían hinchado el ego. Se sentía casi como una especie de héroe.

De hecho, él siempre había desconfiado de Cillian, y el día en que seis agentes de la policía habían entrado en el edificio buscando pistas sobre el verdadero asesino del novio de la señorita King y haciendo preguntas a todo el mundo por si sabían algo del paradero del antiguo portero, el vecino del 10B se había sentido como un profeta por fin comprendido. Él, desde el principio y antes que nadie, había sospechado que ese Cillian no era trigo limpio. Y ahora, después de la denuncia de la pobre señorita King, los hechos lo confirmaban de forma aplastante. A ver quién se atrevía ahora a tacharle de simple cascarrabias.

El vecino del 10B tocó ligeramente el claxon.

El nuevo portero, un chico afroamericano, grandote y con cara de buen chaval, se asomó enseguida a la calle. Los dos hombres se saludaron cordialmente, mientras el vecino salía con un par de bolsas y el nuevo portero entraba en el coche para aparcarlo en el primer sitio que encontrara libre en la zona.

El nuevo fichaje encarnaba las características humanas y profesionales que el vecino del 10B requería en el portero de su edificio. Ése era un buen chico, lo presentía, y, vistos los precedentes, su intuición era prácticamente infalible. Los primeros meses de servicio habían confirmado esa sensación. El nuevo portero nunca había llegado con retraso, siempre se había mostrado atento y servicial, educado y con buena presencia. El cambio respecto al anterior era abismal; para bien, por supuesto.