Se asomó por debajo de la cama. No veía más allá del pasillo, así que primero sacó la cabeza y después el tronco. De ese modo su ángulo de visión hacia el salón se ampliaba, pero no bastaba para atisbar a la chica. Salió del todo. Se levantó con cuidado, atento. Era consciente de que estaba a punto de emprender una acción muy arriesgada; Clara podía estar en cualquier rincón de la casa. Si le sorprendía, si se encontraban cara a cara, el juego se acabaría y las consecuencias estarían cantadas. Cillian aferró el bisturí con su mano derecha.
Se acercó despacio a la puerta del dormitorio. Desde su posición veía una esquina del salón en penumbra. La única fuente de luz era el televisor. Ni rastro de Clara.
Salió al pasillo con paso lento y ligero. Dejó atrás la puerta del baño y de la habitación de invitados. Llegó al salón. Clara tenía que estar tumbada en el sofá, oculta por el respaldo. No había otra posibilidad.
Dio un paso. Adivinó la cabeza de la chica apoyada en un cojín. Otro paso. Clara estaba tumbada a lo largo, con un camisón blanco y el plato de la cena abandonado en el suelo. Un paso más y el timbre del teléfono le hizo dar un brinco.
Reculó apresuradamente por el pasillo mientras Clara se levantaba confusa del sofá.
Volvió rápido al dormitorio y se coló debajo de la cama. Recuperó su posición habitual. A pesar del susto, todo estaba bajo control. La espera tocaba a su fin. «Hola, amor mío», dijo para sí mismo en un susurro.
En el salón, Clara apagó la tele y contestó a la llamada con sueño pero alegre.
– Hola, amor mío… Qué tarde, ¿no?
Siguió una larga pausa. Era la llamada habitual del novio; siempre empezaba de la misma manera.
– No… Ya he cenado -dijo Clara-. Estaba mirando la tele, esperando que te acordaras de mí. -Otra pausa-. Aquí todo muy bien. ¿Y tú?
La luz del dormitorio se encendió. Los pies de Clara se acercaron a la cama. Mecánicamente Cillian volvió a apretar el bisturí.
Clara estalló en una carcajada en respuesta a alguna gracia de su novio.
– Eso no te lo crees ni tú, idiota.
Se sentó en la cama. El colchón, bajo su peso, se acercó al rostro de Cillian.
– Nada, ya me estoy metiendo en la cama -dijo entonces Clara en un tono más tierno-. Estoy agotada.
A Cillian le molestaban bastante las conversaciones que Clara tenía con su novio, más que nada porque siempre hablaban de tonterías y casi nunca podía sacar ninguna información de provecho. Al parecer la de esa noche no era una excepción.
– Imbécil, claro que estoy sola -rió Clara-. Vale no, lo confieso, me has pillado… Estoy con todo el equipo de los Giants, reservas incluidos… En tu ausencia he pensado que me merecía un homenaje…
Este tipo de comentarios tampoco le hacían demasiada gracia. Sus padres les habían dado, a él y a sus hermanos, una educación estricta. Los tacos y las bromas sobre sexo no pertenecían a su vocabulario habitual. Y, con más razón, le parecían impropios de la conversación de una chica.
La charla, allá arriba, estaba llegando a su fin.
– No, no he ido… Ya lo sé, Mark, pero no me parece tan grave… Será el cansancio por el trabajo. -Eso sí le interesaba a Cillian-. Vale, vale, mañana llamo para que me den hora… pero no me tomará en serio, ya lo verás. ¿Qué le digo? ¿Que me cuesta mucho despertarme? ¿Y qué?
Pausa. Al poco, Clara cerraba la conversación.
– Buenas noches, mi amor. Te quiero… -Cillian, debajo de la cama, susurró para sí: «Te quiero muchísimo, pequeño». Y, como había previsto, a los pocos segundos, después de dar un beso al teléfono, Clara se despidió-: Te quiero muchísimo, pequeño.
Se hizo el silencio. Ya estaban solos. Él y ella. El resto de mundo se hallaba fuera, al otro lado de la puerta, lejos. Cillian permaneció a la espera. La luz seguía encendida. Clara no parecía moverse.
«¿Y ahora qué haces?» Cillian estaba impaciente.
Al poco, la luz se apagó. El ruido del roce de las sábanas. Clara se metía debajo de las mantas y recolocaba la almohada.
Solía tardar unos diez minutos en dormirse. Se notaba por el cambio en la respiración, que pasaba de ser nasal a oral y más profunda. Cillian le dio otros cinco minutos de margen.
Pasado ese tiempo prudencial, se preparó en silencio: introdujo de nuevo la mano en el agujero del colchón y extrajo una mascarilla, algodón y un pequeño frasco que contenía un líquido turbio. Miró el reloj: las 00.15.
Procurando no hacer ruido, salió de debajo de la cama.
Clara dormía.
Se levantó con sigilo y se puso la mascarilla. A continuación, abrió el frasco y empapó el algodón. Se aproximó a ella muy despacio. Acercó el algodón a su nariz unos segundos… Clara inspiró y acto seguido volvió ligeramente la cabeza hacia la almohada. La prueba de que el cloroformo había hecho efecto.
Volvió a tapar el frasco y guardó el algodón en su bolsillo. Sólo entonces se quitó la mascarilla. Se sentó en la cama, al lado de Clara. La destapó. Permanecía inmóvil, totalmente indefensa, a completa disposición del portero.
Le acarició el pelo con las yemas de los dedos. Pasó al cuello, el hombro, recorrió todo su brazo y prosiguió su camino por la cadera y la pierna derecha.
– Hola, mi amor -dijo Cillian con una sonrisa-. Enseguida estoy contigo.
Tranquilo, sin prisa, se deslizó otra vez debajo de la cama y metió dentro del agujero del colchón todos los objetos que antes había sacado. Volvió a cerrar el orificio con una aguja e hilo. Era laborioso, pero se sentía más tranquilo si tenía a su lado los instrumentos necesarios. Y no había encontrado mejor solución que el agujero en el colchón, a pesar de la labor de sastre que requería cada noche.
Habían pasado más de doce horas desde la última comida; su estómago reclamaba la cena. Fue a la cocina. En el armario no había ningún plato limpio. Abrió el lavavajillas y sacó un plato y unos cubiertos sucios. Los lavó en el fregadero y sólo entonces se acordó de que estaba obstruido. El agua no fluía hacia abajo. Pero no había ido allí por eso. Dejó el agua atascada y se fue al salón.
Abrió el segundo cajón de la cajonera. Sacó un álbum de fotos y una caja de cartón y los llevó a la mesa, donde ya había dejado un plato con su cena. Comería mientras trabajaba.
Abrió el álbum de fotos por una página en cuyo borde había una marca hecha con un rasguño. Y, a la vez que comía, empezó a inspeccionar las fotos con suma atención.
Desconocía la razón, pero sabía por experiencia que las personas solían guardar cerca de ellas lo que más les asustaba. En lo que les rodeaba se escondían muchas veces las claves para destruir su felicidad. «¿Cuáles son tus fantasmas, Clara?», se preguntó.
Se fijaba en cada imagen del álbum, como si pretendiera memorizar cada detalle: Clara de pequeña, Clara de adolescente, su familia, sus amigas.
Se detuvo en una foto en la que se veía a Clara de adolescente con unas compañeras del instituto. En el reverso aparecían los nombres de las chicas. Cillian sacó la foto del álbum y la dejó aparte.
Cuando dio el último bocado a su cena, marcó con otro rasguño la página a la que había llegado y cerró el álbum.
Pasó entonces a inspeccionar la caja de cartón, que contenía cartas y postales. También en este caso se trataba de proseguir una tarea ya empezada. Cogió una carta del centro de la caja cuya esquina superior estaba ligeramente doblada.
Era una carta dirigida a Clara, con un matasellos de 1986. La caligrafía, muy cuidada, parecía de una persona mayor. Empezó a leer: «Pequeña Clara, me ha hecho mucha ilusión recibir tu carta. Escribes muy bien y tienes una letra magnífica. En serio…». No parecía demasiado interesante. Pasó al último párrafo: «Tu abuelo y yo esperamos verte pronto en la casa del campo. Te añoro mucho. Tu abuela. 17 de marzo de 1986».