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Me pregunto si tendrás cuarto de invitados. No salía en el reportaje, pero por fuerza tienes que tenerlo.

Irritada consigo misma por haber aceptado hacerse cargo de Alex cuando bastante tenía con ocuparse de sus propios asuntos, Regina decidió volver al estudio a hacer solitarios, y al retirar bruscamente los pies de la mesa tiró el monolito de cristal, que se hizo trizas contra el parquet. Dichosa Flora, que había olvidado colocarlo en la vitrina, junto a los otros trofeos.

Flora era la mujer que trabajaba para ella desde hacía más de una década, y a quien pagaba, y muy bien, para que la cuidara todos los días del año excepto domingos, Viernes Santo y Navidad. El resto de los festivos, Flora trabajaba como si fuera laborable. Este trato convenía a las dos. A Regina, porque precisaba de atención permanente, y a Flora, porque aborrecía pasar más tiempo que el indispensable sirviendo de esclava al curda de su marido, un peón de albañil propenso a los accidentes laborales.

En su juventud, Flora, que era de un pueblo de Almería, trabajó en Suiza, y a menudo le hablaba a Regina de la dureza de aquellos años pasados bajo el yugo de las amas de casa helvéticas. «Mala gente -decía-. No tienen corazón.» Flora, por lo visto, había tenido demasiado, y se había enamorado de otro emigrante, un italiano que se la llevó de vacaciones a Nápoles pero que la había plantado por otra. «Menos mal que no le hizo una barriga», le solía decir Regina, para consolarla. «Ojalá -contestaba Flora--. Yo siempre quise ser madre. Cuando conocí a Fidel pensé que nuestra vida nunca sería como con Paolo, pero que, por lo menos, era un buen hombre y que tendríamos hijos. Ni lo uno ni lo otro y, encima, trabajando por partida doble.»

Era una buena mujer y una empleada modelo, forjada en la implacable escuela de la emigración. ¿Cuántos años podía tener? No era mucho mayor que Regina, pero parecía su madre. La vida le había pasado por encima, y la escritora le tenía afecto. Flora se alegraría de la vuelta de Alex. Había disfrutado cuidando de él como si se tratara del hijo que echaba en falta.

Flora medía más de un metro setenta, era cuadrada y fornida, una bestia de carga, útil para los trabajos más duros, y desde hacía un tiempo había renunciado a llevar el pelo en moño. La primera vez que compareció con su melenón peinado en rizos y suelto hasta los hombros y, colgándole del brazo, un bolso de rafia recién adquirido en las rebajas y adornado por fuera con tintineantes campanillas, Regina, que en aquel momento salía del cuarto de baño, pegó un respingo y, sin darle ni los buenos días, exclamó:

– ¡La madre que la parió, Flora! Parece usted el Golem cuando iba a hacer la compra por el gueto de Praga.

Durante varias semanas, la mujer no hizo más que preguntarle quién era aquel señor, y al final Regina escurrió el bulto diciéndole que se trataba de un personaje mitológico, como las hadas y las sirenas. Flora se puso muy contenta, y al día siguiente la obsequió con uno de aquellos adornos que solía comprar en un Todo a Cien, un unicornio hecho con cristal de culo de botella que se alzaba sobre las patas traseras pegadas a un espejo que hacía de peana.

– La dependienta me ha dicho que también es mitológico.

Como solía hacer con los regalos decorativos de Flora, al poco tiempo se las apañó para romperlo.

– Qué lástima, con lo bonico que quedaba en el aparador.

La muy bruta parecía tener alergia a las superficies despejadas. Pocos días antes, tras desembalar el jodido premio que ahora yacía hecho añicos a los pies de Regina, Flora lo había contemplado, extasiada, dictaminando lo bien que quedaría sobre el televisor. Seguramente lo había dejado en la mesa para que ella misma acabara seducida por la idea y lo pusiera allí. Parecía mentira que, después de haber trabajado diez años en su casa, siguiera sin conocer sus gustos. Pero Flora era una buena mujer, tenía una mano mágica para las plantas y le era de gran utilidad cuando quería incluir en sus novelas vocablos y giros populares.

– A ver, Flora, ¿cómo llamaría usted a esto? -y Regina señalaba la pared de la cocina.

– Rachola.

– No, eso es una perversión del catalán, es rajola y se escribe con jota. Quiero decir, en Andalucía. Sería azulejo, ¿no? ¿o baldosa? Tengo que ponerlo tal y como ustedes lo dicen.

– Pues yo siempre digo rachola. No conozco a nadie que lo llame de otra manera.

En estos momentos, con el trofeo pulverizado a su alrededor, Regina no podía sentir por ella su habitual ternura. Flora formaba parte de los problemas que la mortificaban. La mujer, que llevaba diez años a su servicio, en los últimos meses había empezado a desarrollar un comportamiento extravagante. No sólo olvidaba los encargos, sino que la casa cada vez tenía más rincones sucios. Y, además, se había vuelto testaruda, quería a toda costa que le abriera el cuarto cerrado, que Flora, que era muy peliculera, siempre llamaba «la habitación de Rebeca».

– Bien lo tendré que limpiar un día u otro. Debe de estar hecho una pocilga -decía-. Yo nunca he entrado ahí…

– Ni entrará -cortaba Regina-. Más le vale limpiar bien lo de siempre.

Además, le fallaba el oído, y Regina se veía obligada a desgañitarse cada vez que necesitaba pedirle algo desde una relativa distancia. Cuando, por fin, Flora comparecía, lo hacía colorada como un pimiento y aullando a su vez:

– ¡No me grite, que no estoy sorda!

La mujer había adquirido la costumbre de telefonearle los domingos, a última hora de la tarde.

– ¿Está usted ahí? ¡No está usted ahí! -gritaba al contestador automático.

Y a continuación le dejaba grabadas interminables y confusas peroratas acerca de su Fidel y las cervezas que la obligaba a comprarle. Acababa llorando y diciéndole, entre sollozos, que para lo que la esperaba más le valdría estar muerta, y que estas cosas sólo se las podía contar a ella porque, al fin y al cabo, decía, es usted mi única amiga, aunque nunca la encuentre cuando le telefoneo. Regina se preguntaba si Flora no estaría acompañando a su marido en lo de empinar el codo.

La última llamada intempestiva de la mujer se había producido hacía menos de veinticuatro horas, y había sido para comunicarle que no podría ir a trabajar en toda la semana:

– ¡Mi marido, que se ha caído del andamio, el pobretico! ¡Tiene la cadera como un tomate reventado! -le gritó al contestador.

Regina no había tenido más remedio que ponerse al teléfono y concederle tinos días de permiso, confiando en que Vicente, el conserje de la finca, sabría solucionarle provisionalmente los asuntos domésticos. Pero Vicente no me ayudará a recoger los restos del monolito, se dijo mientras agarraba con precaución los trozos de cristal más grandes y los colocaba sobre la mesa. Regina se dirigió al trastero. Estaba más familiarizada de lo que Flora creía con los artículos de limpieza que había en la casa. Ella misma se ocupaba, siempre de noche, cuando se encontraba a solas, de mantener la habitación cerrada relativamente limpia.

Esa misma aspiradora serviría para eliminar del parquet todo rastro de cristales. Había pertenecido a Jordi, que solía usarla para la tapicería del coche, y al final no se la había llevado consigo. En estas cosas, al menos, no había sido mezquino, aunque Regina hubiera preferido que lo fuera, porque durante los primeros meses de su ausencia no hizo más que toparse con objetos suyos. Además de la aspiradora, dejó una taladradora, varios libros sobre mercadotecnia aplicada a los nuevos sistemas de comunicación y una colección completa de fascículos sobre el funcionamiento de Internet. También había olvidado algunas de las prendas que Regina le había regalado: un cinturón de Loewe que le había costado un riñón, dos corbatas de seda italiana y una bufanda a cuadros escoceses. Y su olor.