Durante los días que siguieron a la ruptura se había sentido demasiado lacerada para advertirlo, fulminada por la incredulidad de estar viviendo de nuevo la experiencia del abandono. Más adelante, cuando el dolor y el deseo de revancha dieron paso a una meliflua desorientación, el olor corporal de Jordi, mezclado con su colonia, se materializó como una ofensa. Era un rastro tan intenso que a menudo Regina se figuraba que, en su etapa actual, por fuerza él tenía que segregar un aroma distinto, obligado a prescindir de esa parte de su presencia sensorial que había preferido permanecer con ella.
Había ordenado a Flora ventilar la casa, mandar cortinas y alfombras al tinte, limpiar la tapicería de los muebles, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Redecoró el dormitorio de arriba abajo, pero el olor seguía allí. “Son imaginaciones suyas”, se quejaba la mujer.
Regina sabía que la noción de ciertas cosas puede ser más real para los sentidos que las cosas mismas, como ocurre cuando uno piensa que necesita una ducha fría para despejarse, y el solo pensamiento produce el efecto deseado. La fragancia de Jordi era el epítome de los recuerdos de su vida en común, había concluido, resignándose a soportarla, y este sometimiento actuó como regulador: el olor no desapareció, sino que se integró en la casa como uno más de los muchos elementos que la remitían a los años vividos con Jordi.
No era la privación del amor lo que la atormentaba, sino el fracaso de su diseño de vida. «A diferencia de los hombres, las mujeres que nos entregamos a una profesión tenemos muchas veces que renunciar a los sentimientos», solía declarar a la prensa. Si era sincera consigo misma, y bien sabía Regina lo poco que deseaba serlo, debía aceptar que ella nunca había renunciado a nada, por la sencilla razón de que las emociones privadas le parecían menos importantes que su carrera como novelista. Su debilidad al enamorarse de ¡in hombre equivocado tras otro le resultaba, por tanto, más humillante. Lo único que pedía era una infraestructura sentimental y sexual lo bastante sólida y flexible como para permitirle dedicarse por entero a su oficio. ¿Qué tenía eso de malo? ¿No era a lo que aspiraba la mayoría de los machos de la especie? ¿Es que no había en el mundo nadie capaz de respaldarla, tolerarla y quererla?
No era culpa suya si se había convertido en una hermafrodita funcional. Y no le importaba serlo, si eso le permitía mantener su trabajo bajo control. Porque nada desazonaba más a Regina Dalmau que perder el rumbo en su escritura.
Había terminado de limpiar cuando sonó el zumbido del portero automático. Todavía iba en bata cuando abrió la puerta a Judit.
Lo primero que hizo Judit al entrar en su casa, después de la cita con Regina, fue tumbarse en la cama y pensar. Su hermano aún dormía; Rocío estaba en el ateneo, preparando la fiesta africana de la noche. Nadie le impedía ordenar sus ideas, disfrutar de sus emociones.
No le apetecía escribir en su cuaderno sobre lo ocurrido. De súbito, las libretas, los carpetones repletos de recortes y la habitación misma le parecían una representación arcaica de las ilusiones que hasta esa misma mañana había alimentado respecto a su porvenir.
Hasta entonces había creído saber qué era la esperanza: la vaga promesa de un tiempo mejor, a la que se aferraba con empecinamiento para huir de los estragos de su realidad cotidiana. Ahora sentía la esperanza. Físicamente. Tanto, que había sido capaz de volver al barrio en el 73. Una visita a la mujer a quien adoraba había obrado el milagro. Judit ya no temía ser engullida por el bloque.
Regina tiraba de ella, pero esta vez de verdad, con hechos, con una oferta para trabajar en su casa.
– Voy muy retrasada con mi nuevo libro -le había dicho-. En el despacho de mi agente me ayudan, pero hay un montón de asuntos que tú podrías solucionarme. Si es que te apetece.
Se lo había propuesto al final de la visita, por eso Judit pensó que no debía evocarlo todavía. Para gozar otra vez de lo recién vivido, se obligó a recordar empezando por el principio, por lo que había sentido al llamar al portero automático.
¿De verdad era ella quien había estado allí, temblando, a punto de cumplir su sueño de penetrar en la intimidad de Regina Dalmau? Había atravesado el vestíbulo, admirando las butacas forradas de cuero, la lámpara de pie con pantalla de pergamino y los cuadros que adornaban las paredes. Hasta la mesa del conserje resultaba elegante. Llevada por el nerviosismo, había estado a punto de utilizar el ascensor del servicio. Muerta de vergüenza, se metió en el que correspondía a los vecinos y, una vez dentro, se dio un repaso frente al espejo, estirándose el pelo hacia atrás con un poco de saliva.
No le había abierto la puerta una criada, como esperaba, sino la propia Regina. La mujer la recibió con una sonrisa, pero no la saludó con dos besos, ni le tendió la mano. Mejor. Hubiera sido una frivolidad. ‹,Pasa», dijo, y Judit cruzó el umbral como si atravesara la barrera del sonido.
Sólo más tarde, cuando volvía en el autobús, la muchacha se percató de que Regina Dalmau, vista de cerca, era más menuda de lo que creía. Llevaba zapatillas e iba en bata. Regina, ¡en bata! La había recibido sin ceremonia. Era el gesto de una diosa para no abrumar con su grandeza a una vulgar mortal como ella. Aunque, pensándolo bien, no tan vulgar, si había logrado llegar hasta allí.
La siguió hasta el estudio, mientras Regina parloteaba sobre el tiempo que hacía y otras banalidades. Quiere que me sienta a gusto, se había dicho Judit, ha notado lo cohibida que estoy. La habría abrazado, de gratitud, pero se limitó a sentarse en el pequeño sofá, a su lado, muy modosa, sin dejar de apretar contra su pecho la carpeta con los recortes de su ídolo.
– ¿Qué hacías el viernes en mi conferencia, entre tanta gente mayor? -inquirió Regina-. ¿Te aburriste?
Judit enrojeció. La voz le salió más ronca que de costumbre:
– No hay nada en el mundo que me guste más que escucharte.
– Hoy estás aquí para contarme cosas.
Quería saber las razones que impulsaban a, Judit a leer sus libros, y si pensaba que su forma de escribir conectaba con la gente joven. La muchacha se había quedado atónita ante la inseguridad que reflejaban las preguntas de Regina, y pronto se vio hablando de amigas que no tenía y que también eran acérrimas partidarias de la novelista, adjudicándoles comentarios favorables sobre su obra, inventando cuantas historias consideró necesarias para devolverle a la mujer esa parte de fe que parecía faltarle.
– Tu forma de escribir interesa a cualquier persona con sensibilidad, tenga la edad que tenga -terminó.
Regina Dalmau la recompensó con la frase que Judit venía esperando desde que entró en la casa:
– Háblame de ti -le dijo.
Le contó rápidamente sus orígenes, cómo era su familia, incluso mintió respecto a la muerte de su padre, para hacerle más interesante. Cuando iba a entrar en la parte que le importaba, sus ambiciones, Regina la interrumpió:
– ¿Qué llevas ahí?
Le tendió la carpeta.
– Es una pequeña muestra del interés que siente por ti una chica de veinte años.
Regina se mostró muy cortés. «Me halagas», dijo, al examinar los recortes, pero pronto hizo a un lado la carpeta, dejándola en la mesita auxiliar de cualquier manera. Judit no quería admitir que semejante actitud la había defraudado. Era normal, pensó ahora, que una mujer como ella, acostumbrada a fascinar a su público, no viera en la carpeta más que una chiquillada. Para Judit, suponía años de paciente colección; para ella, unos minutos de complacencia. No le importaba. Los recortes también formaban parte del decorado que acababa de derrumbarse. Carecían de la intensidad del contacto directo. Habían sido meros sucedáneos de la presencia de Regina, de su amistad.