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– ¿A qué te dedicas?

– Hasta hoy, a soñar -respondió Judit.

Se puso roja como un tomate, porque sabía que, a continuación, tendría que emplear la máxima elocuencia para hablarle de sus ambiciones literarias. Pero Regina iba por otros derroteros.

– Quiero decir si estás en el paro -añadió.

A ella no habría podido mentirle.

– Sí. No es fácil encontrar un empleo decente, en estos tiempos.

Regina se levantó del sofá.

– ¿te enseño la casa?

Más que una sugerencia, había sido una orden. A Regina le gustaba mandar, pensó Judit, desperezándose en su cama, con los ojos cerrados para mantener la ilusión de que todavía se encontraba con la mujer.

La siguió por el pasillo que antes habían recorrido en penumbra. La mujer encendió la luz, y una constelación de botones halógenos empotrados en el techo iluminaron cuadros y muebles. Se necesita haber mamado una leche muy especial, reflexionó Judit, apretando los párpados para que en su visión no se colara ni un atisbo de su propio dormitorio, para saber colocar una partitura abierta por la mitad encima de una consola y, sobre el libro, descansando en las páginas plagadas de notas musicales, un abrecartas con empuñadura de nácar; y que el conjunto quede ahí como al descuido, entre un vaso alto de bronce y una rechoncha arqueta lacada cuyos cajoncillos tienen forma de pájaro, con el pico, a modo de tirador, en relieve. Caray, se había dicho Judit, si mientras follaba con Viader hubiera podido mirar cosas así, seguro que me habría sabido mejor el sexo.

La novelista había vacilado ante una puerta situada a la derecha:

– Es el baño, no creo que te interese.

La madre de Dios, el baño de Regina. Antes de que ésta pudiera reaccionar, Judit se coló dentro. ¿Había sensación más exquisita que imaginar a la mujer allí, entregada a su asco, a su embellecimiento? En la bañera o en la ducha, porque contaba con las dos variedades, separadas por una mampara; hasta sentada en el inodoro de diseño quedaría elegante. El espejo ocupaba una pared entera, encima de dos lavabos gemelos. Por todas partes había repisas de cristal en donde se ordenaban frascos, tarros, cajas. Olía tan bien, pensó, apretando los párpados, que la simple memoria borraba para siempre el tufo a jabón barato de su propio cuarto de baño. Aquellos cosméticos tan caros… Lo más cerca que Judit había estado de productos semejantes era cuando El Corte Inglés celebraba su semana de la cosmética y ella vagaba por los mostradores ofreciéndose a las señoritas para que le hicieran una mascarilla gratuitamente.

Allí, en aquel cuarto reluciente como un mausoleo era donde Regina se desnudaba, donde se depilaba, donde enjabonaba su cuerpo y dejaba que el agua resbalara sobre su piel. Con qué inteligencia están distribuidas las luces, Regina, pensó, para que no reconozcas del todo las señales del tiempo en tus músculos. Sabía que la novelista se mataba a hacer gimnasia, pero eso no frenaría la decadencia de su cuerpo. Estaba delgada pero Judit se había dado cuenta de que su cintura era ancha, tenía ya la gravidez que es el heraldo de años peores; y sus brazos, que parecían duros debajo de las mangas, adoptaban sin que ella lo percibiera posturas de matrona. Regina tenía la edad de su madre. Qué curioso le había resultado ver en ella la misma agilidad prolongada al filo de la cincuentena por la actividad física, pero carente de la afabilidad con que Rocío se iba redondeando. La gimnasia no basta, hace falta espíritu. Se incorporó en la cama, como si hubiera cometido un sacrilegio. Nunca antes había pensado que su madre poseyera alguna ventaja sobre Regina. Y nunca más volvería a hacerlo. ¿No le había dicho la escritora, con aquel tono de voz tan suave, tan distinguido, que esperaba que pronto podrían trabajar juntas? Colaborar, había dicho. Tenía que serle leal.

– Me falta alguien como tú -fueron sus palabras, antes de despedirla.

Regina la necesitaba y Judit necesitaba a Regina. Entraría y saldría de su casa, pasaría jornadas enteras a su lado, se convertiría en su apoyo imprescindible. Y un día podría confesarle sus pretensiones de llegar a ser como ella, a escribir como ella.

Volver en el 73 había sido más que una decisión práctica. Ahora se sentía parte de Regina Dalmau y de la Barcelona que la escritora encarnaba. Podía recorrer sin temor la zona muerta porque ya no estaba condenada a padecerla. El barrio, su barrio, la había perdido para siempre.

Un golpe en la puerta y el rostro bonachón de su hermano, todavía fruncido por la huella de las sábanas, apareció en el umbraclass="underline"

– ¿Qué haces? ¿Pensar en las musarañas?

– Me han hecho una oferta en la inmobiliaria para que vaya a Lleida. Tengo que sustituir a una vendedora que está de baja por maternidad improvisó-. A lo mejor me quedo unos meses.

– Si te pagan más y te buscan piso…

La idea se le acababa de ocurrir, y Paco se la tragó sin vacilar. Le entusiasmaba que su hermana se tomara en serio el trabajo.

Se quedó dormida, recordando que su escritora favorita no tenía un cuarto de invitados, sino dos. Y preciosos, por cierto.

TERESA

Antes de contratar a Judit en firme, Regina tomó la precaución de pedir informes. Por mucho que deseara tener a la joven cerca, no era tan ingenua como para no asegurarse antes de su honradez; que fuera eficiente no le importaba tanto.

Le urgía someterla a su vigilancia. A Judit, no a otra. De eso estaba segura. Si Blanca había acertado, y todo lo que Regina Dalmau necesitaba para recuperar la inspiración era centrar sus novelas en temas más juveniles, la muchacha le parecía muy adecuada. No sólo le ofrecía un perfil interesante como hija de un populoso suburbio y de una familia modesta que, pese a todo, trataba de superarse y poseía una razonable cultura general; también era lo único que tenía a mano, a domicilio, por así decirlo. Regina no conocía a gente de esa generación, porque Alex no contaba, el chico era sólo un apéndice del odiado Jordi. Carecía de amigos con hijos que pudieran servirle como arquetipos. En su vida, lo más parecido a una amistad íntima era la relación que había desarrollado con su agente, y Blanca también era un producto típico de los setenta: emancipada y sin ataduras. Es decir, sin descendencia.

Por otra parte, no tenía sentido que saliera a la calle a buscar jóvenes como quien va a buscar setas. ¿Qué iba a hacer, a su edad y con lo conocida que era, merodeando por discotecas, centros comerciales y otros espacios llamados lúdicos que funcionaban como campos de concentración juveniles? Tampoco era cosa de poner un anuncio en los periódicos: «Escritora desconectada de la realidad busca persona joven de unos veinte años, a ser posible del género femenino, representativa de su generación y con carácter, para convertirla en protagonista de una novela paradigmática de nuestro tiempo.»

Por lo que había observado en ella la mañana de Todos los Santos, Judit le ofrecía un punto de partida ideal. Con admirable concisión narrativa, Judit le había contado sus modestos orígenes, cómo era el barrio del que procedía y en cuyo ateneo cultural se habían conocido, la clase de madre abnegada y trabajadora que tenía, y las entrañables aspiraciones de su hermano. Se había referido, mirando hacia otro lado, como si pretendiera ocultar la emoción que sentía al nombrarlo, a aquel padre roquero a quien no había podido conocer porque falleció de sobredosis de heroína cuando ella estaba a punto de venir al mundo.

Impresionantes antecedentes, creía Regina, para una protagonista enraizada con solidez en lo real. La propia Judit, su aspecto, aquella atractiva mezcla de ingenuidad y osadía con que se había esforzado en transmitirle su vacío profesional, ¿no reflejaban el estado de frustración permanente en que se hallaban los jóvenes? Demasiadas expectativas y pocas satisfacciones. Su talento de escritora, su reconocida maestría, sacarían el máximo partido de un personaje así, convenientemente enriquecido, inmerso en el mundo de hoy.