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Con suerte, tener a Judit en casa la ayudaría a volver a pedalear. Y, tarde o temprano, la bicicleta rodaría sin obstáculos por el camino que no debía abandonar: su oficio, su prestigio literario, lo único que le importaba.

El empleo de secretaria que le había ofrecido era la excusa perfecta para que la muchacha revoloteara a su alrededor, confiada. Y, si era necesario, le clavaría las alas allí mismo, en su casa, hasta que segregara información suficiente para armar la nueva novela, el nuevo éxito del que Regina no podía prescindir.

«Un novelista tiene que recurrir de vez en cuando a la sangre ajena›, se dijo Regina, repitiendo una de las frases favoritas de Teresa, pero este pensamiento no pudo encubrir el temor que yacía en lo más profundo, allá donde los caracoles se desesperaban por reptan Y era que, en toda su obra, le costaba reconocer una sola gota de su propia sangre.

A los 27 años, Regina Dalmau había sido arrojada al éxito por la voracidad de la época en que empezó a publicar, un tiempo en que el país estrenaba los nuevos modelos de consumo que traía consigo la transición política hacia la democracia. Había recorrido las etapas previas inevitables a su conversión en icono. Primero, tuvo una maestra, Teresa, que dio cauce a sus inquietudes. Teresa creía en sus dotes de escritora mucho más que ella misma, y la ayudó a reconocer su talento. Regina fue una discípula trabajadora que hizo sus deberes sin rechistar, leyó lo que tenía que leer para cultivar su carácter y su estilo, declamó a solas a los clásicos españoles («Son indispensables para mejorar tu castellano», cuántas veces habría escuchado la cantinela), y escribió y reescribió cuentos que nunca resultaban lo bastante perfectos («No importa el tiempo que te tomes, el esfuerzo que te cueste; tienes talento, puedes lograrlo», otro consejo puntual, inmisericorde).

Tenía veinte años cuando escapó de aquel rigor para incorporarse a la corriente de juvenil entusiasmo que recorría el mundo y alcanzaba a este desasistido extremo de Europa. Sin descuidar sus estudios de Filosofía y Letras, se echó un novio con el que realizó los primeros viajes a París y, mucho más, a Londres, y con quien participó en sus primeros alborotos universitarios. Se volvió noctámbula y promiscua, consumidora de cubalibres y de anfetas, frecuentó las playas nudistas de Ibiza y se convirtió al feminismo y a todo cuanto hizo falta. Abortó y tomó LSI). Sin dejar de considerar La guenta una obra cúspide de la literatura, se incorporó a la corte de adoradoras de Virginia Woolf.

Su primera novela trataba de esas experiencias. La escribió después de romper con el enésimo novio y de reflexionar durante una noche acerca de qué iba a hacer con su vida. Ése era el tema medular del libro, precisamente: ¿por qué no contar lo que me está pasando, lo que me ha ocurrido hasta hoy. No todo. No las incontables horas transcurridas con Teresa años atrás, oyéndola pontificar sobre lo que no debía hacer si quería llegar a ser una buena escritora. Eso, ¿a quién podía interesarle? Maestra y discípula ya no se veían. No más tabarras, no más reproches: «No sucumbas a tu facilidad para escribir, a tu don. Sólo el esfuerzo te conducirá a la brillantez, al arte», solía decirle. Pues bien, en poco más de tres meses compuso una novela que poseía todos los ingredientes que la época y la necesidad de identificación del público requerían, y con el original bajo el brazo se presentó en una editorial cuyos propietarios eran tan jóvenes y audaces como ella.

Regina se vio desbordada, transportada hacia otro mundo, hacia el triunfo, convertida en fetiche de la clase cultural emergente que corría complacida hacia la amnesia. Paradójicamente, los laureles obtenidos no fueron el resultado de su fidelidad a los principios que le habían sido inculcados, sino un premio a lo que bien podía denominar su deserción. Su novela conectó, más allá de cualquier sensatez, con el alegre ánimo de aquellos años, dio señas de identidad a un nuevo tipo de mujer que necesitaba de una Erica Jong adaptada a las costumbres locales.

La flauta no había sonado por casualidad. Al contrario que las imitadoras que pronto surgieron y que también disfrutaron de su porción de éxito, Regina Dalmau supo luego mantenerse, siempre en línea ascendente, atravesando como una certera jabalina la década de los ochenta e incluso la siguiente, estos agónicos años noventa que habían sintetizado el fenómeno, revalorizando su aspecto más superficial. Convertido el feminismo oficial en una actividad social de prestigio, con sus parcelas de poder, sus compartimentos estancos y sus esporádicas facilidades para que las más perspicaces conquistaran su lugar bajo el sol, el ansia genuina de las mujeres por leer y formarse había desembocado, muchas veces, en la necesidad inducida de leer para identificarse con los estereotipos. Y éstos tenían que ser cada vez más osados, lo que los vaciaba aún más de contenido.

¿Por eso Regina sentía, junto con la urgencia de adelantarse a su deterioro, de conjurar el peligro de verse retirada como un aparato electrónico en desuso, la nostalgia infinita de lo que nunca intentó, aquello para lo que había sido amorosamente dirigida? La voz que había tratado de moldear su conciencia, que la había prevenido contra lo que ahora temía, volvía a hablar a Regina desde la otra orilla, saltando por encima de su traición, del tiempo y de la muerte. «Cuídate de los triunfos fáciles -dijo la voz-. No hay nada malo en equivocarse, porque eso no te impedirá volver sobre tus pasos, rectificar, luchar. Pero pobre de ti si te equivocas y te aplauden, y si te siguen alabando aunque persistas en el error. Entonces no tendrás elección, y nadie podrá rescatarte.»

Nunca volveré a ser joven, nunca podré volver a empezar, se dijo.

Pensó en Judit, a la que pronto tendría bajo observación, envuelta en sus veinte años como en un traje de astronauta, ajena al experimento a que Regina la iba a someter. No sentía piedad por ella, por nadie que estuviera en el umbral de su vida. Regina pronto cumpliría los cincuenta, En el mejor de los casos, ¿cuántos años de inspiración le quedaban, cuántos libros, cuántos éxitos? Se irguió, sobreponiéndose a sus temores. Era valiente, siempre lo había sido. Tenía recursos. Estaba allí, estaba viva, Regina Dalmau, profunda conocedora del alma femenina, fustigadora implacable de las peores lacras del universo machista. Firme, asentada, mientras otras iban y venían de las listas de éxitos y desaparecían.

Tienes veinticinco o más años por delante, se animó. Pero ¿de qué estás hablando? ¿De ser una novelista longeva o una novelista inmortal, como Martín Gaite o Matute? No, no quería engañarse. No podía. Regina nunca había pertenecido a su estirpe. El deseo de perennidad sólo había entrado en sus cálculos mientras estuvo bajo la tutela de Teresa, que la desvió temporalmente de su natural inclinación a lo fácil e inmediato.

Abandonada la maestra, olvidadas sus lecciones, Regina eligió la comodidad. Lo hizo con el alivio de quien comete la deslealtad definitiva que lo libra del esfuerzo de mantener la dignidad que se le reclama. Con el desahogo de quien cree que, por haber dejado de tener fe en Dios, puede excusarse de cumplir con los deberes que su religión le impone y negarse a aceptar los pesares que su fe acarrea; sin saber que, a la larga, tendrá que soportar un nuevo lastre, más gravoso que aquel del que abjuró porque no es sino el lamento de la propia ética desatendida, esa maldita voz de la memoria.

Para obtener referencias de la chica acudió a Hilda, la secretaria alemana de Blanca, que fue con quien habían hablado las mujeres que organizaron la conferencia en el ateneo donde conoció a Judit. Hilda llevaba veinte años viviendo en Madrid y estaba casada con un español, pero su particular modo de adaptar las frases hechas del castellano le había reportado el apodo de Hildaridad.

– Si quieres chica para que te eche unos brazos -servicial, Hilda se apresuró a revalidar su sobrenombre-, podemos hacer volar a alguien del despacho.