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– Te lo agradezco, pero me interesa ésta. Parece muy despierta, y tengo montañas de papeles por clasificar.

Las empleadas de Blanca se encargaban de solucionar los temas importantes de Regina, sus impuestos, su agenda. También le cribaban la abundante correspondencia que recibía de sus lectores y le filtraban las llamadas telefónicas. No obstante, había un sinfín de asuntos pequeños, domésticos, que la escritora atendía con más pereza que habilidad cuando las cajas de cartón en donde los iba depositando amenazaban con estallar. Durante años, detenerse en plena labor creativa para dedicar un par de jornadas al mes a ponerse al corriente le había servido para orearse pero, desde que se inició su sequía, no había tenido fuerzas ni para eso. Las atiborradas cajas se le antojaban un pretexto excelente para disponer de Judit el tiempo que considerara preciso.

Hildaridad tardó menos de veinticuatro horas en telefonearle con la respuesta:

– Puedes quedarte sin los nervios -anunció-. Me han dicho que su madre es la viga maestra en la que se cae el ateneo. La chica ha pasado por muchos empleos porque su culo está mal sentado, pero es honrada y lista como la patena.

Regina respiró, reconfortada. Había temido que su entero plan se viniera abajo por culpa de un informe desfavorable.

– ¿Cuándo necesitas que empiece? -Judit había respondido al teléfono con tanta presteza que Regina adivinó que esperaba su llamada.

Quizá no había hecho otra cosa que esperarla desde el día de Todos los Santos.

– Hoy, mejor que mañana -dijo Regina.

– Dame dos horas.

Dámelas tú a mí, pensó. No podía ofrecerle a la muchacha otra visión desautorizada del mito. Tenía que borrar cualquier imagen de igualdad que Judit pudiera albergar como consecuencia de la imprudente llaneza con que la había recibido el primer día, alzarse en su santuario con cada uno de los atributos que la distinguían. Ser, en fin, Regina en su reino, no en su escondite, Regina Dalmau elevada a la máxima potencia. Y para conseguirlo, nada mejor que ungirse, armarse, protegerse con parte de los bienes de que la chica carecía y que la había observado mirar ávidamente durante su visita.

Esta vez, al abrirle la puerta, vestida con una falda acampanada de espiga y un suéter color rata, botas de ante y la corta melena flotando a ras de los pequeños pero inconfundibles pendientes de brillantes, sintió hasta en el último hilo de su lencería íntima que era ella quien mandaba. Judit le correspondió con una mirada que sobrepasó sus expectativas. En el rostro afilado de la muchacha se alternaban sentimientos más profundos y valiosos que la admiración: afecto y orgullo por haberla conocido, satisfacción, respeto. Y todo ello expresado por el decoro con que demuestran su aprecio hacia los demás las personas que poseen su propia estima. No era la sumisión de un ser anodino lo que Regina tenía delante, y ella misma, si hubiera podido inventarla, no habría elegido una expresión más oportuna para ayudarla a salir de] pozo de conmiseración en el que se había estado hundiendo.

Sin dejar de ver en, Judit el objeto de su próximo experimento literario, algo sacudió las alborotadas emociones de Regina, dejando un poso de ternura. Para disimular su turbación la condujo de prisa a su estudio, como había hecho el primer día, cuando aún ignoraba que pronto podría contemplarse en Judit como en un espejo que sólo le mostraría su lado bueno.

– Trabajarás aquí, conmigo -le dijo, mostrándole el espacio situado entre la pared recubierta por la librería y el pequeño sofá que dividía la amplia habitación en dos-. Tendremos que buscarte una mesa.

Entre las dos, arrastraron la que había en el jardín.

– Qué rara. Es antigua, ¿verdad? -preguntó Judit.

– Es una mesa de joyero. Perteneció a mi padre. Quizá no te resulte muy cómoda, está diseñada para apoyar los codos, por eso la encimera tiene forma de medialuna.

Notó que Judit se quedaba mirándola como si esperara algo más, la referencia a un pasado concreto que le habría gustado compartir. Regina no estaba para recuerdos.

No, no estaba para recuerdos, y menos si se relacionaban con el católico, honesto y pudoroso Albert Dalmau, diseñador de delicadas piezas, engarzador de piedras preciosas, abrillantador de alhajas únicas en su género y, sobre todo, artífice de enseñanzas morales cuyas excelencias comparaba con la belleza y el valor de los materiales que utilizaba en su oficio.

No alcanzaba Regina la altura de ese mueble de trabajo, debía de tener seis o siete años, y ya le oía asociar la entereza de un espíritu inquebrantable a la consistencia de los diamantes que manejaba; y atribuir al cumplimiento de las promesas, que proclamaba como indispensable engarce de una vida, la nobleza de los metales que aceptaban doblegarse para sostener y resaltar aquellos brillos. Y Dios siempre al final, repartiendo castigos y premios.

Esta mesa fue el único bien que quiso conservar de la herencia de un hombre que había sido arrumbado en su profesión por su aversión a la chabacanería creciente del mercado y el auge imparable de los fabricantes de joyas en serie, y puesto a prueba, también y a diario, por la grosería de una esposa dominante e impedida de la que, coherente hasta el final con sus convicciones, jamás se quiso separar. Tanta rectitud y honestidad, tanta contrición, pensó acerbamente Regina, habían culminado en la peor de las infidelidades: aquella que los hombres íntegros perpetran por omisión, por falta de acción, por cobardía, y que desemboca en frustración y desdicha para unos y otros.

Encerrado todo el día en la habitación que usaba como taller, dejaba que Regina vagara por la casa y se las arreglara para escabullirse del peso de las exigencias maternas, o más bien debería decir de las exigencias del peso materno: aquella mujer monstruosa, de pechos escasos pero inmensamente gorda de cintura para abajo, que pasaba su vida en la cama, siempre con un bastón al alcance de la mano para llamar a la chica de servicio que la atendía, o para reclamar la presencia de los otros, de su padre, de la misma Regina o de la buena de Santeta, que era quien llevaba la casa y se encargaba de darle a la niña algo de afecto. Aún hoy, Regina no podía ver un bastón con empuñadura de plata en el escaparate de un anticuario sin estremecerse al recordar el instrumento de tortura sicológica que María tenía junto a su cama, apoyado en la mesilla de noche, y con el que golpeaba impacientemente el suelo a cada momento.

Más adelante, cuando ya era una novelista famosa y sus padres se encontraban bajo tierra, leyó en alguna parte que Lillian Hellman, en su vejez, también usaba un bastón, y que en las fiestas a las que acudía solía sentarse en el mejor lugar y reclamar desde allí, a bastonazo limpio contra el suelo, la atención de los otros invitados.

Pobre María, pensó con desapego, recluida desde que ella podía recordar en aquel cuerpo deforme, negándose a ver a médicos, rodeada siempre por un enjambre de curanderos y embaucadores, sitiada y a la vez investida por la enfermedad, cuyo nombre nadie le supo dar y tuvo que averiguar por su cuenta, una hidropesía que no era mortal (podía atestiguarlo: había vivido cinco años más que su estilizado marido, fallecido en el 86 mientras dormía, apenas cumplida la setentena), pero que había ahogado todo lo bueno que pudo existir en ella.

Pobre Albert, asido a su mesa de joyero, con las gafas para ver de cerca, aunque muy a menudo usaba la lupa binocular, cubierto por el guardapolvo gris que usaba para el trabajo. Quién sabe qué corrosivas partículas cubrían su corazón. Regina estaba convencida de que su rectitud no lo inmunizó contra los sentimientos. Quién sabe si alguna vez, pese a su fe católica, en la soledad de su cuarto, no dirigió más de una mirada anhelante al frasco de ácido sulfúrico que guardaba en lo alto del armario de las herramientas más grandes. Blanquímento, pronunció Regina, saboreando la poética palabra que define la disolución, nueve partes de agua y una de sulfúrico, que su padre utilizaba para blanquear metales. Sin mezclar habría resultado un veneno estupendo, para él o para la mole conyugal que lo tenía sometido.