No, el verdadero sulfúrico, o al menos su equivalente humano, se encontraba en el otro extremo del odioso piso del Eixample, en el dormitorio de la madre, junto a la galería abierta que daba a un patio interior que olía a excrementos de gatos. «Ven aquí, medio hombre, mequetrefe», gritaba María, golpeando el suelo con el bastón. Y esas frases hirientes llegaban a Albert y a la niña, que huían de su presencia.
El banco de joyero tenía una historia pero Regina no quería contársela ni a sí misma. Mucho menos, a Judit. Se limitó a mostrarle las particularidades del mueble, el tablero para dibujar que se deslizaba entre los dos cajones, la plancha de acero colocada en el centro de la medialuna, la cuña de madera situada debajo.
– Puedes dejar tus cosas en el recibidor -dijo en tono cortante, para evitar que le hiciera más preguntas-. Luego te digo qué tienes que hacer con el material que hay en esas cajas.
Nada es como parece. Y todo es mucho más de lo que parece, se dijo Judit, empujando con energía la recargada puerta de madera de la delicatessen de la calle Muntaner, la misma donde había realizado modestas compras en su vida anterior, antes de que Regina Dalmau despertara a la Bella Durmiente.
– Puedes llamarlos por teléfono -le había dicho la escritora-. Es lo que hago siempre.
Regina le había rogado que se quedara a cenar, era la primera vez que lo hacía, y esta invitación, que para Judit representaba todo un acontecimiento, se veía reforzada por la posibilidad que le ofrecía de presentarse de nuevo en la refinada deficatessen, pero ahora pisando terreno firme.
– Déjalo -había respondido Judit-. Me conviene tomar un poco el aire.
– En eso tienes razón -convino Regina-. Hace más de diez horas que estás pegada a la mesa. De todas formas, que lo manden con un chico. No tienes por qué ir cargada.
La atendió el mismo dependiente de chaquetilla blanca que la vez anterior la había mirado de arriba abajo, arrugando la nariz. Inició el mismo gesto, que se convirtió en una expresión de extrañeza cuando leyó la lista que Judit le alargó con aire displicente. Comprobó el pedido y se quedó unos segundos con la boca abierta y los ojos fijos en la muchacha, como si le resultara imposible asociar a aquella joven de aspecto estrambótico con un pedido de ensalada de langostinos, jamón de jabugo y un surtido de quesos. Consciente de que no daba la talla ni de criada ni de niña bien, Judit compuso una expresión pétrea y utilizó su voz más intimidatoria para decir:
– Es para Regina Dalmau. -Mirando su reloj de pulsera, añadió-: Haga que se lo manden dentro de media hora. Ni un minuto antes, ni un minuto después.
El dependiente dobló el espinazo y se deshizo en promesas de puntualidad, pero a Judit no le gustó su media sonrisa. Le recordaba demasiado el comentario que su madre solía hacer en cada ocasión que veía una vieja película, Gilda, por la tele: «El más inteligente es el hombre de los lavabos del casino, que no se equivoca cuando juzga a la gente y pone a cada cual en su lugar.»
Cuando Regina decidió la compra, lo de] jamón la desconcertó:
– ¿No eras vegetariana? Creí…
– ¿Quién? ¿Yo? -La mujer enarcó las cejas.
– Lo ponía en una revista. En más de una. También te lo he oído decir por televisión.
– Ah, eso… -Regina se encogió de hombros-. Supongo que me dio por ahí. Si contestas siempre lo mismo acabas por aburrirte.
Salió del establecimiento con la molesta sensación de que el dependiente, para sus adentros, la había puesto en su lugar. Sin embargo, no le duró mucho. Al desembocar en la plaza sintió que no pertenecía a ninguna otra parte, que aquélla era su ciudad. Iba a cenar con Regina, en su casa, en un acto de intimidad inaudita, ya que sólo hacía tres días que trabajaba para ella. No sabía cómo calificar la relación que había empezado a establecerse entre las dos.
Había llegado a la casa tan cargada de energía, tan proyectada hacia su ídolo, que inevitablemente la vida cotidiana, tan plena de alicientes, contenía también una parte de decepción, como sí su ímpetu se estrellara contra una mampara invisible. Regina era muy amable con ella, más que eso, cariñosa. Aceptaba con satisfacción sus sugerencias para agilizar el trabajo, le agradecía su rapidez, apreciaba la puntualidad con que llegaba a la casa todas las mañanas; se notaba que disfrutaba de su compañía.
Y nada más.
La comunión que buscaba, la chispa que tenía que brotar entre las dos, aquel choque entre almas gemelas del que debía nacer una relación indestructible, todo eso no se había producido. La maestra no había reconocido a su discípula. Había algo en Regina que no cuadraba con la imagen que Judit se había creado. Algo andaba torcido en el interior de la escritora, algo que la joven olfateaba pero que no sabía definir, como si la Regina Dalmau majestuosa que había fraguado reuniendo los mensajes que la mujer había enviado al exterior a lo largo de los años fuera una ilusión óptica. La mañana de Todos los Santos, Judit no quiso reconocerlo, pero ¿no había advertido en ella, mientras la seguía por el pasillo, camino de su estudio, como si un peso invisible agobiara la línea de sus hombros?
Absorta, ésa era la palabra justa. Regina estaba absorta en sí misma, pendiente de algo que ocurría en su interior y que la mantenía desconcertada.
La parte buena era que Judit ya no temía por su presente y creía poder confiar en el futuro. Cualquiera que fuese su frustración por la falta de curiosidad que detectaba en Regina, su vida había cambiado por completo.
Disponía de quince minutos antes de que el mozo llevara el encargo a la casa. Ya no tenía que sentarse en un banco en la plaza: ahora podía entrar en un bar, ocupar una mesa junto a la cristalera, pedir una agua tónica y mirar afuera, si no como propietaria, al menos como una inquilina especial. Unos cuantos perros caros jugueteaban en el centro de la plaza, bajo la vigilancia de algunas chicas de servicio dominicanas. Erudita se había cruzado con ellas por la mañana, cuando había salido a hacer gestiones para Regina, pero entonces cuidaban bebés sonrosados y rubios. No, no era una niña bien ni una criada, sino la secretaria de Regina Dalmau, su colaboradora. Y pronto sería su mano derecha.
Algún día se conocerían de verdad y entonces Judit podría abrir su corazón.
«Nada es como parece. Y todo es mucho más de lo que parece.» La frase pertenecía a una gran novela de Regina Dalmau, La viajera sin pasado. Se podía aplicar a las dos.
A los pocos días, Regina tenía la impresión de que la chica siempre había estado allí. La sotana que llevaba por abrigo colgaba a todas horas del perchero modernista. Judit solía aparecer por la casa minutos antes de las ocho de la mañana, y su jornada se prolongaba hasta las nueve de la noche.
El contenido de las cajas de documentos disminuía con rapidez. Durante la jornada, Judit parecía concentrada en lo que estaba haciendo, apenas hablaba o se distraía, y Regina, que por fin se había puesto a corregir las pruebas de su libro, para satisfacción del cada vez más nervioso Amat, la contemplaba a hurtadillas, disfrutando de la sensación de paz que emanaba de la joven. Admiraba la precisión con que sus finas manos, con las habituales uñas pintadas de un rojo sangrante, manipulaban papeles y carpetas, agrupaban talonarios, manejaban archivadores. La veía ir de su mesa a la estantería, empinarse sobre la punta de los pies o ponerse en cuclillas para colocar cada cosa en su sitio con movimientos concisos; ni un gesto de más, ni una mueca que denotara preocupación o ajetreo. Se movía como si ejecutara una tabla de gimnasia sueca o una coreografía geométrica, y su conducta actuaba como un sedante para los nervios siempre algo erizados de Regina.
Lo que menos le gustaba era su aspecto. Flora, que se había reincorporado a su puesto poco después de que Judit se instalara en el estudio, la había definido con su acostumbrada contundencia: