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– Estáis muy equivocados -terció Regina-. Sólo los actores o escritores consagrados se ganan bien la vida. El resto hace equilibrios en la cuerda floja.

– ¿Qué piensa tu padre de tu vocación? -Judit seguía interrogando a Alex.

El muchacho respondió, mirando a Regina:

– Mi padre… Ya sabes cómo es. Tiene dos ideas sobre mi educación. La primera, que haga lo que quiera mientras no lo moleste. La segunda, que es la que siempre acaba por prevalecer, que la única educación que existe para mí es la que me hace completamente infeliz. Es decir, empresariales.

Así que Alex también sabía la clase de individuo que era su padre. Regina dirigió al muchacho una sonrisa divertida. Sería muy agradable contribuir a que se convirtiera en un profesional competente en el campo que él prefería, proporcionarle los medios para que se emancipara por completo de Jordi. Esta idea la relajó por completo. De repente, pegó un brinco en el sofá. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¿No eran modelos jóvenes lo que necesitaba para su novela? ¿No reunía Alex todos los requisitos generacionales que, en su opinión, caracterizaban a los chicos de hoy? ¿No potenciaría su presencia en la casa el comportamiento de Judit, y al revés? Había sido muy tonta al no darse cuenta antes de que el hijo de su antiguo amor también contribuiría, sin saberlo, a sacar del pozo a Regina Dalmau.

Experimentaba sentimientos ambivalentes al respecto. Por un lado, estaba de acuerdo con Blanca en que un cambio de registro era lo único que podía sacarla de la crisis. Por otro, su inteligencia le advertía de que, aun en el caso de que lograra escribir la novela, no sería más que un parche para taponar de mala manera la auténtica razón de su inestabilidad: aquella maldita voz de la memoria que trepaba hacia la superficie como los caracoles de su recuerdo infantil.

Aguantó cuanto pudo el vivaz parloteo de los chicos. Y cuando, muerta de sueño, decidió dejarlos solos para que se conocieran mejor, lanzó a Judit esta exigencia:

– Ni se te ocurra irte a dormir a casa a estas horas. Tengo una hermosa habitación de invitados que te está esperando. Al menos, por esta noche.

Antes de acostarse, llegó a la conclusión de que la botella de Moét Chandon le había salido muy barata.

– Perdona mi atrevimiento -se disculpó Judit-, pero creo que tenía la obligación de contarte que Regina me tiene muy preocupada.

– Al contrario, te agradezco que me hayas llamado – la tranquilizó Blanca-. Hace tiempo que veo que no está bien, pero ya sabes cómo es, tozuda como una mula. ¿Y dices que duerme mal?

– No es de las que se quejan, ya lo sabes. Lo que pasa es que yo se lo noto.

– Eres muy observadora.

– Sí. Eso sí que lo tengo.

– ¿Y dices que hoy ha sido peor que nunca?

– Sí, pero, por favor, no le telefonees ni le insinúes nada. Me moriría si descubriera que hablamos de ella a sus espaldas.

– No te preocupes. La discreción incondicional es uno de los dos principios por los que me rijo. Una agente literaria sabe ser muda como una tumba.

– ¿Cuál es el otro?

– ¿Cómo?

– El otro principio.

– ¡Ah! Algo fundamentaclass="underline" no permitir que ningún autor devuelva jamás un adelanto por un libro que no ha podido escribir.

– ¡Qué apasionante profesión, la tuya! Y qué difícil, ¿verdad?

– Pues sí, hija mía. A veces los mandaría a todos al cuerno, editores y autores. Soy el pozo donde echan sus miserias. Regina es especial. Nunca habla de sus problemas personales, salvo cuando ya los ha resuelto. Sólo meses después de la ruptura me contó que el último zángano la había abandonado, cosa que fue lo mejor que pudo pasarle, dicho sea de paso. Regina tiene mucho pudor. Ahora está en crisis con su trabajo, pero reventaría antes de admitirlo, ni siquiera delante de mí. La conozco bien. Por eso me parece ideal que me informes de lo que ocurre en esa casa. Tenemos que protegerla de sí misma y, sobre todo, proteger su carrera.

– No te puedo contar más que lo que veo, porque conmigo no se sincera. Está descentrada, Blanca. Tiene las pruebas a medio corregir, y ni siquiera lo hace a fondo. Les he echado un vistazo, y no se fija ni en la ortografía, aparte de que hay que mejorar la sintaxis. En mi modesta opinión, habría que cambiar párrafos enteros.

– Eso es completamente nuevo. Regina suele ser muy concienzuda.

– Tú la entiendes mejor que nadie. Dime qué tengo que hacer. Le he cogido mucho cariño, ¿sabes? Es una mujer tan extraordinaria.

– Sí, lo es. Por lo que me ha contado, ella también te aprecia. Confía mucho en ti. Dice que eres más inteligente que la gente de tu edad, que tienes las ideas muy claras.

– ¿Te puedes imaginar lo que para mí significa trabajar para Regina? A su lado, no dejo de aprender. Me gustaría ayudarla más, aunque no sé cómo.

– ¡Ah, ése es el problema! A los escritores hay que tratarlos con guantes de seda. En tantos años de profesión como llevo a cuestas, nunca he tropezado con uno solo, fíjate en lo que te digo, uno solo, que no se ponga de uñas cuando le haces la menor insinuación acerca de su trabajo.

– Yo me volvería loca de gratitud si alguien como tú se convirtiera en mi agente.

– ¡No me digas que también escribes! Regina no me ha contado nada.

– Es que no se lo he querido decir. No soy más que una aspirante a escritora, me daría mucha vergüenza que Regina viera mis cosas, y no te digo tú, que estás acostumbrada a tratar con gente de tanto prestigio. De momento, no he escrito más que algunos cuentos cortos…

– Oye, bonita, ahora tengo que colgar porque me espera un hijoputa inglés que quiere montar una agencia aquí, y el muy capullo pretende que lo asesore. ¡Buena está la competencia! En lo que se refiere a Regina, confío en ti tanto como ella. Ayúdala en cuanto puedas, incluso con el libro. Tenemos que estar en la calle la primera semana de diciembre, como mucho. Arréglatelas, y llámame siempre que lo necesites.

– Una última cosa…

– ¿Qué?

– Me parece que le resultaría mucho más útil a Regina si me trasladara a vivir aquí. Trabajaría más horas, le haría compañía.

– ¿Estarías dispuesta? Te va a sacar las mantecas.

– Haría cualquier cosa por ella. Cualquier cosa.

– Eres una joya, Judit. Cómo me gustaría tenerte aquí, en mi despacho.

– He pensado que, si tú se lo insinuaras…

– Dalo por hecho. Y no te preocupes, que no se va a enterar de nuestro pequeño complot.

Judit apagó el móvil y se levantó de la cama. Alisó la colcha para borrar las huellas de su cuerpo. Antes de salir, echó una última ojeada a la habitación. No resistía la comparación con el dormitorio de Regina, pero era bastante amplia, contaba con todo tipo de comodidades y estaba decorada en tonos asalmonados y verdes.

Pronto la ocuparía. Había tenido que improvisar un nuevo guión para empujar el desarrollo de los acontecimientos, pero el resultado de su encuentro con Regina sería el que había previsto desde el principio.

– Sí queréis sacar el libro, será mejor que me mandéis el proyecto de marketing y todo lo relativo a la campaña promocional hoy mismo. Y envía una copia a Blanca, quiero que lo vea antes de que tomemos la menor decisión.

Regina hablaba por teléfono con Amat, su editor, mientras se rascaba la cabeza con un bolígrafo, reclinada en el asiento contra la pared del estudio y con los pies sobre el escritorio. Odiaba que Alex profanara con sus zapatones la tapicería del sofá, pero tenía que reconocer que aquélla era una de sus posturas preferidas, y que, además, le complacía la admiración con que Judit parecía reaccionar ante su demostración de carácter. La joven se había detenido en plena labor y concentraba toda su atención en ella, dedicándole una de sus miradas especiales.

– Comprendo que no os toméis el mismo interés con este libro que el que pondríais en una novela inédita -reflejado su poderío en la expresión embelesada de Judit, Regina se crecía por momentos-, pero un poco más de entusiasmo sí que os lo agradecería. Di a tus niñas que despeguen el maldito culo de la silla.