Tapó el auricular con la mano, puso los ojos en blanco y murmuró, sacudiendo la cabeza:
– ¡Editores!
Judit la premió con una sonrisa de complicidad.
– No, ni hablar. No pienso mandaros las pruebas corregidas mientras no tenga todo lo demás delante de mis narices. Y nada de reproches por el retraso, guapo, ya querrías que todos tus autores te cumplieran como yo. Quiero también los carteles y los expositores para las mesas de las librerías. Y la maqueta de la portada definitiva, desde luego. No, de ninguna manera, me niego. El texto de solapa lo escribiré yo, al fin y al cabo siempre tengo que reescribirlo porque no se os ocurren más que disparates. Os lo mandaré junto con las pruebas, cuando las tenga. Diles a los de la imprenta que se vayan preparando unas tilas, porque voy a hacer muchas modificaciones en los textos. Haber corrido más, qué quieres que te diga.
Colgó dando un golpe seco, pero no estaba de mal humor; al contrario, se sentía eufórica.
Apenas habían transcurrido dos semanas desde su primer encuentro en el ateneo, y la joven ya se había trasladado al cuarto de invitados. Hizo la mudanza la tarde anterior.
– Es una tontería que, saliendo tan tarde todas las noches, no te instales aquí -le había dicho Regina-. Tengo nuevas tareas que encomendarte. Mi editorial se está poniendo pesada, no paran de llamarme, y queda un montón de trabajo por hacer. Me agobio, y creo que puedes ayudarme mucho. Tómalo como algo provisional; si te gusta, bien, y si no, puedes volver a dormir a tu casa en cuanto quieras. Si lo consideras necesario, puedo hablar con tu madre. Supongo que necesitará que la tranquilice.
– No te preocupes por eso. En casa siempre he hecho lo que he querido -respondió Judit, radiante-. Mi madre tiene mucha confianza en mí.
– Pues esta misma tarde te tomas un par de horas y te traes tus cosas. Que te acompañe Alex, si te hace falta. No estará mal que arrime un poco el hombro, que le va a entrar artritis en los dedos de tanto darle al mando a distancia.
– No creo que sea necesario -dijo Judit-. Para lo que tengo que transportar…
– Ni se te ocurra decorarme la casa con esos pingos negros que tanto te gustan. -Era una ocasión inmejorable para que Regina impusiera condiciones-. No llegaré al extremo de decirte que pareces un cenizo, como hace tu madre, pero ha llegado el momento de que cambies tu línea de vestuario. Y no te preocupes por el dinero, que la casa invita.
Erudita la miró con tal calidez y gratitud que Regina estuvo a punto de acariciarle el pelo. Se detuvo a tiempo: también tendría que acompañarla a la peluquería. Su fiel Kimo sabría qué hacer con aquella melenilla sometida al fijador.
Aunque la iniciativa de que Erudita se instalara en el cuarto de invitados surgió de Regina, que llevaba dándole vueltas desde el principio, había sido Blanca quien le había dado el empujón definitivo, en el transcurso de una de sus habituales conversaciones nocturnas.
– Una cosa es ir con retraso -había dicho-, y otra, no llegar. Por lista que seas, no podrás tú sola con todo. Y menos, teniendo que atender al hijo de¡ zángano. Esa chica que te ayuda parece de confianza. ¿Por qué no la metes en tu casa y la usas a tiempo completo? A esa edad, no necesitan dormir mucho, y podrás obtener de ella mayor rendimiento.
Una vez más, su agente tenía razón. El problema era que, después de corregir las pruebas de los textos que formaban su próximo libro, Regina no estaba satisfecha con el resultado.
– Si no lo tuviera comprometido, me negaría a publicarlo -le confesó a Blanca, No tiene ni pies ni cabeza.
– Fuiste tú quien se empeñó en asaltar cada año las listas de éxitos, con un libro u otro -le recordó la agente-. ¿Por qué no le pides a Judit que le eche un vistazo? Según parece, tiene mucho criterio.
Llevaba semanas cantándole a Blanca las excelencias de Judit y, aunque seguía sin confiarle que la tenía bajo observación literaria, sus alabanzas giraban siempre en torno a su frescura juvenil, su juvenil vitalidad y su insólita y juvenil sensatez. Era inevitable que la otra, al aconsejarle que sometiera las galeradas a su juicio, remachara:
– No te iría mal que alguien de su edad pusiera tus textos al día.
De modo que, la víspera, después de que Judit colocara en su cuarto las cuatro cosas que había traído consigo en una bolsa de viaje que hasta a Regina le pareció excesivamente pequeña (como si la joven pensara instalarse sólo un fin de semana… o quisiera dejar atrás cuanto le recordaba a su vida anterior), la escritora se sentó en el sofá del estudio y, tal corno había hecho durante el día de Todos los Santos, invitó a Judit a sentarse a su lado.
– Primero guardaré todo eso, es un estorbo -Judit señaló las cajas que habían servido para guardar los documentos.
– Déjalo, Flora las meterá mañana en el trastero.
– Puedo hacerlo yo. Con la manía que me tiene, sólo falta que le dé trabajo extra. ¿Dónde está la llave del trastero?
– ¿Qué llave? -preguntó Regina, intrigada.
– La de ese cuarto que siempre está cerrado. Supongo que ahí es donde metéis lo que no tiene utilidad a medio plazo. Y estas cajas -sonrió con picardía-, no las vas a necesitar mientras yo siga aquí.
– Te equivocas -Regina esgrimió una sonrisa similar-. En ese cuarto guardo libros, papeles inservibles que me resisto a tirar, y está cerrado porque perdí la llave. El trastero ya lo conoces, se encuentra en la parte de la cocina.
Judit hizo el gesto de coger las cajas.
– Déjalo de una vez, no seas tozuda. Ven y siéntate.
La chica obedeció.
– Puede que te extrañe lo que voy a pedirte -dijo-, pero necesito que leas las galeradas de mi libro y que apuntes en los márgenes todo lo que no te parezca bien. Gramaticalmente, ya las he corregido yo, así que eso no debe preocuparte. Lo que quiero es que leas cada texto como si no me conocieras, desde tu punto de vista. Algunos artículos fueron publicados hace mucho tiempo y puede que hayan quedado algo anticuados. Yo estoy tan metida dentro, que ni me entero. Me interesa que me señales cuanto te huela, cómo te lo diría, a viejo, a carca.
Había esperado una ardiente protesta por parte de Judit («Tú no serías carca ni aunque te lo propusieras, y lo que escribes nunca pasará de moda», por ejemplo), pero la chica se limitó a tomar entre los brazos el mazacote de pruebas y a apretarlo contra el pecho, con el mismo gesto emocionado con que, aquella primera mañana, abrazaba la carpeta llena de recortes suyos.
– Te juro que lo haré tan bien como sepa -se limitó a decir.
Era evidente que, entre el traslado y el encargo, había entrado en éxtasis, aunque Regina, que era muy suspicaz cuando se trataba de su obra, se preguntó si tanta beatitud no respondería al deseo de hincar sus colmillos en el libro. No seas absurda, se amonestó, es lógico que la pobre esté emocionada ante la idea de que va a leer el libro antes que nadie.
Judit no podía saber hasta qué punto Regina se sentía indefensa, desnuda, en aquellas galeradas que contenían algunas de sus mejores virtudes literarias pero también sus peores defectos. Si ella, al leerse, dudaba acerca del valor real de su talento, ¿qué no podría llegar a pensar una extraña? Porque, pese a sus ataques de aguda autocrítica, Regina también era condescendiente. Inexorable con la gramática, indulgente con el sentido. De otra forma, ¿cómo podría seguir viviendo?
¿No había sido indulgente, también, con el sentido que había otorgado a su existencia, si es que le había dado alguno? ¿Acaso no creía detectar, en el origen de su reciente período de esterilidad creativa, el resultado de una larguísima sucesión de erróneas decisiones personales? Y, sin embargo, no había hecho nada para retroceder en el tiempo y analizarse. Todo lo que esperaba era sumergirse en la redacción de una nueva novela para seguir adelante sin hacerse preguntas.