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«Una novela es como una pasión -recordó, repitiendo la lección que había recibido de Teresa-. Si después de escribirla, de vivirla, no hay nada en ti que haya sido alterado, si puedes explicar a los extraños qué te ocurrió durante el proceso y el cómo y el porqué de cuanto hiciste, es que nada surgió verdaderamente de ti y nada te puso a prueba. Porque el proceso de creación de una novela que compromete tu alma no se puede describir.»

Qué insensato, recordar estas palabras, después de tanto camino recorrido. Era preferible no mirar atrás.

– Espera -recuperó las galeradas, tirando de ellas-. Hoy, no. Te voy a llevar a la peluquería. Y mañana nos tomaremos las dos el día libre. Iremos de compras, comeremos fuera, nos divertiremos. Si no hago un descanso, me pondré histérica.

La idea de que, Judit se pusiera a leer su libro allí mismo se le hacía, de repente, insoportable.

Uno de los secretos mejor guardados de Regina Dalmau era que no tenía amigas y que nunca las había tenido. Tuvo una maestra, Teresa, en una etapa anterior de su vida, cuando no era nadie. Luego tuvo compañeras de juergas, muchas de las cuales habían acabado fataclass="underline" colgadas del esoterismo o convertidas en orondas amas de casa cuya pista no tenía el menor interés en seguir. Más adelante, durante los primeros años de ebullición de su fama, la rodearon no pocas discípulas. Con la maestra pasó lo que pasó y, aunque la cuenta todavía estaba abierta, pendiente, no era su intención recordar; no ahora.

En cuanto a las discípulas, acabó cansándose de dar más de lo que recibía, de que se le pidieran esfuerzos que no quería realizar, y detestaba la molesta costumbre de la época, consistente en que todas las mujeres se amaran las unas a las otras sin el menor resquicio para la crítica, cuestión ésta que a menudo la dejaba a merced de un hatajo de cretinas. Regina descubrió muy pronto que demasiadas mujeres egoístas, insolidarias y poco concienciadas observan hacia el feminismo la misma actitud que los fascistas mantienen en democracia: aprovecharse de sus ventajas para conseguir sus propios fines. Se había hartado de servir de paño de lágrimas a lagartonas que achacaban las infidelidades de sus maridos a la intrínseca maldad machista, pero que cuando eran ellas quienes les ponían cuernos lo consideraban una muestra de emancipación. Sólo con el tiempo se dio cuenta de que sus libros y el personaje público que había asumido eran responsables, en gran parte, de que se le acercaran las más garrapatas del género. Por supuesto, había meres valiosas, honestas, fuertes, sencillas: pero ésas no perdían el tiempo zascandileando a su alrededor.

Judit era otra cosa.

Sentada en el saloncito privado de una exclusiva boutique del Turó Park, rodeada de ninfas anoréxicas que se desvivían por servirle café y refrescos mientras Judit permanecía en el probador, pensó que no le importaría nada salir corriendo. No podía. Quién sabe cuántas de aquellas muchachas compraban sus libros por Sant Jordi.

Cómo le habría gustado pertenecer al grupo de escritoras de la posguerra, aquellas cuyo prestigio no se basaba en la solidaridad de género ni en las exigencias del mercado. Sufrieron más, qué duda cabe, pero también gozaron más de sus triunfos. No los debían a nadie.

No seas hipócrita. Si fueras una escritora minoritaria, ¿te darías el gusto de ir de tiendas con tu secretaria para convertirla en una ciudadana presentable? Hablando de disfrutar (y de contradicciones), ¿por qué le producía una punzada en el corazón ver lo bien que le sentaban a Judit las diferentes prendas que iba probándose a lo largo de la mañana? Porque vas a cumplir cincuenta años y no soportas salir de la subasta, se dijo. Porque en la tienda donde habéis comprado ropa interior la has visto cambiarse de bragas y sostenes y has sentido el deseo de llorar por tus oportunidades perdidas. Porque ninguno de tus éxitos puede devolverte la ilusión de tus veinte años, que se pareció tanto a la que hoy brilla en sus ojos, ni el rosado fulgor de tus pezones, ni la confianza que dormía entre tus piernas en los tiempos en que creías que todas las pollas y todos los libros se hallaban a tu alcance.

– ¿Qué te parece? ¿No me hace demasiado mayor?

Judit salió radiante del probador, ceñido el busto por un corpiño color caldera del que surgía el vuelo de seda de la falda combinada en rosa y anaranjado. Se dio la vuelta. Era un modelo atrevido, que le dejaba la espalda al descubierto. La muchacha elegía siguiendo los consejos de Regina.

– Olvídate de vestidos minimalistas y colores siniestros -le había advertido la escritora al salir de casa-. Voy a llevarte a sitios en donde te vestirán de mujer, no de monja.

– A mí me gusta mucho Pertegaz -replicó Judit, para su sorpresa.

– Nena, me caes bien, pero no tanto como para llevarte al atelier de Manolo -observó la escritora, más divertida que alarmada por su audacia.

La transformación había empezado a última hora de la tarde anterior, en su peluquería, en donde Regina se había limitado a señalarle su pelo a Kimo, con cierto aire entre condescendiente y exasperado:

– Ya ves. Tú sabrás cómo lo arreglas.

– Llevas un corte fatal -dijo el estilista.

– Me lo hago yo misma.

Kimo, encantador:

– A tu edad, cualquier cosa os sienta bien. Pero una vez que te corte yo el pelo no podrás regresar a las malas costumbres. Tienes la cabeza pequeña, necesitas algo de volumen.

– Ten cuidado -advirtió Regina-. No quiero pasar del hijo menor de los Adams a la novia de Frankenstein.

– ¿La maquillo también?

Regina titubeó un momento. Al final se decidió:

– No, eso quiero hacerlo yo. Limítate a una exfoliación, cremas… Con que le prepares el cutis, tengo suficiente. Y haz lo posible por quitarle esos barrillos de la nariz. ¿Es que nunca te has limpiado la cara a fondo?

– ¡Eres la mejor! ¡Regina, eres la más! -aplaudió Kimo.

Esa noche, ante el regocijo de Alex, que se preparaba para salir porque había localizado a un antiguo amigo, las dos mujeres se encerraron en el baño de Regina, después de que el chico hubo transportado allí la silla anatómica del estudio, que serviría para que, Judit estuviera cómoda durante la larga sesión que tenían por delante.

– Parece que estáis jugando a las muñecas -se burló Alex.

– Las mujeres nunca dejamos de hacerlo -le cortó Regina-. Y tú, no me hagas hablar. No sé en qué consiste tu idea de arreglarse para salir. ¿Te has pulverizado camembert en los zapatones?

Puso el Violin concerto in G de Mozart en la minicadena del baño. Aquella energía juvenil era el mejor acompañamiento musical para lo que se disponía a hacer.

– Esto es… esto es… -por una vez, Judit no encontraba palabras-. Emocionante.

– ¿Te gusta Mozart? -preguntó Regina, mientras le disponía una toalla en torno al cuello.

Se miraron en el espejo. El rostro de Judit también era un espejo en donde Regina renacía.

– Me gusta la música clásica, en general. Lo que pasa es que no entiendo mucho.

– Ni falta que hace. Fíjate bien en mi técnica, porque no pienso volverte a maquillar nunca más. Te voy a poner primero este aceite mágico… Si no tuviéramos tanto trabajo, te llevaría al Auditori. Es una lástima que todavía no hayan acabado de reconstruir el Liceu. Seguro que me invitan a la inauguración, espero que sea el año que viene. Si te portas bien, me acompañarás.

Trabajó en silencio, concentrada, dejando que la música se adueñara del espacio. Eligió una gama de tonos suaves, la que ella solía emplear por las mañanas. Libre de fijador, el pelo de Judit se había revelado más castaño que negro. Le iban bien los anaranjados poco estridentes.

Cuando terminó, las notas del concierto para violín y orquesta en sol mayor hacía tiempo que se habían extinguido, a pesar de que lo habían puesto dos veces.