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– Estás preciosa -exclamó Regina, apoyando las manos en los hombros de la muchacha.

Su obra la adoró desde el espejo.

– Qué pena que tenga que desmaquillarme para irme a la cama, Regina -dijo-. Me has corregido el labio superior, que es demasiado delgado. Gracias a eso, mi boca parece igual que la tuya.

Eso había ocurrido la noche anterior. Ahora, sentada en la boutique, Regina se preguntaba si se había vuelto senil. ¿Proyectaba planes a largo plazo para compartirlos con Judit? ¿Había dicho que el año próximo irían juntas al Liceu

Y no eran sólo los labios lo que le había retocado para que la chica se asemejara a ella. También las cejas, los párpados. Se había esforzado en acercar los rasgos de Judit a los suyos.

Esa misma mañana, en una tienda de la Diagonal, ¿no habían tomado a Judit por su hija?

– Qué gozo que hace usted -había dicho la dependienta, en un castellano catalanizado-, quién lo diría, con una hija tan mayor.

No era eso. Sus sentimientos hacia Judit no eran la válvula de escape de un reprimido instinto maternal. Regina, que había abortado en Londres en su juventud sin sufrir traumas posteriores, nunca había sufrido las embestidas ciegas de la maternidad no realizada. En eso sí se parecía a las protagonistas de sus novelas. No quería reproducirse.

No era ser madre lo que quería, sino ser hija. Al tratar a Judit como si lo fuera, reconocía la fuerza de la cadena que une a las mujeres de diferentes generaciones, la cadena de la vida que recoge la herencia y prepara el relevo. Hija de madre, eso es lo que necesitaba ser. Porque hay un atavismo en la hembra de la especie, quizá más irrazonable y arrollador que el de la reproducción, y es la necesidad de certidumbre que, en las revueltas descendentes de una existencia plagada de incógnitas y de inconfesables soledades, la obliga a retroceder en busca del calor de la fogata primigenia, y también del descanso que proporciona saberse a cubierto de responsabilidad y de culpa porque los brazos que la acunan la protegen del mundo y de ella misma.

Hija de madre. Sí, pero ¿de cuál? De la mujer que la había parido, María, no conservaba Regina más recuerdo que la distante y vaga conmiseración que su monstruosidad le producía. En cuanto a la otra, la maestra de su adolescencia y primera juventud, podía recuperarla cuando quisiera. Estaba esperándola, intacta, en el cuarto cerrado, junto con el dolor de la memoria y la pena por lo no vivido.

Se concentró en Judit, en sus vestidos, en la gracia con que se movía entre espejos. Por alguna extraña razón veía en la muchacha a la hija que hoy necesitaba ser, y su afán de protegerla y tutelarla no era sino una manifestación de su duelo por los errores cometidos. Quería ser para Judit lo que Teresa había sido para ella. Y quizá deseaba que Judit le correspondiera mejor.

Sí, juego a las muñecas, reconoció. Las mujeres nunca dejamos de buscarnos y ocultarnos en nuestros disfraces, es una costumbre a la que sólo renunciamos en nuestro lecho de muerte, y a veces ni siquiera, pues algunas dejan instrucciones precisas acerca de cómo quieren aparecer en su última exhibición pública.

Condujo hasta el Port Olímpic. A su lado, una Judit vestida con pantalón y chaqueta beige sonreía al pensar en las compras que se acumulaban en el maletero del coche.

Almorzaron en la terraza cubierta del hotel Arts, junto al mar pero al resguardo del frío. Judit, exuberante, hacía planes. Regina le contestaba con monosílabos.

Teresa. No dejaba de pensar en Teresa.

Cuando Regina tenía doce años, Albert Dalmau le dijo que si levantaran los adoquines de la calle donde vivía Teresa encontrarían el mar bajo sus pies. A esa edad hizo que lo acompañara por primera vez al piso de quien Regina, por lo mucho que él le hablaba de ella, creía la más fiel clienta de su padre, aunque pronto se percató de que, si bien Albert entregaba esporádicamente a la mujer alguna alhaja envuelta en papel de seda (un pendiente cuya piedra se había desprendido y él la había engarzado de nuevo, un collar al que había cambiado el broche), lo más habitual era que la transacción se realizara en sentido contrario. Más tarde, Regina comprendió que Teresa estaba vendiendo, pieza a pieza, las joyas familiares que, junto con el piso, eran cuanto le quedaba del patrimonio heredado de su abuela materna, porque la literatura infantil que publicaba no le daba lo bastante para vivir. Dalmau actuaba como intermediario.

Aquellos libros de tapas rígidas y coloridas llegaron a Regina antes de conocerla, de manos de su padre, que ponía mucho empeño en que los leyera. A ella le gustaban. Sus protagonistas eran siempre los mismos, una reducida pandilla de chiquillos de barrio que vivían extraordinarias aventuras sin salir del solar en donde se desarrollaban sus juegos. En el grupo de amigos era una niña, Marta, la más inteligente y osada, quien tomaba la iniciativa en cada historia. Regina se quedó muy sorprendida cuando descubrió que Teresa no tenía hijos y que vivía sola en aquel piso antiguo al que se accedía subiendo una decena de peldaños. Formaba parte de un vetusto palacete de tres plantas, con un zaguán para carruajes, que había sido reconvertido en oficina de atención al público de una empresa de transportes que ocupaba la planta baja y el sótano. Al pie de la escalinata de mármol deteriorado que conservaba cierto porte señorial, se encontraba la garita del portero, en desuso.

El piso era más oscuro que el suyo, pero a Regina nunca se lo pareció, entre otras cosas porque disponía de un amplio patio posterior con una gran mesa redonda y sillas de hierro, maceteros llenos de plantas y una fuente semicircular adosada a la pared de cerámica del fondo y culminada por un amorcillo de bronce, de cuyos labios burlones brotaba un chorro de agua. El piso olía a sábanas limpias y a mar, y gran parte de las paredes estaban forradas de estanterías donde los libros se comprimían y amontonaban en un desorden fantástico, como si estuvieran vivos y se ganaran su sitio empujándose unos a otros. Era un piso más añejo que el de los Dalmau pero, al contrario que sus padres, Teresa no lo había abandonado a la desidia. En casa de Regina nada de lo que se desgastaba era reemplazado, de modo que la niña, a medida que creció, fue testigo de cómo huía de entre aquellas paredes cualquier resto de vigor, y de cómo la relación de sus padres parecía pender de una cuerda como la que Santeta usaba para asegurar los grifos rotos. Visitando a la mujer, con Albert o sola, aprendió que el proceso opuesto, el de mantener el aliento de aquello que se ama, ayuda a resistir ante las derrotas. «Las casas también tienen su dignidad, Judit -decía-. Nos guardan y defienden, cargan con nuestro mal humor, reciben nuestras alegrías. Tenemos el deber de protegerlas de la desidia, de embellecer su vejez.» Así era la mujer que en algún momento de su relación, sin que Regina se diera cuenta, empezó a hacerle de madre y depositó en su interior las nociones de una ética tan diáfana como sus ojos, un sentido moral que ahora se volvía contra ella.

La calle de Teresa era angosta y el sol nunca se quedaba demasiado rato en ella. Nacía en una plaza y desembocaba en otra más grande, que a su vez daba al paseo, con sus palmeras, sus edificios oficiales y establecimientos de aduanas. El mar estaba al otro lado, oculto tras los tinglados del muelle. Desde la casa no se veía; sin embargo, el mar era un inquilino más, con su sosegado mugido de sirenas colándose por los balcones y su aroma a salitre y alquitrán que lo impregnaba todo.

Durante años, al abrir cualquiera de los libros del cuarto secreto, Regina sentía que el olor a mar se desgajaba de entre sus páginas como un mensaje distante.

Padre e hija visitaban a Teresa todos los sábados por la tarde. Regina se acostumbró a hablar con ella del colegio, de los deberes, de qué quería ser el día de mañana. «Esa educación que te dan las monjas no me parece la más conveniente -comentaba-. Cuanto menos te la creas, mejor. Tienes que leer, leer mucho. No entiendo que tu padre, con lo inteligente que es, sea tan religioso y confíe en esa gente. -Le dejaba explorar las distintas habitaciones, y le prestaba libros-. No te canses nunca de leer.» Cuando llegaba el fin de curso, Albert y Regina comparecían, orgullosos de las notas, y se las entregaban a Teresa como una ofrenda. «Esta niña tiene madera de escritora -le decía la mujer a Albert, complacida-. Más te vale que el bachillerato lo haga en un colegio decente.» Como los Dalmau no veraneaban y ni siquiera iban a bañarse a la Barceloneta para no afrentar a la madre entregándose a placeres de los que María no podía disfrutar, Teresa ofreció su patio para que, en vacaciones, Regina tomara el sol y el aire. Fue el inicio de una costumbre que aún unió más a la adulta y la niña.