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Había dos mujeres en Teresa: la que recibía a Regina y Albert y conversaba con ellos en la sala de estar que daba al patio, la única habitación dotada de luz natural, y la que compartía el verano con Regina. Las dos tenían en común un fondo de tristeza. La primera parecía caminar sobre arenas movedizas y pasaba de la locuacidad a un malhumorado silencio, de la risa a la melancolía; pero a Regina le daba la impresión de que estaba realmente allí, avanzando con ellos hacia el inevitable final de la tarde. La otra Teresa, en cambio, la que se quedaba a solas con Regina, no experimentaba altibajos y cuidaba de ella con serena atención, pero se comportaba como si estuviera ausente. Algunas monjas de su colegio actuaban así, ejecutaban sus tareas sin desmayo mientras pensaban en otra cosa, en Dios, decían, nosotras pensamos en Dios a todas horas. Regina no sabía explicarse qué clase de Dios podía absorber la mente de Teresa, que no era creyente y a menudo discutía sobre religión con su padre. Para ella, no había otro paraíso ni otro infierno que los que encontramos en este mundo.

«Los días de dicha que nos son concedidos, cuando los rechazamos, se vuelven contra nosotros convertidos en años de tormento, porque así es como se venga la felicidad cuando se ve defraudada», dijo en cierta ocasión, y pasarían varios años antes de que Regina comprendiera que lo que entonces tomó por una cita de un libro, por un comentario que abarcaba al género humano, no fue más que una advertencia, no demasiado críptica, que dirigió a Albert Dalmau mirándolo a los ojos. Regina también habría de interpretar más adelante la respuesta de su padre, que entonces le sonó a galimatías: «Piénsalo bien, Teresa, piénsalo muy bien.» Aquélla fue la última vez que el hombre puso los pies en la casa, y Regina lo atribuyó a que quizá a Teresa ya no le quedaban joyas por vender.

Aunque no volvió, Albert siguió animando a su hija para que visitara a la mujer. «En esta casa todo se pudre, y no quiero que también tú te marchites -decía-. Anda, ve a estudiar con Teresa, y dale saludos de mi parte.» Teresa se hizo cargo de su educación, fomentó en ella su deseo de ir a la universidad para estudiar Filosofía y Letras, y la alentó muy pronto para que se emancipara y alquilara un piso con otras compañeras de estudios. «Una mujer tiene que valerse por sí misma», le decía.

«Si quieres escribir, primero debes conquistar tu soledad, que es el lugar sin límites en donde el escritor trabaja. Si quieres escribir… -el mismo comienzo para cada recomendación, cada consejo-. Si quieres escribir, no pierdas el tiempo tonteando, prepárate para afrontar las dificultades. Sí quieres escribir, busca en el fondo de ti misma. Si quieres escribir, tienes que anteponer ese deseo a cualquier otro interés. Si quieres escribir, rompe y vuelve a romper lo escrito hasta que te hagas sangre. Si quieres escribir, huye M éxito fácil, no confíes en los halagos de la gente sin criterio, sé humilde, sé paciente, sé perseverante.»

A Regina le desgarraba el corazón recordar el tiempo que Teresa hurtó a su propia vida para educarla a ella. ¿Qué escribía mientras dejaba caer en su dócil pupila la semilla de su integridad? Seguía publicando libros infantiles, con la misma discreta acogida por parte del mercado. De vez en cuando recibía la visita de un especialista que apreciaba su trabajo, o le pedían que diera una conferencia en una ciudad de provincias. Eso era todo.

Una vez la oyó comentar, como para sí misma: «No soy una autora, soy una costumbre.» Pero había algo más, montañas de folios mecanografiados que guardaba en carpetas y que nunca le permitió leer. «Son pruebas, ideas, capítulos sueltos, cosas que en estos tiempos no se podrían publicar -decía-. Nada definitivo, no vale la pena que te entretengas leyéndome a mí. -Y rápidamente cambiaba de tema-: ¿Has terminado ya Pepita Jiménez? ¿Qué te ha parecido? Nadie habla ya de Juan Valera, pero tiene un castellano magnífico, te conviene leerlo en voz alta.» La regenta, La colmena… Otros muchos libros de la biblioteca de Teresa estaban en inglés y francés, idiomas que Regina estudiaba por recomendación suya, sirviéndose de su diccionario y de sus volúmenes de consulta. Entretanto, le hacía leer traducciones de Stendhal, de Flaubert. También poseía ediciones sudamericanas que le mandaba a casa un librero que las importaba clandestinamente.

Teresa no hablaba mucho de su pasado. Dejaba caer hoy una frase, mañana otra, y así fue como Regina se enteró de que era viuda. Más adelante supo que se había casado a los diecisiete años con un muchacho algo mayor que ella, Mateu, hijo del chofer de su padre; que había sido repudiada por los suyos y que había huido de España al final de la guerra civil, con su marido republicano y el resto de los derrotados que buscaron refugio en Francia. Estuvieron dos años en el sur, en campos de concentración, y por fin consiguieron llegar a París, en donde un amigo de la familia de Mateu les dio cobijo. Mateu fue uno de los muchos españoles que se enrolaron en la Resistencia cuando Alemania ocupó París. Fue detenido, torturado y enviado a un nuevo campo de concentración. Cuando la guerra terminó y los rusos liberaron el campo, el hombre que volvió junto a Teresa ya no tenía alma.

«Tampoco yo era la misma. Las guerras hacen fuertes a las mujeres. Los hombres se marchan al frente, pero sobre ellas recae la tarea de mantener en pie lo poco que pueda salvarse. Yo era muy joven cuando la nuestra, y la viví de una manera romántica, emocional, fui más una carga que una ayuda. Además, estaba enamorada. Lo de Francia fue otra cosa. Qué pocas esperanzas me quedaban, Regina. Trabajé, esperé. Sobreviví. Ésa fue mi forma de resistencia, sobrevivir esperando el regreso de alguien a quien el horror convirtió en un desconocido. Y, lo que son las cosas, a los dos años lo mató un tranvía. Pero yo siempre pienso que murió mucho antes.»

Fue la vez que Teresa habló más de sí misma, y ocurrió porque Regina le había dicho que quería saber más de la guerra española. Por entonces, la chica tenía dieciséis años y Franco acababa de confirmarse en el poder mediante un plebiscito. Hacía un año que Albert no había vuelto por la casa.

Como respuesta a su petición, Teresa se puso las gafas que usaba para ver de cerca, fue a una estantería y, subiéndose a la pequeña escalera que usaba para alcanzar los anaqueles donde tenía los volúmenes que apenas consultaba, eligió dos libros escritos en castellano y publicados por una editorial francesa y se los alargó a la chica. Luego se sentó frente a ella, con la mesa del comedor de por medio, y encendió un cigarrillo. «Ahí encontrarás -dijo, señalando los libros- lo indispensable que tienes que saber. El día de mañana ya buscarás por tu cuenta.»

Fumaba Celtas cortos, recordó Regina, asombrándose de ver con tanta precisión el modo en que Teresa, con un rápido movimiento del dedo anular de la mano derecha, de cuya muñeca colgaba un fino nomeolvides, limpiaba sus labios de restos de tabaco.

«Este país no tiene pies ni cabeza. Sobre todo, no tiene cabeza. Las dictaduras piensan por nosotros. En su primera fase matan a la gente por sus ideas; en la segunda ya no tienen que asesinar a nadie, y se limitan a asegurarse de que no surjan ideas. Nos llevará décadas recuperar el saber que nos arrebataron, si es que alguna vez podemos.»